Dedicado: A mis grandes
amores, mis hijos: Laura y Eduardo
A mi madre por su amor
incondicional y a mis hermanas la negra y la mona
Tabla de contenido
De San Jacinto a las Nubes y de
las Nubes al Cielo
Relatos de la Brigada de Salud
sobre el Río Guayabero
Segunda Carta del Río Guayabero
Dos Meses y Dos Días sobre el Río
Guayabero
Inauguración de la finca de
Jalisco
Fin de mi rural e inicio de mi
vida en San Jacinto
Martes 11 de septiembre de 2001
Festival y Reinado Nacional de la
Palma
La verdad siempre sale a la luz
Elección del candidato a la alcaldía - elecciones 2005
Elección del candidato a la alcaldía
Carta a los sanjacinteños 2007
Mi incursión en la vida
pública - 2008
Retorno de Óscar a San
Jacinto
Viaje de Violeta y Diana
Ángel a México (2010)
Promoción turística de
San Jacinto y El Festival de la Palma
Golpe de estado en las
autodefensas y la amenaza de Navaja
Reunión en Bogotá y
respuesta del estado
Operación contra Navaja:
la intervención de la inteligencia militar
La neutralización de
Navaja y la victoria de la fuerza pública
Grupo de anticorrupción de la
fiscalía
El cambio de nombre de
Guillermo a Florentino
Reflexiones: vendiendo el
alma
El Plan Colombia de la
insurgencia
DE
SAN JACINTO
A LAS NUBES
Y DE LAS NUBES
AL CIELO
Preámbulo
Con el tiempo, la vida revela que cada experiencia deja una enseñanza y
cada encuentro, una marca. Perdemos fuerza, bienes y sueños que creímos
eternos; a cambio, ganamos la riqueza intangible de la experiencia y la
sabiduría de soltar, entendiendo que existir es balancearse entre lo fugaz y lo
perdurable.
Como un río, la vida nos lleva entre corrientes de emociones: el gozo de
los triunfos, el dolor de las despedidas y la calma de los momentos
compartidos. En los pueblos remotos, donde la rutina abraza la incertidumbre,
los sentimientos arden con fuerza. Allí, los amores imposibles brillan como
estrellas fugaces, mientras los deseos de un futuro mejor chocan contra los
muros de la realidad.
La historia de nuestras vidas está tejida con encuentros y desencuentros,
con memorias que nos devuelven a las noches en que las risas resonaron como
promesas o a los amaneceres que nos sorprendieron llorando en soledad. Es en
estos momentos donde el amor, la nostalgia y la esperanza se entrelazan,
recordándonos que incluso en la pérdida hay un gran aprendizaje.
En estas páginas exploraremos el latir de un corazón que se enfrenta a
las paradojas de la vida: el deseo de permanecer en lo conocido y el anhelo de
alcanzar lo desconocido; la felicidad compartida y el inevitable adiós. Es un
viaje por los territorios de lo cotidiano y lo extraordinario, donde los amores
perdidos y otras cosas conforman el mapa emocional que nos guía en esta
travesía llamada vida.
Esta obra nos invita a recorrer un camino de emociones profundas, desde
los abrazos que contienen promesas hasta los silencios que hablan de
despedidas. Nos lleva a adentrarnos en el latir de pequeños pueblos donde la
esperanza se mezcla con el abandono, donde el amor se vive con la intensidad de
quien sabe que el tiempo es breve y donde cada paso nos acerca más a la
comprensión de lo que significa estar vivos.
En los rincones olvidados de la geografía, donde la vida cotidiana se
enfrenta a las adversidades de lo remoto, surgen historias que entrelazan los anhelos
de escapar con el arraigo de lo vivido. Allí, los amores nacen como flores
silvestres: libres e intensos, resistiendo a los vendavales del destino. Es en
estos escenarios donde los deseos de grandeza chocan con las durezas de la
realidad, y donde el deseo de trascender se enfrenta al peso de las
raíces.
"De Amores Perdidos y Otras Cosas” trasciende el simple relato: es
un viaje por las contradicciones del ser. Nos muestra que, entre partidas y
regresos, lo que perdura son las memorias y lecciones que cargamos. Invita a
abrazar el instante, a descifrar lo complejo y a vivir con intensidad, aunque
el cielo siga siendo un sueño lejano.
Capítulo I:
De San
Jacinto a las Nubes y de las Nubes al Cielo
El lunes 25 de enero de 1999 llegué a San Jacinto tras hora y media de
vuelo desde Villavicencio en un DC3 destartalado, más parecido a una chiva que
a un avión. Aterrizó en una pista de tierra rojiza, sin asfalto, donde la gente
aguardaba a que el motor callara para recoger encomiendas y saludar a los pasajeros.
Era mi primera vez solo frente al mundo, en un rincón remoto y áspero, lejos
del abrigo de mi familia y los susurros de mi novia.
Confundido entre mis recuerdos, con miedo de iniciar una nueva vida, de
repente alguien gritó:
—¿Quién es el doctor que viene de la capital?
Supe que era a mí a quien buscaba. Era un joven menudo, flaco, de gafas,
camisa suelta, pantalón arremangado y chanclas, de mirada alegre y aspecto
diferente al resto de las personas que se encontraban en el lugar.
Le dije:
—Soy yo. ¿Qué hubo, mano? Mucho gusto, me llamo Mauricio. Soy el
bacteriólogo del puesto de salud.
—¿Cómo te llamas?
—Guillermo Grosso Valencia.
—¿De dónde eres, compadre?
—De Yopal.
—¿De dónde?
—De Yopal, Casanare.
—¿Y qué vienes a hacer por aquí?
—Pues lo mismo que tú, me imagino: el rural.
—¡Sí!
Caminando por la única, amplia y polvorienta calle del pueblo, nos
fuimos alejando del avión. Al llegar al extremo de la calle, pude observar algo
que parecía una casa abandonada; resultó ser el centro de salud donde pasaría
los próximos doce meses. Me causó frustración observar el abandono, pero en
medio de mi desconcierto apareció el bullicio de la gente. Era la recepción de
bienvenida que me daban el médico, la auxiliar de enfermería, la odontóloga, la
enfermera jefa, el auxiliar de bacteriología… Fue grato el recibimiento.
El médico me dijo:
—Bienvenido, compadre, mucho gusto. Miguel Abadía, me puedes decir
Miguelito. Mira, ella es Milena, la linda del grupo, la odontóloga que va a ser
tu compañera. Pero, pilas, no te vayas a enredar con ella, que es muy jodida y
te puede joder la vida.
Ella soltó una carcajada y luego me presentó a la jefa:
—Esta es la excepción; ya la puedes ver, pero, como toda fea, es buena
gente. Se llama Dora. Él es Francisco, el auxiliar de Mauricio, el bacteriólogo
que ya conoces. Es como medio maricón, pero es muy buena gente. Y Josefa, la
auxiliar de enfermería, mi mocita. ¡Tronco de culo que tiene! ¿No es cierto,
Guille?
—Sí, esta querida. Y por ser el nuevón del grupo, estás cordialmente
invitado a almorzar por parte de todos tus compañeros.
Recuerdo
de mis días de rural
Mi primer día de citas odontológicas pude conocer a mi auxiliar,
Griselda Fonseca, una mujer curtida por los años, de apariencia agria pero
agradable al trato. Esa misma mañana conocí a la chica de facturación, joven,
alegre, de sonrisa permanente. Y bueno, me encontré con Milena nuevamente,
quien me llamó a su consultorio para comentarme cómo funcionaba el área de
odontología. Ella me explicaba mientras yo ponía atención fijamente a sus
comentarios, hasta que me dijo:
—Fresco, no te pongas tenso, que la movida es suave aquí, Guille. Ya tú
verás. No le des mucha confianza a estas viejas, si no, te la montan; en
especial, Irama, la china de facturación.
Fue un respiro contar con los consejos de Milena, escuchar su dulce voz,
el movimiento de sus carnosos y llamativos labios, la ternura de su mirada, sus
grandes y hermosos ojos color miel, su cabello rizado y rubio que le llegaba
hasta la cintura. Me alejé de su consultorio, adormecido por su belleza, hasta
que me encontré con Irama, quien me dijo:
—Bienvenido, doctor. Estoy para servirle en lo que usted necesite.
Espero contar con su amistad. No tenemos pacientes hasta dentro de una hora. Si
quiere, le puedo dar un recorrido por el centro de salud.
De pronto, Griselda interrumpió:
—Niña, no seas intensa con el doctor, que él debe tener novia.
Irama le contestó:
—¿Acaso no puedo ser amable con nuestro nuevo jefe?
Yo le respondí:
—Bueno, la acompaño a conocer y a ubicarme en el centro de salud. Las
instalaciones son muy viejas.
Griselda respondió:
—Irama, pero son las mejores del pueblo y no hay más.
Pude observar que hacía muchos años que por allí no corría una gota de
pintura y mucho menos cemento por los huecos del piso. El deterioro que observé
era el de un hospital de guerra, con amplios ventanales, puertas envejecidas,
carteleras a punto de caer con afiches de promoción de la salud de los años de
"UPA". A pesar de las condiciones, la gente se sentía feliz en su
abandono. En medio de estos momentos de meditación, Irama me interrumpió
diciéndome:
—Cierto, ¿qué es bonito?
Yo le dije:
—Sí, claro.
Me invitó a tomar un tinto en la cafetería. Llegamos, y me saludaron de
manera respetuosa y efusiva las chicas de la cafetería. Me dijeron:
—¿Qué se le ofrece, doctor?
Les dije:
—Dos tintos.
—¿Algo más?
—No, gracias.
Me alejé a una de las mesas con mi auxiliar de facturación. Ella empezó
a contarme sobre las condiciones del clima, que de pronto me sentaría duro, que
allí llovía de abril a noviembre y hacía verano de diciembre a marzo. Le
comenté que de donde yo venía también era así el clima.
—Qué bueno, porque no vas a sufrir; ya estás acostumbrado al clima —me
dijo.
En ese momento me devolví en el tiempo, recordando mi Yopal cuando iba a
llover y las nubes oscuras y tormentosas en el piedemonte se miraban en el
horizonte llanero. Los relámpagos iluminaban el cielo, mientras los truenos
enmudecían la sabana. Las nubes descendían y cubrían con su manto las montañas.
Los vientos estremecían los árboles, y las hojas deambulaban por las calles.
Las gotas de agua empezaban a caer, las tardes se volvían oscuras y comenzaba a
llover.
En ese momento, mi auxiliar me trajo de vuelta con un nuevo
comentario:
—Doctor, tiene que tener cuidado con sus comentarios en cuanto a la
guerrilla o las autodefensas, porque aquí hay de esos grupos y vienen seguido a
llevarse al doctor Miguel y a la jefa.
