Lamento de un Llanero


 

Lamento de un llanero 

Por Juan Manuel Naranjo Vargas

 

Amanece un día cualquiera en la infinita llanura y, en un hato sabanero, vibran los cantos de guarura. El caporal y la peonada inician la tarea diaria al ritmo de este hermoso poema de René Devia. Me llega la nostalgia y el lamento de un llanero que ve cómo se extingue su raza. Orgulloso de haber nacido en el llano, llevo en mi sangre la mezcla de mis ancestros —el indio y el blanco—, mi música y mis costumbres.

 

Cuatrocientos sesenta años de historia forjaron una raza que nació cuidando el ganado en la inmensidad de la llanura, identificada con el caballo. Jinete y montura forman una sola naturaleza, dando origen a la trilogía del llanero: caballo, jinete y bovino. Con el tiempo, esta unión dio paso a manifestaciones artísticas como nuestra música, el baile y el coleo.

 

El ganado criollo casanareño ha marcado nuestro existir, tal vez desde el mismo momento en que pisó la llanura, traído desde tierras lejanas al otro lado del mar. Forjó una raza nueva de hombres y bovinos, parida en un hato jesuita. Allí nació el hombre de tez oscura, mirada profunda, lenguaje sencillo y pata al suelo.

 

Los valores del llanero son claros: ama profundamente el paisaje que lo rodea y se identifica con él. Afirma que de día recorre la sabana y trabaja rudamente en las faenas del llano, mientras que por las noches descansa y comparte con sus compañeros de labores. Valora el coraje personal, es supersticioso, cree en espantos y aparecidos, es solidario, leal, colaborador y hospitalario. Nunca niega comida o agua a quien lo necesite y siempre está dispuesto a ayudar.

 

Es un fiestero innato: baila, canta, enamora y organiza grandes parrandos. Bebe y es tradicionalista en sus celebraciones, como la Semana Santa, la fiesta del 29 de agosto en honor a Santa Rita, el 3 de mayo por el Día de la Santa Cruz, la Navidad y el Año Nuevo. Siempre se le oirá entonando coplas dedicadas al amor perdido, a su caballo o a su sabana. Cree en Dios, es supersticioso y, siendo bastante joven, forma su hogar.

 

El hombre llanero se destaca como experto nadador y navegante, hábil cazador y pescador, artesano de maderas duras y flexibles, constructor de la arquitectura del caney. Viste ropas ligeras —franelas y pantalones cortos llamados guayucos—, usa cotizas y sombrero de pelo de guama. Su dormitorio es un chinchorro de moriche o de cumare.

 

El mestizaje racial y cultural fue un proceso largo, duro y complejo. Finalmente, desembocó en la formación de un nuevo tipo humano, un ser antes inexistente, con rasgos muy definidos y propios. Su adaptación al medio rozó el mimetismo y la identificación: el llanero. Podríamos decirlo de otra forma: un proceso en el que el medio y los hombres se relacionan e influencian intrincadamente hasta producir una nueva cultura, la cultura llanera, la cultura del caballo. 

(Febres, Humberto. En *Unellez*, 1990, p. 49).

 

¡Mi llano nunca ha llorado! porque por el lloran sus hazañas, pero llorará el día que muera el sentir de mi llano, el llanero ese que un día dominó su caballo, el ganado y la sabana. Hizo grande al llano con sus gestas, su valor y su hidalguía. Por el sentir y el vivir de un llanero que habita la llanura, va mi humilde homenaje a esa llama que se extingue, víctima del modernismo y de la pérdida de valores en las nuevas generaciones.

 

Así es la vida, señores: hay dichas y desengaños. Los volantones llaneros se van con rumbo lejano, con el único propósito de ser algo en la vida. Pero el llanero en la ciudad olvida el terreno amado, deja atrás su raza bravía —que casi se ha exterminado— y hasta olvida el orgullo de haber nacido en el llano.

 


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