Patón:
Mártir de la violencia
El domingo 11 de agosto de 1991, recuerdo que
era un domingo al despuntar la mañana, recibí la devastadora noticia de la
muerte de Luis María Jiménez. Un grupo de paramilitares había segado su vida.
Consternado, viajé de Yopal a Aguazul, a la casa de mi padre, gran amigo de
Luis María. Allí confirmaron el rumor que ya circulaba: habían asesinado a
“Patón”. Me dirigí entonces al Concejo Municipal, donde yacía su cuerpo sobre
una mesa, cubierto por una sábana blanca. No habían encontrado un ataúd que
pudiera contener su imponente cuerpo. La sangre aún emanaba de los orificios
dejados por las balas, un cruel testimonio de la violencia que lo arrancó de
este mundo.
Aguazul amaneció ese día envuelto en tristeza y
lamento. El pueblo lloraba la pérdida de un líder cuya voz grave, pausada y
poderosa inspiraba esperanza, especialmente entre los más desfavorecidos. Luis
María Jiménez era un símbolo de generosidad y humanidad. Su presencia, marcada
por su corpulencia física y su carácter solidario, dejaba una huella imborrable
en quienes lo conocían.
El ataúd llegó en la tarde del domingo. El
velorio se extendió hasta el lunes o martes, y el entierro fue multitudinario,
con la presencia de autoridades departamentales, líderes políticos y sociales.
Su familia —sus hijos Mauricio, Javier, Ricardo, Zoraida, Patricia, Natalia y
su viuda, María Edelmira Rincón— lo despidieron en el cementerio, ajenos a la
guerra atroz que se avecinaba. Nadie imaginaba entonces el conflicto brutal que
desatarían las autodefensas y la guerrilla por el control del territorio.
La muerte de Luis María no fue un hecho
aislado. Meses antes, el asesinato de Jairo Jaramillo, propietario del Hato
Tamarindo, a manos del ELN, había marcado un precedente. Algunos señalaban a
Luis María como responsable por liderar a campesinos que ocuparon esas tierras,
un hecho que pudo haber desencadenado su trágico final. Su pérdida dejó un
vacío irreparable en Aguazul, donde era reconocido como un líder cálido, humano
y siempre dispuesto a tender una mano.
Mi padre, Manuel Naranjo, evoca con nostalgia
los días en que “Patón” visitaba llego a su finca. Por entonces, él era
propietario de una secadora de arroz, Luis María no sabía leer ni escribir. Mi
padre lo instruyó pacientemente, usando el periódico El Tiempo como
herramienta. Con esfuerzo, Patón aprendió a leer, escribir y gestionar la
contabilidad de su negocio. Pese a su imponente figura, nunca fue violento; al
contrario, su carácter era noble, servicial y afable.
En su trayectoria política, Luis María transitó
por el Partido Liberal, el M-19 y movimientos locales, siempre guiado por su
vocación de servicio. Durante su alcaldía, enfrentó una administración con
recursos escasos, en una época anterior a la bonanza petrolera. Ser alcalde
entonces era un acto de compromiso más que de ambición económica.
Aún lo recuerdo recorriendo Aguazul en su
campero UAZ, un hombre cuya grandeza física y espiritual dejó una marca
indeleble en el corazón del pueblo.
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