—Lo otro que debe tener cuidado son las muchachas del pueblo, que en
cuanto se enteren de su llegada, van a hacer cola para que usted las atienda,
pero mucho cuidado, que lo único que quieren es que usted las preñe para poder
salir de este moridero. Pero bueno, doctor, usted no se me vaya a enrollar con
la doctora Milena, que tiene muy mala fama aquí, entre nos. Por ahí dicen que
tuvo su romance con el alcalde, que en sus días de compensatorios se iban para
Villao, comentan que tiene o tenía amores con el notario, pero son simples
rumores. Miguel la molesta, pero ella no le para bolas, y él mismo dice:
"Esta es una mujer que no la amansa nadie".
—Bueno, mi doctor, ya es hora de ir a atender pacientes. Mi primer paciente
fue un humilde campesino que no tenía todos los dientes de la sonrisa, que
jamás en su vida había visitado un consultorio odontológico. Con el temor de su
primera cita, le pregunté qué le pasaba, me dijo que quería que le sacara una
muela que le estaba doliendo, y así fue. Ese día, al finalizar la tarde, me fui
para la casa médica, que estaba en una de las esquinas del lote del centro de
salud, rodeada de maleza, con seis alcobas, sala, comedor, cocina. Se contaban
con algunas comodidades, como el aire acondicionado, televisión y nevera. Allí,
cada cual tenía su cuarto con baño privado y closet. Me encontré con Miguel,
Dora, Milena y Mauricio en la sala.
Miguel me dijo:
—¡Qué tal el día! ¿Cómo te fue con las viejas y los pacientes?
Le dije:
—Bien.
Luego me preguntó:
—¿Si quería ver televisión?
Le dije que sí, me aclaró que solo contábamos con un solo canal de
televisión, borroso y a medias, pero algo se veía.
Luego, las chicas preguntaron si tenía novia, Mauricio que de dónde era
y otros apartes de mi vida personal y académica, preguntaron por Bogotá, que
cómo estaba la ciudad. Fue placentera la tertulia esa noche.
Las
Colegialas
Dicho y hecho. Transcurrida una semana, por fin encontré mi agenda
ocupada toda la tarde. Me pareció curioso; Griselda e Irama se sonreían. Yo no
entendía por qué. Simplemente empecé a notar que todos mis pacientes eran
mujeres jóvenes que cursaban grado décimo u once en el colegio femenino de las
Carmelitas. Recordé el comentario de Irama sobre las muchachas del pueblo. Esa semana
me la pasé todas las tardes atendiendo a las jóvenes del colegio, recibiendo
invitaciones a tomar té helado o algo frío, según ellas. Algunas me dejaron sus
números de teléfono o la dirección donde vivían, por si quería pasar por allí a
visitarlas o invitarlas a rumbear. Me pareció simpático y, a la vez,
pintoresco.
La mayoría de las chicas eran de piel canela, delgadas, con bellas
sonrisas, ojos grandes y negros, de estatura mediana y cuerpos contorneados. La
mayoría de sus familias eran muy humildes.
El recorrido de las adolescentes en el centro de salud incluía
odontología, medicina y laboratorio. Luego de algunas semanas, algunos de estos
hombres caerían seducidos por sus encantos, por la soledad o por el mal de
vereda.
Miguel, el donjuán del centro de salud, solía tener varios romances al
mismo tiempo con las colegialas. A todas les prometía amor eterno y que, tan
pronto terminara su año de servicio social obligatorio, las llevaría a la
capital. Eso sí, bajo una promesa: no contarle a ninguna de sus amigas sobre su
noviazgo. Más temprano que tarde, ellas se comentaban entre sí su romance con
el médico, lo que terminaba en una pelea de adolescentes en el corredor o en la
sala de espera de los pacientes de medicina.
La directora del centro de salud no hacía ningún comentario sobre los
bochornosos espectáculos de lucha libre de las colegialas, por miedo a perder
al único médico del pueblo. Las muchachas aspiraban a conquistar a alguno de
los profesionales del centro de salud para soñar con salir de San Jacinto.
Muchas renegaban del pueblo, que solo tenía cantinas en cada esquina, donde los
empleados de las palmeras se divertían jugando billar, tejo o simplemente
hablando del prójimo. Lo que aspiraban era irse para Villavicencio o Bogotá,
conocer el mundo y las grandes ciudades, porque ser mujer de un jornalero del
palmar, ni de vainas; escasamente hacen lo del diario. Eso es para aguantar
hambre.
Pero la realidad era otra. Muy poquitas lograban continuar sus estudios.
Las que conseguían salir del pueblo eran porque sus familias eran acaudaladas,
por lo general hijas de comerciantes, agricultores y ganaderos. Las demás
tendrían que conformarse con un jornalero del palmar o andar de mano en mano,
como dicen por acá: de amores con los ingenieros del palmar, los doctores del
centro de salud o como mocita de un paramilitar. Las expectativas no eran
muchas o terminaban en un prostíbulo en Villavicencio.
Otras muchachas, por iniciativa propia, tomaban la aventura de salir del
pequeño pueblo en busca de un mejor futuro en una de las grandes ciudades.
Algunas lo lograban con mucho esfuerzo.
Mi
Rutina
Desde mi llegada, los días han sido tranquilos. Atiendo entre treinta y
cuarenta pacientes a la semana, lo cual es muy poca consulta. Carezco de
instrumental adecuado y suficiente, lo mismo que de insumos. Hay días en que me
siento subutilizado. Lo único que me queda es esperar el fin de semana para
recibir alguna invitación por parte del alcalde o algún miembro de la comunidad
a un asado o fiesta veredal, donde seremos bien recibidos con comida y bebida,
en la mayoría de los casos gratis.
Los viernes en la noche salíamos en grupo para el bar "Las
Tapas". El grupo era encabezado por Miguel, que, como buen costeño, era
bullanguero. Allí nos esperaba Borman, el dueño del bar de mayor reconocimiento
de San Jacinto, frecuentado por funcionarios de la alcaldía, juzgado, notaría y
la alta sociedad del pueblo. Contaba con excelente música, desde electrónica
hasta llanera; era un crossover. Siempre me ha gustado la música pop, así que
me dirigí al computador, seleccioné la música, y muchas de esas canciones me
hacían recordar los bares cerca de la universidad, a mi novia, que desde mi
llegada solo era un vago recuerdo.
Nunca me ha gustado el licor, así que pedí al mesero una cerveza
mientras seguía mi rutina de seleccionar canciones. De pronto, una suave voz me
dijo:
—Dale clic a esa, sí, a mí también me gusta.
Le respondí:
—Déjame ver qué has escogido.
Me miró de arriba abajo y dijo:
—Está súper, me gusta. ¿Me invitas a una cerveza?
La sentí diferente; desde mi llegada hasta ese día, Milena había sido
distante. A veces hablábamos cosas puramente técnicas y laborales. Llegué a
pensar que no le despertaba ningún interés.
Pero esa noche, la luna y los astros se alinearon de tal manera que mi
vida, desde ese día, estaría ligada a ella. Esa noche reímos hasta de lo más
estúpido. Sentí que la conocía de hacía mucho tiempo. Después de unas horas de
estar en el bar, nos fuimos en la moto de los técnicos de salud, abandonando al
grupo. Me invitó al mirador, que estaba ubicado al final de la meseta del
pueblo. Desde allí se podía observar el paisaje de sabana y el choque con la
selva. A pesar de que la noche estaba iluminada por la luna, el lugar era
hermoso, con unos kioscos de palma y sillas de concreto.
Esa noche la cobijé con mis brazos. Yo pensaba que ella estaba ebria,
pero no. Me contó sobre su vida, sobre sus padres, que era hija única, que
siempre había soñado con internarse en un pueblo lejano, lejos de las
comodidades de la ciudad, vivir la aventura que da la selva y gozársela para,
algún día, salir corriendo.
—Mi sueño es vivir en Estados Unidos —le dije.
—Estás lejos —respondió.
—He estado ahorrando para irme. Tan pronto reúna el dinero, me iré,
legal o ilegal; el hecho es que quiero vivir ese sueño.
Después de unas horas de sentir el frío de la madrugada, de besarnos y
fundirnos en abrazos, regresamos a la casa médica. Me invitó a su alcoba y me
dijo:
—Vamos a dormir juntos, pero esta noche no pasará nada,
prométemelo.
Le respondí que sí. Dormimos lo que quedaba de la noche.
A medida que fueron pasando los días, mi relación con Milena se fue
estrechando más. Ya no nos llamábamos por nuestros nombres, sino que los
abreviábamos de forma cariñosa. Las conversaciones se volvieron extensas,
filosóficas e intelectuales, llenas de carcajadas por todas las estupideces
banales y superficiales que decíamos. Perdimos la seriedad y se volvieron
divertidas.
Durábamos hasta altas horas de la noche, ella en su pijama color rosa,
con pantalón largo y conejos estampados, y yo con mis pantalonetas y camiseta.
Así pasaron los días, entre cortejos y coqueteos. La noche se convirtió en
cómplice de unos amantes apasionados y enamorados que, durante el día, se
comportaban como desconocidos. El sofá de la sala principal se convirtió en
testigo de nuestro idilio.
Los demás ya casi no permanecían en la casa hospitalaria o pasaban
directo a sus habitaciones, cansados de sus rutinas. Miguel y Mauricio hacían
de las suyas en el pueblo, tomando y gozando con las colegialas. Nos dábamos
cuenta de sus aventuras por los susurros y gemidos de pasión provenientes de
sus habitaciones.
La complicidad se compartía al otro día con una sonrisa burlona y algún
llamado al orden por parte de Dora. Los días transcurrían lentamente y eran
mucho más lentos cuando no se contaba con material médico odontológico en el
centro de salud, porque no se podían atender pacientes o se les pedía que los
compraran en la farmacia del pueblo.
La única diversión entre el grupo de profesionales y técnicos era jugar
cartas y parques. Cuando se volvía a contar con materiales, las filas eran
monumentales en el centro de salud, pero no pasaban más de una semana y todo
volvía a la normalidad.
Con el inicio de la temporada de lluvias llegó la noticia de las
brigadas de salud sobre el río Guayabero. La directora del centro de salud nos
comunicó que esa semana llegaría un nuevo médico que iría para las brigadas y
que uno de los dos odontólogos lo acompañaría.
