Colombia en pedazos: un país fracturado
por el odio y la insensibilidad
No es solo el atentado
contra Miguel Uribe Turbay, senador y precandidato presidencial del Centro
Democrático, baleado el 7 de junio de 2025 en Bogotá, lo que me lleva a decir
que Colombia está hecha pedazos. Es la ola de odios desatada de parte y parte,
la mezquindad que se ha apoderado de las redes sociales y los discursos
públicos, y la alarmante pérdida de sensibilidad humana frente a un hecho
trágico, lamentable y repudiable como el intento de asesinato de un líder
político. Este acto no solo atenta contra una vida, sino contra los cimientos
de una democracia ya frágil, donde la política parece justificar cualquier
bajeza con tal de alimentar la maldad que anida en algunos corazones.
Un
país en una senda peligrosa
Como ciudadano de a pie,
me duele ver a Colombia caminar por una senda tan estrecha, dominada por el
radicalismo y las ideologías extremas que no buscan construir, sino destruir.
Aquí no hay ideologías claras, solo posturas irreconciliables que nos arrastran
hacia una confrontación que, temo, podría volverse armada. La polarización,
exacerbada por años de discursos incendiarios, ha creado un ambiente donde el
diálogo es reemplazado por la descalificación, y la empatía por el rencor. El
atentado contra Uribe Turbay, quien permanece en estado crítico tras recibir
tres disparos, dos en la cabeza y uno en la pierna, es un síntoma de esta
enfermedad social. No es un hecho aislado, sino el reflejo de un país donde la
violencia política amenaza con resurgir, evocando los oscuros días de los años
80 y 90, cuando líderes como Luis Carlos Galán o Diana Turbay, madre del
senador, fueron silenciados por las balas.
La
insensatez de las teorías conspirativas
El momento es tan caótico
que han surgido teorías conspirativas absurdas y crueles. Algunos se han
atrevido a sugerir que el atentado fue un “autoatentado”, una idea que desafía
toda lógica. ¿Quién, en su sano juicio, se expondría a recibir un disparo en la
cabeza? Ni el más temerario o desesperado lo haría. Sin embargo, estas
especulaciones prosperan en un ambiente envenenado por la desconfianza, donde
la verdad es la primera víctima. Otros rumores, igual de infundados, apuntan a
supuestos responsables como el ELN, con intenciones de desestabilizar el país,
o incluso a Nicolás Maduro, en un intento de proyectar sombras geopolíticas.
Más insólito aún, hay quienes han insinuado que la extrema derecha sacrificó a
uno de sus líderes más prometedores para impulsar la candidatura de figuras
como Vicky Dávila. Estas teorías no solo son irresponsables, sino que alimentan
la división y desvían la atención de lo esencial: esclarecer los hechos y
garantizar justicia.
La Fiscalía, bajo la
dirección de Luz Adriana Camargo, ha identificado a un menor de 14 o 15 años
como el autor material, pero los autores intelectuales y los móviles permanecen
en la penumbra. La investigación, que incluye el análisis de más de 1,000 videos
y 23 entrevistas, debe avanzar con celeridad y transparencia para evitar que
estas especulaciones sigan enconando el ambiente político.
El
riesgo de una cacería de líderes
Ojalá este atentado no
sea el preludio de una cacería de candidatos presidenciales, un escenario donde
el poder de las balas se imponga sobre el valor de las ideas y la sensatez de
las palabras. La historia de Colombia nos enseña que la violencia política
puede escalar rápidamente si no se toman medidas firmes. El asesinato de Diana
Turbay en 1991, en un contexto de narcoterrorismo, y ahora el ataque a su hijo,
Miguel Uribe, son heridas abiertas que recuerdan la fragilidad de nuestra
democracia. La incapacidad del Estado para proteger a sus líderes, evidenciada
por las fallas en el esquema de seguridad del senador (solo dos de siete
escoltas lo protegían), exige una revisión urgente de la Unidad Nacional de
Protección (UNP) y de las políticas de seguridad.
Una
dirigencia envenenada por la maldad
Veo un país envenenado
por la maldad de una dirigencia política que, en su mayoría, ha perdido el
rumbo. El respeto por los poderes del Estado se desvanece, y la tiranía parece
asomarse en propuestas como la consulta popular impulsada por el presidente Gustavo
Petro para aprobar una reforma laboral rechazada por el Congreso. Esta
iniciativa, que busca sortear los principios de legalidad democrática, ha
generado temores de un autoritarismo disfrazado de participación ciudadana. La
polarización no solo divide a los políticos, sino que fractura a la sociedad,
enfrentando a ciudadanos en una lucha de odios que no beneficia a nadie.
En este contexto, las
palabras de Álvaro Uribe Vélez, líder del Centro Democrático, han sido
significativas pero no exentas de controversia. Tras el atentado, Uribe rompió
rápidamente su silencio, condenando el ataque y pidiendo por la recuperación de
Miguel Uribe, a quien llamó “una esperanza de la Patria”. Sin embargo, también
aprovechó para criticar al gobierno y advertir sobre supuestas amenazas contra
su propia vida, basándose en información de “inteligencia internacional” que no
ha sido verificada. Si bien su intervención refleja el dolor de un mentor por
su protegido, también refuerza la narrativa de confrontación que ha
caracterizado su liderazgo, lo que podría avivar aún más las tensiones.
Voces en medio de la tormenta
Navegamos en un barco a
la deriva en un mar tormentoso. He escuchado con atención a líderes de opinión,
algunos más incendiarios, otros oportunistas que buscan capitalizar la
desgracia ajena. Entre tanto ruido, la voz más sensata y conciliadora ha sido la
de la canciller Laura Sarabia, quien en un tono patriótico llamó a la unidad y
al rechazo de la violencia. Su mensaje contrasta con el de quienes, desde las
redes sociales o los medios, prefieren atizar el fuego de la polarización.
Sarabia, en su rol de canciller, ha intentado proyectar una imagen de
estabilidad en un momento en que el país parece desmoronarse.
Sin embargo, no basta con
palabras. La clase política, los medios y la ciudadanía deben asumir la
responsabilidad de desescalar el discurso de odio. Las marchas del 8 de junio
en Bogotá, donde cientos exigieron un pacto contra la violencia política, son un
signo esperanzador, pero insuficiente si no se traducen en acciones concretas.
Necesitamos un compromiso colectivo para recuperar la empatía, el respeto por
la diferencia y la confianza en las instituciones.
Un
llamado a la reflexión
Colombia está hecha
pedazos, no solo por la violencia física, sino por la violencia simbólica que
se libra en cada comentario, cada tuit, cada discurso. El atentado contra
Miguel Uribe Turbay debe ser un punto de inflexión, una advertencia de que, si
no cambiamos de rumbo, nos espera un futuro aún más sombrío. No podemos
permitir que el odio y la insensibilidad se conviertan en la norma, ni que la
política se reduzca a un campo de batalla donde todo vale. Es hora de
reconstruir, de priorizar las ideas sobre las balas, y de recordar que, más
allá de nuestras diferencias, somos un solo país.
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