Me causó sorpresa la noticia, el hecho de alejarme de mi Mile. En la
noche, nos arrunchamos en el sofá de la sala; tratamos de evitar el tema, pero
era inevitable decidir quién iría. Yo pensaba anticiparme y decirle que iría,
teniendo en cuenta las condiciones hostiles del área rural por la presencia de
grupos al margen de la ley, el clima y otros factores. Me iría a la brigada con
el nuevo médico. Estaba enredado entre mis pensamientos y en cómo se lo decía,
cuando ella me soltó el bombazo de que ella iría.
Quedé atónito ante tal decisión inesperada. Traté de convencerla con
todos mis argumentos, pero me fue imposible hacerla desistir.
El recorrido por el río Guayabero duraría máximo tres meses y mínimo un
mes, dependiendo de las condiciones de orden público, el clima y otras
eventualidades. El objetivo de la brigada era brindar atención en salud a las
comunidades indígenas y campesinas apostadas a las orillas del río. El grupo
estaría liderado por el médico, el odontólogo, la enfermera jefa, el vacunador,
el auxiliar de odontología y el auxiliar de enfermería.
El primer lunes de abril, en la mañana, aterrizó en el primer y único
vuelo de la semana el DC3 proveniente de Villavicencio, donde llegó el médico.
Todos estábamos preparados para recibir a un hombre, pero cuando Mauricio
preguntó entre la muchedumbre en la pista, esperando que descendieran los
pasajeros del viejo avión: “¡Vengo por el doctor!”, apareció una mujer
menudita, delgada, de busto prominente, joven, con aspecto de hippie, de
mochila al hombro, pañoleta en la cabeza, camiseta floreada y un tatuaje
multicolor que iniciaba en la parte alta del brazo y terminaba en la
muñeca.
Era un evento la llegada de un nuevo miembro al centro de salud, así que
hubo fiesta y francachela. Andrea resultó ser una persona extrovertida, alegre
y muy divertida; nos contó todos los avances de la vida moderna en la gran
ciudad. Fue una gran sorpresa la llegada de Andrea, porque todos esperábamos a
un hombre.
Al siguiente día, la directora nos convocó a una reunión en su oficina
para definir el grupo de la brigada y ultimar detalles. Rebeca Linares, la
directora, era oriunda de San Jacinto, hija de un acaudalado ganadero. Ella se
caracterizaba por ser una mujer sin carácter, sin capacidad para tomar
decisiones y, en especial, con los profesionales del centro de salud, por miedo
a perderlos. Era muy difícil que alguien cuerdo tomara la decisión de irse a
ese apartado rincón de la humanidad, dominado por las inclemencias. Ella me
preguntó si iría a la brigada, y Milena la interrumpió diciendo:
—No, iré yo.
Miguel se ofreció a ir para contar con la presencia de un hombre más. En
la reunión se definió el personal y los temas logísticos: alimentación,
combustible y suministros médicos. Se fijó como fecha de salida el diez de
abril. La reunión se dio por terminada después de media hora.
Esa noche, después de compartir un buen rato con el grupo en la sala de
la casa médica, y en especial escuchando a Andrea, nos dispusimos a irnos a la
cama, dándonos el saludo de buenas noches, cuando Milena, con un guiño, me
llamó a su habitación.
Llegó el día de salida de la brigada. Todos los profesionales del centro
de salud fuimos, a las cinco de la mañana, a acompañar al grupo de compañeros
que se disponían a partir por un mes por el río Guayabero. Estuvimos en el
puerto hasta que perdimos de vista la embarcación en el horizonte.
Con un sentimiento de tristeza regresé al puesto de salud, pensando en
ella, si estaría un mes, dos o tres. La consulta estuvo llena todo el día, sin
tiempo de hablar con los demás. En la noche, cuando regresamos a la casa médica,
se sintió el vacío de Milena, como el de Guillermo. Me sentí huérfano de
cariño, sin ganas de hablar con Andrea, que veía televisión en compañía de
Dora. Mauricio, como de costumbre, se encontraba tomando en el pueblo, haciendo
de las suyas con las colegialas y bebiendo en el bar Las Tapas, que era su
oficina, en compañía de su fiel auxiliar y compañero de parranda,
Francisco.
Las lluvias llegaron con una fuerte intensidad; parecía que se hubiese
roto una fuente en el cielo y no paraba de llover durante todo el día y la
noche. Se detenía un día y volvía con mayor intensidad. Las lluvias hicieron
que la consulta se redujera considerablemente. Con tanto tiempo libre, nos
dedicamos a jugar parques y cartas durante el día. Los días eran lentos,
oscuros y fríos.
Pasó casi un mes para recibir las primeras noticias de la brigada de
salud, por parte de la Armada Nacional, que los había encontrado varados en la
ribera del río, cerca de Puerto Concordia, y los había remolcado hasta allí, a
la espera de solucionar los problemas mecánicos. Los militares entregaron las
cartas que enviaron a la directora del puesto de salud. La directora me hizo
entrega de una de ellas, que venía a mi nombre.
Relatos
de la Brigada de Salud sobre el Río Guayabero
Milena me describía su aventura sobre el río Guayabero como la niña a la
que llevan por primera vez al zoológico. Ella se sentía en un safari por la
Orinoquía, describiéndome un sinfín de aves, monos, fieras salvajes y caimanes
que observaba desde la embarcación que los transportaba, la cual estaba
acondicionada como unidad móvil de salud fluvial, donada y acondicionada por
una embajada para atender a la población ribereña, indígenas y colonos.
Los primeros días llegaron a caseríos indígenas ubicados a seis horas de
San Jacinto, donde brindaron atención médica y odontológica, suministraron
medicamentos y vacunaron a algunos niños de la comunidad.
En esta primera parte duraron ocho días debido a las crecientes del río.
Luego continuaron su recorrido hacia Matelarga, un pequeño caserío poblado por
colonos oriundos de diferentes regiones del país. La comunidad los esperaba
ansiosa, porque los servicios de salud rara vez llegan a estos lugares. Después
de días de solo comer pescado, cambiaron el menú por gallina. Allí conoció a Pedro
Jalisco, el dueño del Home Center de la selva. Podías comprar desde un motor
fuera de borda, una puntilla, hasta un fusil AK47, R15 y munición. Un completo
mercader, hombre de amplia sonrisa, buen humor, calidez y amplias atenciones
con el grupo de salud. Durante los días que estuvo la brigada, hizo presencia
la guerrilla de las FARC, del Frente Cuarenta y Cuatro. Nos solicitaron que nos
presentáramos, pidieron documentos y solicitaron atención para sus tropas. En
la noche fueron invitados a una fiesta organizada por el comandante Manba,
quien llamaba la atención por su cicatriz en el arco superciliar derecho y
párpado caído. La imagen de un hombre cruel, que intimida con su mirada, aterró
al grupo de salud, que tomó como una orden su invitación.
El grupo de salud llegó a la fiesta sobre las ocho de la noche. Fue
recibido por Pedro Jalisco, con su amabilidad y cortesía, quien les ofreció
whisky y hielo en medio de la selva y los llevó a la mesa principal, donde
estaba Manba, que solo permitió la presencia en la mesa de Miguel y Milena. La
fiesta estaba amenizada por un grupo de música popular que cantaba corridos
prohibidos dedicados a Manba y sus cabecillas, y al final terminó con un grupo
vallenato. Al regresar a la embarcación, notó que Leticia, su auxiliar, que
compartía cuarto, no estaba y llegó al amanecer.
Rumbo a Puerto Concordia, durante este recorrido, la embarcación sufrió
una avería mecánica y duró un día esperando el auxilio de la Armada Nacional,
que los remolcó a la base fluvial para prestarles asistencia mecánica.
De sus primeras cartas hasta su regreso, nunca me demostró sentimientos
de dolor por nuestra ausencia. Sentí como si hubiese sido algo pasajero o
fugaz, sin importancia nuestra relación, o quizás no le importaba.
Segunda
Carta del Río Guayabero
El punto más distante contemplado para visitar por la brigada era Puerto
Cachicamo, donde había presencia tanto de guerrilla como de autodefensas.
Después de un mes y diez días llegaron al lugar, superando dificultades
técnicas y climáticas. Durante el recorrido se podía observar que en los
asentamientos de colonos la presencia de hombres era de diez a uno en relación
con las mujeres.
La moneda y la economía giraban en torno a la base de coca. Los días
eran calurosos y el bochorno de la humedad era alto. Mientras la embarcación se
desplazaba por el río, el grupo de salud se entretenía jugando cartas o
parques. La tripulación de la embarcación mantenía cierta distancia con el
grupo de salud, en especial con el médico y la odontóloga, a quienes se dirigían
con mucho respeto y admiración.
El indio Canai, muy conocido en la región y apreciado por la comunidad,
llevaba veinte años trabajando como vacunador. Era un hombre de baja estatura,
de piel morena, servicial y siempre atento a colaborar con las tres mujeres del
grupo. La auxiliar de enfermería, Aminta, vivía su primera experiencia por el
río. Nació en San Jacinto, pero se crio en Villavicencio; siempre se mostraba
temerosa e insegura. Miguel la vivía molestando a su manera para relajarla. La
situación sobre el río era intimidante, desde el aullido de los monos, los
cantos de chenchenas, paujiles y guacharacas, hasta la presencia de grupos
armados. Por otro lado, Leticia, la auxiliar de odontología, manifestaba que
esto era lo que más disfrutaba de trabajar en salud: servirle a los más
necesitados. Se veía muy feliz describiendo cada uno de los lugares donde había
vivido de niña y constantemente charlaba con los miembros de la tripulación de
la embarcación.
El indio Canai se refería a ella como una mujer de ropas ligeras, que se
acostaba con el primer hombre que le gustaba, que era amante de Manba y había
sido mujer de Pedro Jalisco. Ella, físicamente, no parecía ser de la región por
su piel blanca, ojos verdes claros, nariz perfilada, rasgos finos, delgada y de
baja estatura. Con las referencias del indio Canai sobre Leticia, Miguel desde
el primer día la evitaba, aunque ella actuaba con melosería con él.
Al llegar a Puerto Cachicamo, el recibimiento fue con pólvora y música
de las cantinas del caserío, y con la respectiva fiesta de las autoridades
locales, la autodefensa. La sensación en el ambiente era algo hostil, ya que
pocos meses antes habían desplazado a la guerrilla del lugar. El comandante lo
apodaban "El Gringo" por su aspecto: alto, rubio, de ojos azules;
parecía más un explorador europeo que un paramilitar.
Ese día solo se atendieron miembros de la autodefensa, la mayoría con
malaria. La bodega estaba atestada de quinina y cloroquina. La mayoría de los
pacientes llegaban moribundos, con una palidez sepulcral que aterraba, pero
mientras unos morían, otros bailaban, cantaban y tomaban. Miguel atendía con
Aminta en un pabellón de guerra hecho por los paramilitares a los enfermos de
malaria y pedía ayuda a Milena y al resto del grupo. Algunos de los pacientes
morirían allí durante los días que estuvo la brigada de salud. Miguel solo le
entregaba los medicamentos al enfermero de los paramilitares y la fórmula para
cada paciente. Visitaba en las mañanas las matas de monte alrededor del
caserío, donde en hamacas agonizaban algunos jóvenes o esperaban sobrevivir a
la enfermedad con el tratamiento del doctor.
La mayoría del grupo de salud manifestaba su temor a enfermar por la
zancudada presente en el lugar, que era mayor que en los otros lugares visitados.
Miguel recomendó usar todo el tiempo ropas largas impregnadas de repelente y
evitar salir de noche de la embarcación. Sin embargo, Leticia salía a tomarse
unas cervezas o unos amarillitos con el comandante El Gringo y regresaba a la
madrugada. La brigada estuvo diez días allí y luego inició su retorno a San
Jacinto, con su respectiva parada en cada uno de los puntos visitados.
Carta
#3
De nuevo en Puerto Concordia, allí representaba la institucionalidad.
Había presencia de la Armada, un helipuerto, lanchas rápidas artilladas
(pirañas), billares y cantinas, soldados con chalecos antibalas apostados en
cada esquina, protegidos por trincheras. También se veía la presencia de
comunidades indígenas numerosas, deambulando por el pueblo en busca de dulces y
globos inflables en la unidad móvil fluvial de salud. Los colonos, gente en
busca de oportunidades, sumidos en la pobreza, pero con la esperanza de
encontrar fortuna con la coca.
Allí, la atención de pacientes fue tranquila, sin las angustias de
lidiar con la muerte ni con el miedo de contraer la enfermedad. La mayoría de
los pacientes eran indígenas, algunos colonos y miembros de la Armada
Nacional.
Leticia, como siempre parrandera, sugirió que saliéramos a tomar algo a
la cantina "El Portal", que allí ponían buena música. Miguel, que era
un hombre parrandero, actuaba con prudencia. Inicialmente dijo que no, pero
finalmente aceptó, con la condición de que todos fuéramos. El sitio estaba
lleno de miembros de la Armada y algunos colonos, dueños de cocinas cocaleras.
Como siempre, Leticia llamaba la atención hasta que llegó a nuestra mesa el
comandante de la Armada en Concordia, el capitán Farinas, quien se presentó e
invitó a bailar a Leticia. Solo la volvimos a ver al otro día. Durante la
madrugada, el grupo de salud regresó a la unidad móvil fluvial.
Después de diez días en Concordia continuamos nuestro regreso con una
parada en Matelarga, donde la situación era algo tensa por la presencia de
Manba.
Dos
Meses y Dos Días sobre el Río Guayabero
Fueron dos días de trayecto en el buque, que se desplazaba lentamente a
contracorriente para llegar a Matelarga. Al llegar, solo nos salieron a recibir
colonos e indígenas. No se sintió la presencia de la guerrilla. Ese día volvió
a aparecer Pedro Jalisco, con la cordialidad y buena vibra que irradiaba.
Invitó a todo el grupo del buque de salud a almorzar, y fue un alivio cambiar
el menú, porque el pescado ya nos tenía cansados. Nos ofreció un suculento
sancocho de gallina, cuyas presas parecían de pavo, cerveza fría y televisión
satelital. Todas las comodidades de la vida moderna en medio de la selva.
Matelarga era una inmensa isla en medio del río Guayabero, con un
pequeño caserío del mismo nombre, que funcionaba como centro de provisiones
para la guerra. Multi Center, la ferretería de Jalisco, sorprendía, porque ni
en San Jacinto había una con igual surtido. La arquitectura de la fachada en
madera se asemejaba a una tienda de camino de una película gringa. Llamaba la
atención. Él simplemente decía:
—Soy un inversionista que cree en la región.
Cuando tomó confianza empezó a hablar de su experiencia en el mundo, del
tiempo que vivió en el exterior. Sus modales y su expresión corporal denotaban
una alta formación educativa. Leticia mostraba desinterés por la conversación
que sostenía con Miguel y Milena. Ella decía:
—Él y sus embustes. Es un encantador de serpientes, negocia con todos y
es amigo de todo el mundo.
Para el quinto día nos disponíamos a partir cuando apareció Manba con su
tropa y dijo que el grupo de salud se iba cuando él lo dijera. Miguel, de
manera respetuosa, le explicó los argumentos de la partida, pero no lo
permitieron, así que ahora estábamos sujetos a las órdenes de Manba.
El grupo se dispuso a seguir atendiendo en Matelarga a miembros de la
guerrilla. La mayoría pasaban al médico por enfermedades generales y a
odontología. El día fue extenuante debido al gran número de insurgentes
atendidos, la mayoría jóvenes adolescentes y unas pocas chicas, todos muy
silenciosos. Algunos con uniforme militar, otros de civil, pero con fusil.
Matelarga era un paraíso de tranquilidad para ellos, porque ni la Armada ni la
autodefensa se atrevían a llegar allí. Era un punto de control estratégico de
la guerrilla para sus negocios de narcotráfico. La moneda allí era la pasta de
coca y los dólares americanos.
Esa noche, Manba invitó a una fiesta al grupo de la brigada de salud. La
mayoría de los invitados eran miembros de la insurgencia y, por supuesto, Pedro
Jalisco. La fiesta la hicieron en un gran caney comunitario, y la música era
vallenato y música popular o de despecho. A Manba no se le conocía una buena
cara y, desde que llegó, se le notaba más mal encarado que de costumbre.
Al llegar a la fiesta, Manba invitó a bailar a Milena, luego bailó con Aminta
y, por último, con Leticia. Al terminar de bailar la llevó a un rancho junto al
caney. La luz era tenue, pero los demás se podían dar cuenta de que discutían.
Sin embargo, al final él se fue.
Manba ya se había enterado de los amores de Leticia con el Gringo y con
el capitán Farinas, por eso le reclama. Pero ella le decía: 'Usted se deja
llenar la cabeza de embustes muy fácil. No se preocupe, hombre, disfrute la
fiesta.
La fiesta continuó y el grupo de salud se mantuvo allí. Milena y Aminta
le preguntaron a Leticia si las cosas estaban bien, si no era peligroso por la
discusión que había tenido con Manba. Ella dijo que no:
—Perro que ladra no muerde.
Pedro Jalisco dijo que eran arrebatos de Manba, que ya se le pasaría. La
fiesta transcurrió. Todos se relajaron, el trago abundaba. Miguel bailaba con
Leticia y Aminta, mientras Pedro Jalisco hablaba y cortejaba a Milena. Bailaban
por momentos. El resto de los participantes tomaba cerveza y disfrutaba de la
fiesta. Como a las dos de la mañana apareció Manba de manera violenta con
varios de sus hombres e irrumpió en la mesa de salud, cogiendo del cabello a
Leticia. Él le decía:
—Usted es una perra.
Sacó la pistola que portaba en el cinto. Ella se fue hacia atrás,
soltándose el moño de su cabellera y golpeando su cabeza contra la pared del
rancho que pegaba con el caney. En ese momento sonó el estruendo de un tiro de
nueve milímetros que se incrustó en la frente de Leticia.
El impacto hizo que su cabeza golpeara nuevamente contra la pared y su
cuerpo rebotó, cayendo sobre las piernas de Milena. Todo el mundo salió
corriendo, excepto Milena, que quedó petrificada con el cuerpo inmóvil de
Leticia en sus piernas, y la sangre que le salía por la boca, la nariz y la
frente recorría por las piernas de Milena y caía al piso.
La mayoría de los participantes de la fiesta salieron corriendo a una
platanera, incluidos los de salud, y fueron regresando. Milena demoró unos
minutos en entrar en llanto. Regresó Miguel, le tomó el pulso a Leticia, la
retiró de las piernas de Milena, le cerró los ojos y la puso sobre el piso.
Solicitó que trajeran una sábana para cubrirla. Miguel mantenía la calma, con
los ojos humedecidos en lágrimas. Los demás miembros de la brigada de salud
lloraban. Tomaron la decisión de ir al buque y traer una camilla para llevar el
cuerpo al buque mientras tomaban una decisión.
El grupo entró en crisis por lo ocurrido. Los miembros de la tripulación
discutían sobre partir tan pronto como rayara el sol, pero no se ponían de
acuerdo respecto al tiempo que tomarían en llegar a San Jacinto. De pronto
apareció Pedro Jalisco, quien ofreció una lancha rápida con dos motores para
llevar el cuerpo de Leticia, a Milena y a Miguel de regreso al casco urbano. Al
amanecer, la guerrilla ya había desaparecido.
Bajaron del buque el cuerpo inerte de Leticia, cubierto en una sábana
blanca manchada por su sangre, que las moscas pisoteaban. Milena y Aminta no
paraban de llorar. A las seis de la mañana ya estaba lista la lancha rápida
para partir a San Jacinto. Se estimó que en doce horas estarían allí, dijo el
operador de la lancha rápida de Pedro Jalisco. Durante el recorrido, el
golpeteo de la lancha era fuerte. La brisa sacudía el cabello de las mujeres y
movía la sábana que cubría el rostro de Leticia. Miguel se apresuró a atar la
sábana para evitar que se siguiera viendo el rostro de Leticia.
Al final de la tarde llegaron a San Jacinto. La noticia ya se conocía allí
de la muerte de uno de los miembros de la brigada de salud. Al llegar al puerto
estábamos todos los funcionarios del centro de salud, acongojados y tristes por
la noticia. También hacían presencia el alcalde, la policía, la fiscalía y los
de la funeraria, quienes llevaron el cuerpo al anfiteatro municipal para el
levantamiento y la autopsia.
Milena, tan pronto como llegó, se abalanzó sobre mí, abrazándome fuerte
y atacando a llorar. Miguel también lloraba, y los demás miembros del centro de
salud también lo hacían.
Regresamos a la casa esa noche; nos reunimos en la sala para rodear a
Miguel y Milena, sin preguntas, simplemente nos abrazamos. Después de unas
horas de susurros y de darnos ánimo unos a otros, nos fuimos a dormir. Milena
me pidió que la dejara quedar en mi habitación.
Al día siguiente, el centro de salud estaba decorado con cintas moradas
en señal de luto. La bandera de Colombia a la entrada estaba a media asta. Se
alistaban los preparativos para el entierro, que contaría con la participación
de la comunidad de San Jacinto y las autoridades eclesiásticas, civiles y
militares.
Al final de la tarde se desarrollaron las exequias con una
multitudinaria participación de la comunidad, rechazando el atroz asesinato de
la funcionaria de salud, que perdió la vida en ejercicio de su labor.
Pasaron varios días para que regresara la normalidad al centro de salud.
Durante los días de duelo, todos estuvimos afectados, en especial quienes
vivieron el evento. La directora nos citó a todos a una reunión para
manifestarnos su pesar y dolor por la pérdida de Leticia, y para comunicarnos
que, por lo que restaba del año, se cancelarían las brigadas fluviales hasta
que se garantizara el respeto a la misión médica por parte de los grupos al
margen de la ley.
La vida en el centro de salud regresó a su normalidad. Mauricio, Miguel
y Francisco seguían su vida de casanovas en el centro de salud y en el pueblo.
Constantemente me invitaban a sus carnavales de fin de semana, pero yo les
huía.
Mi relación con Milena era muy discreta dentro de la institución, pero
apasionada en la casa médica. Salíamos en las noches a comer hamburguesas o
helados y nos íbamos caminando, tanto de ida como de regreso al hospital. Ella
estaba por completar su octavo mes de servicio social obligatorio. Contaba los
días para regresar a Bogotá e irse a cumplir su sueño americano de vivir en
Nueva York. Yo simplemente la escuchaba; poco hablaba de su familia y le
molestaba que le preguntara por ellos.
Un día, después de ir al bar Las Tapas, nos prestaron una moto del
hospital y fuimos por segunda vez al mirador de la meseta. Allí, sin que yo
preguntara, me contó que su padre era un coronel de la policía activo, que su
madre vivía con él en Cartagena, pero que él tenía una amante desde hacía mucho
tiempo. Su madre lo sabía, pero lo aceptaba. Sin embargo, ella lo había mandado
a la mierda cuando se enteró. No hablaba con su mamá por lo estúpido que le
parecía aceptar esa situación y no dejarlo. Me contó que hacía ocho meses no
hablaba con ellos.
Esa noche me dijo que no me ilusionara con ella porque pronto se iría,
que, si quería, consiguiera otra persona, que este no era su mundo ni el mundo
donde ella quisiera realizarse.
Al día siguiente, Rebeca Linares, la directora del centro de salud, nos
volvió a convocar a una reunión para comentarnos sobre nuevas brigadas de salud
por tierra a un caserío llamado El Madroño, de influencia cocalera, rodeado de
plantaciones de palma de aceite y donde una compañía petrolera acababa de
descubrir un pozo petrolero. Había una carretera recientemente construida por
la multinacional.
Nos presentó al jefe de relaciones con la comunidad de la multinacional,
quien manifestó el interés de colaborar con la logística y la intención de
construir en el poblado un centro de salud moderno, con el propósito de
transformar el centro de salud de San Jacinto en un hospital, como aporte a la
comunidad.
La brigada iniciaría la próxima semana; la petrolera pondría camionetas
e insumos. Solo era necesario solicitar el pedido, y el próximo lunes estaría
listo para partir hacia el caserío El Madroño. Después de la presentación del
ejecutivo de la multinacional, este se fue. La directora nos preguntó quiénes
se querían ofrecer para la brigada. Milena fue la primera en ofrecerse; Miguel
dijo que él ya había estado en la anterior, que lo justo era que fuera Andrea.
Yo me ofrecí, pero Milena dijo:
—Déjame ir, que a mí me gusta.
Se conformó el grupo que iría una vez al mes por una semana. Esta vez,
el grupo fue acompañado por la logística de la petrolera y la Armada Nacional.
Durante una semana estuve perdido de mis ricitos de oro de ojos color miel. Al
regresar, me contó, alarmada, que se había encontrado en El Madroño con Pedro
Jalisco, quien era el dueño de la posada donde dormían los funcionarios de la
petrolera y el grupo de la brigada, y que la mayoría de los vehículos
alquilados de la petrolera eran de él. Pero en el caserío, el negocio fuerte
era la coca. Me contó que varios pacientes le ofrecieron, como medio de pago,
pasta de coca por los tratamientos odontológicos extras, fuera de los horarios
de la brigada. Pedro Jalisco se ofreció a comprársela y se la pagaba en
dólares. Ella me contaba, feliz, que su sueño estaba cada día más cerca.
Ella continuó con su rutina de brigadas en El Madroño. Yo seguía con mi
consulta en el centro de salud, que día a día incrementaba por el boom
petrolero. La petrolera había iniciado trabajos en el lote del centro de salud
para construir un hospital moderno en ocho meses.
Los fines de semana se volvieron mis reencuentros con Milena. La casa
médica estaba solitaria; el único día ruidoso era el sábado hasta el mediodía,
cuando terminaban sus labores los maestros que construían el nuevo hospital de
San Jacinto. Ella me relataba su rutina en El Madroño y cómo cambiaba el
entorno con la presencia de la petrolera. Se veía progreso: mucha gente
haciendo negocios, abriendo restaurantes, posadas, prostíbulos y cantinas que
abundaban.
La presencia de la guerrilla se había hecho más fuerte en El Madroño, y
en las cercanías de San Jacinto lo controlaban las autodefensas. La situación
era tensa. La Armada solo se dedicaba a hacer patrullajes en el pueblo y sobre
el río Guayabero.
El último mes de Milena, le pedí que renunciara a su sueño, que se
casara conmigo, que dejara de pensar en una vida de aventurera y pensara un
minuto en lo que sentíamos el uno por el otro, que no era solo sexo. Más que
amantes, éramos un par de enamorados de la vida y de las pequeñas cosas que nos
ofrecía la vida en San Jacinto. Como siempre, su respuesta fue un rotundo
"¡no!" definitivo, que me dejó devastado. Me dijo que yo sabía las
reglas desde el principio, que este no era su mundo, que su sueño americano no
se lo arrebataba nadie, que por qué no me iba con ella, que eso sí era una
buena idea, en lugar de quedarme en ese pueblo. Por un instante lo pensé, pero
finalmente le dije que no. Entonces, me dijo que las reglas estaban claras, dio
media vuelta y se dirigió a su alcoba con un gesto de molestia. Decidí no
seguirla y me dirigí a mi cuarto con la moral baja y sin ánimos, sintiendo que
la perdía.
A la mañana siguiente, nos encontramos en el restaurante. Se quedó
mirándome con una tierna expresión y me hizo un guiño con su ceja, invitándome
a sentarme junto a ella. Estaba molesto, pero una hermosa sonrisa bastó para
desarmar mis resentimientos. Me agarró de la mano, puso su cabeza sobre mi
hombro y me dijo:
—¿Cómo amaneció mi gruñoncito? ¿Ya se te pasó el mal genio?
Me senté junto a ella. Apareció Maura con su tono alborotado y
dijo:
—¿Cómo están mis tortolitos? ¿Qué quieren de desayuno?
Nos tomó el pedido y se alejó mientras continuábamos nuestra
conversación.
Regresamos al hospital. Ella me sugirió que habláramos con la directora,
Rebeca Linares, y le propusiéramos que, por lo que restaba del mes, no se
hiciera más atención odontológica en El Madroño para poder compartir más
tiempo. Hablamos con la directora; al principio no quería, pero al final
accedió.
Fueron los mejores y más felices días de mi vida de rural. Me dediqué a
compartir mis días y noches con ella, a sabiendas de que el desenlace iba a ser
doloroso, hasta que llegó el desolador día. Se organizó una fiesta de despedida
con la participación de los funcionarios del centro de salud, los directivos de
la multinacional y amigos de la alcaldía de San Jacinto, entre ellos el alcalde
y, entre otros invitados que me llamaron la atención, estaba Pedro Jalisco. La
fiesta se organizó en la discoteca Las Tapas; fue un evento privado. Había un
conjunto vallenato y un conjunto de música norteña.
Fue todo un evento la despedida de Milena. Ese día me di cuenta del
aprecio que le tenían los directivos de la multinacional petrolera y Pedro
Jalisco, quien llegó a la fiesta con el comandante de la policía y el de la
Armada, que venían de civil. Esa noche fue la primera vez que vi a Pedro Jalisco,
quien al presentarse me dijo:
—¿Conque tú eres el afortunado que se robó el corazón de esta
hermosura?
Me saludó con un gran abrazo, con su tono fuerte al hablar y una
carcajada estruendosa. Me pareció carismático y agradable. El whisky abundaba,
y Miguel, Francisco y Mauricio se sentían en el paraíso.
Rebeca Linares tomó la palabra por el centro de salud, dio unas palabras
de agradecimiento y le entregó una placa de reconocimiento por su labor, valor
y entrega con la institución. Lo mismo hicieron los petroleros y Pedro Jalisco.
Por último, hablaron sus compañeros, y fui el último en intervenir,
expresándole mis mejores deseos en su nueva aventura y contándole a los
presentes mis infructuosos intentos de hacerla desistir de su proyecto.
Finalmente, habló ella. Se expresó muy bonito; no era de discursos, pero ese
día le fluyeron las palabras. Me invitó a seguirla en su aventura. Cuando
terminó, una gruesa lágrima recorrió su mejilla, se dirigió hacia mí, me abrazó
y me dijo al oído que me amaba. Le respondí:
—Yo a ti.
Esa noche le dediqué la canción de los amores imposibles y eternos de
Miguel Bosé: Te amaré.
Regresamos de madrugada a la casa médica para dormir un rato, porque
para lo que restaba del día estaba programada una "mamona a la
llanera" en la finca del alcalde. A las 11 de la mañana apareció Pedro
Jalisco, quien había quedado en recogernos para ir a la finca del alcalde. Yo
estaba listo, pero Milena y el resto de las mujeres no, así que aproveché para
conversar con Pedro Jalisco, quien se desbordaba en elogios para Milena. Me
dijo:
—Esa mujer es una joya, tú sí tienes suerte, pero la dejas ir.
Le dije:
—Ella es muy terca y eso es lo que quiere vivir, y entre mis proyectos
no está irme a vivir al exterior.
Al fin estuvieron listas las chicas; nos fuimos en la camioneta de
Jalisco, una Toyota Burbuja de vidrios oscuros que sobresalía por encima de los
humildes vehículos que se movilizaban por las calles polvorientas de San
Jacinto.
La finca del alcalde era una hermosa propiedad con piscina, sala de
billar, mesa de ping-pong y un gran caney donde estaban los mismos invitados de
la noche anterior. El licor abundaba; me ofrecían, pero trataba de tomar con
moderación. La fiesta duró ese sábado, el domingo y el lunes. El lunes llegaba el
único vuelo de la semana, que posiblemente traería al reemplazo de Milena y la
llevaría de vuelta a Villavicencio para continuar su viaje a su natal
Bogotá.
El lunes fuimos el grupo de profesionales del centro de salud, y allí
llegó Pedro Jalisco a despedirla. Ese día fue melancólico y doloroso. Las
chicas lloraban. Mauricio, Miguel y Francisco estaban con los ojos llorosos.
Miguel decía:
—No joda, es que uno les coge aprecio a los amigos.
Sobre las 10 de la mañana llegó el viejo DC3. Recordé el primer día
cuando, con un alarido, Mauricio dijo:
—¿Quién es el doctor que viene para el centro de salud?
Mientras bajaban los pasajeros del avión, esperamos a que terminaran de
bajar y nadie respondió.
—Mierda —dijo Miguel—, no le consiguieron reemplazo a la
princesita.
Ella se subió al avión, mandándonos besos y diciéndonos lo mucho que
quería al grupo. Estuvimos en la pista hasta que el avión despegó. Ese día
sentí que una parte de mi vida se me iba. Sentí un dolor que me llevó a
decirles a Miguel, Mauricio y Francisco:
—Hoy sí les acepto un trago.
—Por supuesto, compadre —dijo el viejo Miguel.
El resto del día pasó silencioso. Irama y Griselda respetaban mi
silencio, que expresaba el dolor de mi pérdida. Esa noche me fui con mis
compañeros del centro de salud; tomé hasta perder la conciencia. No supe cómo
llegué al centro de salud. Lo último que recordaba era el bar Las Tapas.
Me levanté al día siguiente con una resaca terrible. Andrea me dio unos
analgésicos y me inyectó porque me sentía incapaz de ir a trabajar. Pero
después de las atenciones de Andrea me sentí mejor. Continué con mi rutina de
atender pacientes. Al final de la tarde me llamaron de la oficina de la
directora: tenía una llamada. Era Milena, para contarme que ya estaba en
Bogotá, en casa de su madre. Me dijo que me extrañaba mucho, que, si quería
llamarla, escribiera el número de teléfono de su casa, que iba a esperar mis
llamadas a las 7 de la noche todas las noches, y se despidió enviándome muchos
besos. Continué mi jornada laboral, ansioso de que llegara la noche para
llamarla. En el tiempo que llevaba en San Jacinto jamás me había preocupado por
preguntar dónde quedaba un telecom, porque con mi familia me comunicaba por
cartas.
Fui al restaurante de Maura en la noche a cenar y luego me desplacé al
telecom. Le marqué, y de inmediato me contestó:
—Hola, cariño, soy tu bebé.
Me causó risa. Me contó detalles de su viaje en el DC3 y luego el viaje
en bus de Villavicencio a Bogotá, y de volver a hablar con su madre después de
casi un año de ausencia. Me habló de las novedades en la casa: que tenían un
televisor moderno muy delgado e internet, que había que abrir una cuenta para
poder acceder a un correo electrónico.
—Ojalá llegue pronto a San Jacinto para no perdernos el rastro cuando
llegue la hora de partir para los Estados Unidos —me dijo.
Me contó que la semana siguiente iniciaría los trámites de su visa.
Hablamos como dos horas. Me preguntó por todos en el centro de salud, por el
pueblo. Me dijo que se sentía rara en la ciudad, que su mamá estaba furiosa por
lo del viaje al exterior y que le faltaba contarle a su papá que no estaba en
la ciudad. Hablamos, y al final quedamos en seguir hablando todas las noches a
la misma hora.
La vida continuó con normalidad en el centro de salud. Las obras
avanzaban a pasos agigantados. Había cumplido nueve meses de estar en San
Jacinto. Miguel era el próximo en terminar su año de servicio social
obligatorio, pero le habían ofrecido seguir como médico de planta, y él estaba
interesado. El reemplazo de Milena no llegaba. La consulta odontológica estaba
muy pesada. La directora, Rebeca Linares, nos convocó a su oficina. Pensábamos
que era para brigadas a El Madroño o sobre el río Guayabero, pero en esta
ocasión nos comentó que nos reunía para invitarnos a la fiesta de grado de
médico que su familia le ofrecía a su hija, Amalia Rosa Estrada Linares, quien
iba a reemplazar al doctor Miguel. El grupo, en coro, aceptamos la
invitación.
La fiesta fue un sábado en la tarde, en la finca de campo de la familia
Linares. Francisco Linares, el padre de Rebeca Linares, era el terrateniente
más grande de la región y un famoso ganadero. Federico Estrada, esposo de
Rebeca, era el notario del pueblo. La alta sociedad hacía presencia. Todos
teníamos curiosidad por conocer a Amalia Rosa, hasta que apareció una joven de
cuerpo estilizado con un vestido ceñido que delineaba su figura, de piel
blanca, ojos oscuros, cabellera negra y hermosa sonrisa. Una mujer elegante y
bella. Miguel dijo:
—Tronco de hembra.
Todos quedamos impactados con su belleza. Ella se acercó a donde
estábamos, junto a la jefa Linares, quien nos presentó. Saludó a todos los
presentes. El viejo Francisco Linares, patriarca de la familia, hizo el brindis
por la homenajeada e inició la fiesta.
El grupo del centro de salud nos dedicamos a beber y a comer, mientras
la homenajeada era cortejada por los ingenieros de la petrolera. Pero la
veíamos incómoda, hasta que Mauricio la invitó a unirse al grupo de los de
salud. Entramos en confianza y empezamos a bailar. Francisco, el auxiliar de
Mauricio, le dijo:
—Doctora, le toca ir tomando confianza con sus compañeros. Son
excelentes personas, la doctora Andrea y los doctores, todos solteros y
jóvenes.
Ella lo escuchaba y sonreía. La fiesta duró hasta las seis de la mañana
del domingo. Nos fuimos al hospital a pasar la borrachera.
El lunes estuve con una resaca terrible, pero aun así atendí a mis
pacientes, que cada día eran más. Fuera del trabajo, la morgue estaba
disparada. La guerra no daba tregua. El pueblo y las zonas rurales eran campos
de batalla entre la autodefensa y la guerrilla. Esa noche fui a llamar a
Milena. Me contó que el jueves tenía la entrevista en la embajada americana,
que estaba muy nerviosa. La actualicé sobre los últimos acontecimientos y,
después de unas horas de hablar por teléfono, nos despedimos.
Esa noche, durante mi recorrido desde el telecom al hospital, por
primera vez pensé en mi futuro, ahora que volvía a ser soltero. Sabía que
Milena, en poco tiempo, se iría de mi vida. Tendría que buscar nuevos
horizontes en el plano sentimental, y mi tiempo de servicio social obligatorio
se agotaba. Tendría que pensar si regresaba a Yopal, me quedaba en San Jacinto
o qué quería hacer. Al llegar a la casa hospitalaria, me sentía algo estresado
por mi futuro, así que me fui a la cama confundido.
Esa noche le escribí mi primera carta a Milena:
Para mi
princesa
Tus besos, muchas veces, me dijeron más que tus palabras. Cuando
hacíamos el amor, sentía el fuego y la pasión de nuestra relación, que para ti
nunca pasó de una simple amistad. Con el tiempo comprendí que no era tu amigo
ni tu novio… era tu amante.
Pude conocerte un poquito más, mi pequeña Winnie Pooh, con tus
angustias, ansiedades e incertidumbres, con tus pataletas de niña mimada. Te
amo con tus defectos y virtudes.
Por todos los medios he intentado reconquistarte, aunque nunca haya sido
nada tuyo, solo un amigo. Desde el
primer día que te vi, me gustaste. Fue amor a primera vista cuando entraste al
consultorio. Este fin de semana te
extrañé. Me embriagué con licor para soportar la nostalgia de tu partida. Sentí
mi corazón apachurrado y recordé nuestras conversaciones filosóficas e
intelectuales, llenas de carcajadas por todas las estupideces banales y
superficiales que decíamos.
Te ves tan seria, pero eres muy divertida.
Me gustas cuando te pones seria, frunces el ceño, cambias el tono de tu
voz y eres directa. Antes te veía pequeña e indefensa, pero tienes carácter
para hablar cuando lo tienes que hacer.
Me gustas con tus grandes ojos color miel, con tu cabello suelto y tu
bella sonrisa que ilumina tu rostro.
Te di lo mejor de mí, te entregué mi corazón. Te amo más allá de lo
pasional; te amo como mujer, tal como eres, pensando solo en tu presente y en
el futuro.
Me fascinó cocinarte, despertar a tu lado, mi noctámbula, consentirte y
estar contigo, aunque solo fuera para brindarte mi compañía.
Las puertas de mi corazón estarán abiertas para ti… no sé hasta cuándo.
Tengo que confesarte que nunca sentí celos por ti. Primero, porque sentí que no
me tomabas en serio, hasta que dijiste "no más". Después, porque me
dijiste que no éramos nada y que no podía exigir donde no había nada… solo era
un mendigo de amor a tu lado.
Esta vez permití que llegaras a un lugar profundo y especial en mi
corazón. Me prometí tratarte como una princesa, porque lo eres. Te di lo mejor
de mí.
Contigo aprendí que puedo vivir sin el vello de mis axilas, hacerme el
manicure y hasta disfrutar de los masajes en los pies y de tus besos en mi
pecho. Aprendí a comer pan de arroz y esas deliciosas tortillas de dinosaurio
que realmente me fascinan.
Mi bendición fue tenerte, besarte, andar de la mano contigo, mi cielo,
mirarte y susurrarte al oído que te quiero.
Te extraño y te extrañaré… por tus besos, todos, toditos los que me
dabas.
Quien te ama, Amore mío,
Guillermo
Al día siguiente, me encontré con Amalia Rosa en el pasillo del centro
de salud. Me contó que venía a la inducción para iniciar su año de servicio
social obligatorio, que seríamos compañeros. Le di la bienvenida y la llevé al
área de odontología, donde todos la conocían. Después de saludar a las
auxiliares, se fue a la oficina de dirección.
Ese día esperaba, como todos los días, a Félix, un niño que vivía al
otro lado del río, a unos diez kilómetros del centro de salud. Luego de cruzar,
tomaba una bicicleta que le prestaban sus primos. Ese día, el niño no llegó a
su cita de las 9 de la mañana, pero Miguel me llamó a la sala de urgencias del
centro de salud. Al llegar, con sorpresa, vi a Félix en la camilla, con la cara
llena de sangre. Miguel me dijo:
—Te llamo para que lo valores porque me dice que tú lo atiendes,
compadre.
Al observarlo lentamente, vi que tenía fractura de tabique y los labios
reventados. Al abrir su boca, observé que había perdido todos los dientes de la
sonrisa. Me dio rabia, pero al mismo tiempo pesar por el niño. Le dimos
analgésicos y sedantes, y lo pasamos a mi consultorio. Retiré los pedazos de
coronas de los dientes fracturados y le realizamos una pulpectomía de los
dientes que podían servir para rehabilitar. Lo enviamos en la moto del celador
a la casa de sus primos.
Ese día, los pacientes protestaban porque no los atendía. Solo pude
atender a los que estaban en la agenda de la tarde. Fue un día extenuante;
estaba muy cansado. Me fui a la casa médica, donde me esperaba Miguel. Me
dijo:
—¿Me acompañas a una reunión? Te tengo una propuesta.
Le dije que estaba muy cansado. Me respondió:
—Güevón, ¡son negocios! Ya vas a terminar el rural y tienes que buscar
horizontes. Acompáñame.
Finalmente acepté, pero le puse como condición que no fuera de tomata.
Me dijo:
—Voy sin Francisco.
Llegamos a Las Tapas, y me dijo:
—Tomemos una mientras llega el inversionista.
Le pregunté:
—¿Pero ¿cuál es el negocio?
Me dijo:
—¿Te acuerdas de Pedro Jalisco? Quiere montar una clínica privada y me
propuso a mí, y me dijo que, si quería, te invitara a la sociedad. Así,
compadre, por plata no te preocupes, que él la pone. Nosotros administramos y
somos socios en partes iguales. ¿Qué te parece?
—¡Excelente, Miguel! Gracias por tenerme en cuenta. Tú eres mi amigo,
compadre, y te aprecio.
Estábamos hablando cuando apareció Pedro Jalisco.
—Entonces, mis doctores, Miguel, ¿le contaste de los planes al doctor?
—dijo Pedro.
—Sí —respondió Miguel.
—Pues bienvenido a nuestro proyecto —dijo Pedro.
Llamó al mesero y dijo:
—Hay que celebrarlo con altura. Es un gran negocio lo que vamos a hacer,
así que pidamos whisky. Mañana en la mañana nos reuniremos, revisaremos
papeles, el lote donde vamos a construir y dónde vamos a funcionar mientras se
termina la construcción.
Después de un rato, cambiamos de tema. Me preguntó por Milena. Le
comenté lo último que habíamos hablado. Me dijo que el negocio de la clínica se
lo había propuesto a ella y que le había pedido el favor de incluirme en el
proyecto.
—Creo que es el momento de que seamos buenos amigos, ahora que vamos a
ser socios —dijo Pedro.
—Mi doctor, no me digas doctor, dime Guillermo o Guille, y cuenta
conmigo —le respondí.
—Guillermo, el fin de semana tengo una fiesta en una pequeña villa que
compré cerca del pueblo y la voy a inaugurar. Así que están invitados —dijo
Pedro.
—Pues cuente con nosotros —respondió Miguel.
Luego de dos horas de conversaciones de negocios, aparecieron unas
amigas de Miguel que se sentaron en la mesa. Al amanecer, Pedro Jalisco y
Miguel se fueron con sus amigas. La chica que bailaba conmigo se quedó y me
dijo:
—¿No me vas a llevar a la casa médica?
Le dije que no y respondí:
—La llevaré a su casa.
Me dijo:
—¿Eres maricón?
Le respondí:
—No es eso, es que no siento nada por ti.
Amanecí con una resaca terrible. Fui a trabajar por pura obligación. La
consulta estaba llena; las auxiliares de enfermería preguntaban por el doctor
Miguel, ya que era su última semana.
La siguiente en ingresar era Amalia, quien estaba en proceso de inducción
con Andrea, una mujer trabajadora, comprometida con la institución y que gozaba
del aprecio de la comunidad. Pero lo que le faltaba en estatura le sobraba en
temperamento cuando le sacaban el mal genio.
La semana transcurrió sin novedades. Estaba un poco agotado por la
sobrecarga laboral, con la cabeza llena de fantasías por el proyecto de la
clínica. Mi tiempo en el centro de salud se agotaba.
Con nostalgia, miraba la "casa médica", como la llamábamos,
evocando todos los recuerdos que allí quedaron. Todas las vivencias de amores
fugaces, desamores e ilusiones truncadas de muchos jóvenes que pasaron por ese
lugar quedaron guardadas en esa casa, cómplice y confidente de nuestras
aventuras.
Para quienes vivimos aquellos tiempos difíciles —y, en mi caso
particular, para quienes experimentamos el ambiente de una casa médica—,
compartir momentos con jóvenes, casi adolescentes, que jugaban a ser adultos
mientras disfrutaban de la primera libertad que les daba alejarse de su hogar
para realizar su práctica profesional, en medio de un entorno convulsionado por
los grupos armados, era, en parte, una aventura.
Capítulo II
El adiós definitivo
Tras unos meses
desde su partida de San Jacinto, con comunicaciones cada vez más distantes ya
fuera por falta de tiempo o por interrupciones del servicio telefónico debido a
fallas técnicas, el 4 de diciembre de 1999 fue la última vez que hablé con
Milena. Fue una
despedida más, pero sentí que se alejaba aún más y para siempre de mí. Ella iba
en busca de su sueño americano. Ese día hablamos sobre las 6 de la tarde; me
contó que tenía un vuelo a medianoche, Bogotá – Nueva York. Prometimos
escribirnos y mantener el contacto, sin importar el rumbo que tomaran nuestras
vidas. Fue un día muy triste para mí.
Inauguración
de la finca de Jalisco
La finca, ubicada en la vía entre San Jacinto y El Madroño y llamada
Villa Jalisco, tenía una entrada con portón eléctrico y personal de seguridad.
Ese día, Pedro Jalisco nos envió una camioneta a recogernos al centro de salud.
Al ingresar, se observaban hermosos jardines, muy al estilo de las
multinacionales gringas. Ya estaban con él los funcionarios de las petroleras y
los miembros de la fuerza pública, con quienes nos presentó como sus socios en
el proyecto de la clínica. Esperábamos que llegaran otras personalidades de San
Jacinto.
Comenzó el recorrido por la mansión, que contaba con piscina,
caballeriza, zona de juegos de billar, un pequeño casino y canchas de tenis;
era un club. La mayoría quedamos impresionados. La fiesta inició con orquesta y
músicos traídos desde Bogotá. Miguel y yo hablábamos hasta que llegaron Rebeca
Linares, Amalia y su tía Emilia, que era la gerente del banco. El anfitrión
salió a recibirlas; no había persona con mayor carisma y melosería para
atender, siendo tan adinerado.
Aunque los ricos suelen ser prepotentes por naturaleza, Jalisco era una
excepción. Por primera vez lo veía interesado por una mujer de la alta
sociedad: sus ojos brillaron al ver a Emilia. No la conocía; era una mujer madura,
pero de una belleza sin igual. Amalia se acercó a nosotros y se puso a mi lado.
Me dijo al oído:
—No me vayas a dejar sola, que no quiero darle espacio a los viejos
verdes que tenemos enfrente.
Se refería a los militares y los ejecutivos de las petroleras. Ese día
ella bailó con Miguel y conmigo. La comida fue una parrillada argentina; la
velada estuvo genial: buena música, trago y un lugar encantador. Ese día
entramos en confianza con Jalisco. Hablamos ampliamente; me contó que era
ingeniero civil, que había vivido en Europa y Estados Unidos, y que por
cuestiones de la vida había terminado en estas tierras.
Me preguntó:
—¿Qué le hiciste a Milena para conquistarla?
Me contó que era un admirador de ella, pero que nunca pudo conquistarla,
y dijo:
—Ella es una princesa. Usted fue un afortunado de tenerla y ahora vas
por Amalia.
Solté una carcajada al escucharlo. Me dijo:
—Aprovecha la juventud, que es nuestro mayor tesoro.
Yo tenía mis reservas sobre Jalisco, pero ese día me agradó, aunque en
el fondo sabía que era un encantador de serpientes. Tanta amabilidad y carisma
tenían un lado oscuro.
Después de un rato de hablar conmigo, llamó a Miguel y dijo:
—Muchachos, hoy he concretado la contratación de la población de las
petroleras en nuestra clínica, así como la de las fuerzas militares. Así que
trabajo es lo que hay. Esta semana haremos el inventario del inmobiliario y el
equipo tecnológico, y lo siguiente es que ustedes se pongan al frente. Ya
tenemos una sede provisional, así que alístense, muchachos, porque este pueblo
va a crecer. Las mayores reservas de petróleo del país están aquí.
De pronto, se acercó Emilia y dijo:
—¿Quiénes son estos apuestos caballeros?
Jalisco nos presentó como sus socios de la clínica.
Fin de
mi rural e inicio de mi vida en San Jacinto
No podía creer en el proyecto de la clínica, pero se hizo realidad.
Jalisco nos había pasado unas propiedades que tenía, a nombre de Miguel y mío,
para poder acceder al crédito bancario con la ayuda de Emilia. Al mes ya
funcionaba la Clínica Oriental de San Jacinto, inicialmente con dos médicos y
un odontólogo. Estábamos convenciendo a Mauricio para que trabajara en la
clínica junto a Francisco, pero le daba miedo nuestro proyecto empresarial.
El otro médico era Amalia, a quien había logrado convencer. Empezaba a
salir con ella. Con las deudas adquiridas, habíamos comprado una moto y un
carro que rotábamos con Miguel.
Empezamos a vivir pendientes de la contratación de la clínica, de la
atención de los usuarios, del pago de las deudas y de la construcción de la
nueva sede. Fue, creo, la primera edificación moderna que se construyó en San
Jacinto. Para ese año vinieron el presidente de Colombia con el primer ministro
inglés. El gobierno se comprometió a construir el nuevo aeropuerto; el alcalde
prometió la pavimentación del municipio y la puesta en funcionamiento del
hospital, y que el municipio contaría con agua potable.
El municipio crecía a pasos agigantados: cada día abrían nuevos
negocios, llegaba más gente y comenzaban a construirse edificios. La dinámica
económica en San Jacinto era próspera, pero el miedo imperaba por la
confrontación entre paramilitares y la guerrilla, que cada día era más violenta
y empezaba a enfrentarse en el casco urbano.
El poder de Manba era máximo, y el Gringo, jefe único de las
autodefensas, llevaba una guerra encarnizada con Manba. La clínica mantenía una
posición neutral, y eso fue uno de los acuerdos con Pedro Jalisco, que era
amigo de todos y a todos utilizaba para sus negocios. Para ese momento, Jalisco
era el contratista del aeropuerto, el hospital, el acueducto y construía la vía
que conectaría San Jacinto con Villavicencio. Era la persona más rica de la
región, y se decía en los corrillos de sus vínculos con el narcotráfico.
La clínica había crecido exponencialmente: pasamos de tener tres
empleados a tener ciento cincuenta personas en la nómina. Nos volvimos
poderosos a la sombra de Jalisco, aunque una parte de nuestras utilidades iba a
las extorsiones de Manba y el Gringo, que le pedían a todo el comercio y a los
contratistas de la alcaldía, palmeros y petroleros. Pero era tanto el flujo de
dinero por la actividad petrolera y el narcotráfico que no se resentía la
economía.
Durante el año 2000 nos consolidamos como empresa. La clínica, junto con
Miguel, nos convirtió en prominentes empresarios de la salud. Queríamos seguir
creciendo y, para eso, planeamos ir en enero del 2001 a ver una clínica en
Barranquilla que era muy exitosa, de un amigo de Jalisco, para innovar y
mejorar nuestras instalaciones.
Mi comunicación con Milena se fue distanciando. En su primer año en
Estados Unidos, apenas recibí tres cartas y yo le envié cuatro. Vivía entonces
una época de ensueño. Había crecido en la pobreza, cargado de necesidades y
limitaciones, contando siempre las monedas para sobrevivir cada día. Crecí al
lado de mi madre, una humilde empleada de servicios generales que, con mucho
esfuerzo, nos daba estudio y comida a mis dos hermanas y a mí.
Pude ingresar a la universidad gracias a un empleo que conseguí como
obrero de patio en un taladro petrolero, en los famosos
"veintiochasos", en una petrolera, durante tres años, donde ahorré
peso a peso. Con esos ahorros me pagué la universidad, fruto de mi esfuerzo y
algo de apoyo de mi madre.
Fue una época dura de mucho trabajo, de jornadas extenuantes diurnas de
6 de la mañana a 6 de la tarde, y la otra jornada nocturna de 6 de la tarde a 6
de la mañana. Eran jornadas agotadoras. Terminaba mi día, tomaba un baño y me
desplazaba al comedor donde cenaba, e iba directo al contenedor a dormir.
Cuando el turno era de día, madrugaba a las 5 de la mañana para ducharme y
continuar mi día descargando tractocamiones cargados con bultos de barita y químicos
de 50 kilos. Descargábamos 3 o 4 tractocamiones de 40 toneladas.
Mi sostenibilidad en el trabajo dependía de la coima que le pagaba al
presidente de la junta de acción comunal, que era alrededor de 500 mil pesos
por mes. Para la época, ganaba 3 millones 500 mil; el salario mínimo era de 300
mil pesos. A precio de hoy, en dólares, ganaba unos 3,500 dólares, que era
mucho dinero para la época.
El presidente de la junta era un hombre bonachón, petulante y soberbio,
que recibía mensualmente alrededor de 50 millones en coimas de los obreros de
patio. Yo, cada mes, renegaba al entregarle los 500 mil pesos de mi salario
porque me parecía injusto.
Algunos días solicitaba al tool pusher que me dejara salir de la
locación y le sirviera de conductor para desplazarse a la capital. Le
acompañaba en sus diligencias y, al anochecer, pedía que lo llevara a los
burdeles. Allí pedía trago y putas para todos; hacía cerrar el negocio, que
quedaba solo a disposición de él y sus amigos.
Allí laboré durante tres años de mi vida. Durante esa época, salí del
pozo petrolero alrededor de 40 veces a acompañar a Vicente Benavidez.
De allí salí rumbo a la capital. Toda mi maleta: tres pantalones, tres
camisas, dos pantaloncillos, dos pares de medias y un mundo de ilusiones que
respaldaba mi cuenta bancaria, fruto de mi esfuerzo y sacrificio de casi tres
años de laborar como obrero de patio.
Llegué a una humilde pensión de estudiantes ubicada en la calle 45 en
Bogotá, muy cerca de la Universidad Nacional, e inicié mi periplo por
diferentes universidades en busca de mi carrera ideal. Después de pasar casi un
semestre decidiendo qué estudiar y haciendo un curso de inglés, llegué a una
pensión nueva donde encontré una chica que estudiaba odontología, y ella me
motivó para estudiar esta carrera.
De mi paso por las pensiones, tuve fugaces romances con chicas que
vivían allí. Recuerdo que el día antes de mi examen de admisión me llamó mi
mejor amiga del colegio y me preguntó si iba a almorzar con ella, con la
condición de que llevara a Mario Montenegro, quien era mi amigo del colegio y
el galán de las chicas, por el que todas se derretían. Él ya cursaba sus
estudios superiores en una prestigiosa universidad capitalina. Lo invité ese
día a que me acompañara a almorzar donde mi amiga, quien me había comentado en
voz baja por teléfono:
—Es que me lo quiero comer, y tú me vas a servir de coartada.
Llegamos a su apartamento; olía delicioso desde afuera. Nos invitó a
pasar a la sala, nos ofreció cerveza, departimos sobre nuestras vivencias en la
capital, luego nos sirvió espagueti, comimos y continuamos hablando.
Ella, de manera apresurada, me servía cerveza. Luego de un buen rato, me
hicieron efecto los tragos. Le dije si me podía recostar en alguna de las
habitaciones. Me acosté y quedé profundamente dormido. En medio de la noche
sentí rozar mi mejilla con una piel áspera y sentí la barba de un hombre. Se
trataba de Mario que, en medio de su borrachera, le habían aflorado sus
verdaderos deseos sexuales, que hasta ese día desconocía. Me desperté
abruptamente, le di un golpe en la cara y una patada, y le dije:
—¿Conque maricón resultaste?
Me salí del cuarto y me fui al cuarto de mi amiga. Iba en ropa interior;
me acosté a su lado. Ella estaba en ropa interior. Me arrunché junto a ella,
cuando de pronto comenzó a besarme. Respondí a sus besos; se subió encima de
mí, se quitó el sostén y las tangas, y nuestros cuerpos se fusionaron
apasionadamente hasta alcanzar el clímax y quedar profundamente dormidos.
Al otro día desperté asustado, recordando que era el día de mi examen.
Ella dormía profundamente. Revisé el apartamento; Mario ya no estaba. Salí a la
autopista y tomé el bus para ir a la universidad. Realicé mi examen y quedé a
la espera de los resultados.
En la noche llamé a Lizeth. Me dijo:
—Qué cagada lo que pasó anoche. Se dañó nuestra amistad, y lo peor es
que estoy en mis días fértiles. Yo no puedo estar embarazada, y menos yendo en
tercer semestre.
Después de unos días me llamó y me dijo que estaba embarazada, pero que
iba a abortar, que solo quería que lo supiera. Finalmente, mi amistad y todo lo
que tenía con ella se fue al carajo; solo me quedaron sus bellos recuerdos.
Ella se pudo graduar como ingeniera. En una ocasión que la vi en mi natal
Yopal, cruzamos unas sonrisas cariñosas.
Mi proceso en la universidad no fue fácil. Fue de muchos sacrificios, de
aguantar hambre y de vivir la pobreza al máximo, con muchas dificultades, como
las viven muchos jóvenes de provincia por anhelar el preciado título.
Uno de mis días más felices fue el día que me gradué. Ese día sentí que
lograba mi independencia económica y sabía que se me iban a abrir puertas, pero
jamás imaginé que lo que se me iba a abrir era un portón de oportunidades y que
mi éxito estaría lejos de la tierra de mis orígenes.
La vida nos sonreía a Miguel y a mí como benefactores y socios de Pedro
Jalisco. Ahora no solo éramos dueños de la clínica, sino que teníamos más
propiedades. El primer año de creación de nuestra clínica no solo teníamos el
contrato con la petrolera, la atención de los militares y varias EPS; éramos,
al final del año, más poderosos que el centro de salud.
Viaje a
Barranquilla
Pedro Jalisco, quien tenía muchos amigos allí, nos invitó a conocer la
ciudad y nos hospedó en el Club Campestre. Durante el día y la noche, solo se
hablaba de negocios. Nos la pasábamos en lujosos hoteles, entre los ires y
venires de nuestros días de reuniones.
Una noche, Pedro Jalisco llegó con una bolsa de regalos y nos dijo:
—Amigos y socios, en Navidad no les di ningún detalle, y hoy quiero
darles unos detalles.
Empezó por Amalia, a quien le regaló unos aretes con diamantes; a
Guillermo le dio un reloj Rolex, y a mí me regaló un reloj de pulso de resorte
metálico. Me pareció bonito y me lo puse; no era mi costumbre usar reloj.
Luego de unos días en Barranquilla, nos desplazamos a Cartagena a
disfrutar unas vacaciones en la isla Barú. Allí seguimos gozando de los lujos
de Pedro Jalisco, que nos invitó al yate que alquiló para ir al hotel en la
isla. Eran días de ensueño, gozando una vida de privilegios que jamás imaginé
llegar a vivir.
Después de 15 días de unas merecidas vacaciones, regresamos a San
Jacinto recargados, llenos de energía para iniciar el nuevo año con nuestro
proyecto empresarial, con nuevas iniciativas y con ganas de ampliarlo y
volverlo la clínica más importante de la región.
Con Miguelillo nos volvimos los socios más comprometidos de nuestra
labor de generar dinero. Delegamos funciones administrativas a funcionarios de
confianza, dedicándole mucho tiempo y trabajo para ofertar los mejores servicios
en salud de la región, no solo desde el punto de imagen institucional con unas
instalaciones modernas y equipamiento tecnológico de última generación, sino
con la llegada de especialistas del interior del país. Pasaba el tiempo
dedicado a las funciones puramente administrativas y al manejo financiero de la
clínica.
Dentro del proceso de crecimiento de la clínica, queríamos seguir
solicitando préstamos al banco donde la tía de Amalia era la gerente.
Martes
11 de septiembre de 2001
A las 6:00 de la mañana, me levanto para ir a cumplir la cita con Emilia
en el banco. Mientras me alisto, escucho las noticias locales de San Jacinto a
través de Ondas del Palmar. La empleada me sirve el desayuno sobre las 7:10 de
la mañana y me pasa el periódico del día.
Mientras tanto, a miles de kilómetros, en una latitud que hasta ese día
me parecía remota, se desarrollaba una historia que pronto se entrelazaría con
la mía. A las 7:59 de la mañana, en Boston, Massachusetts, Estados Unidos, el
vuelo 11 de American Airlines despegaba con rumbo a Los Ángeles y, minutos
después, era secuestrado por extremistas islámicos.
A las 8:00 de la mañana, salgo del apartamento rumbo a la clínica para
recoger unos documentos. Faltando diez minutos para las 9:00 de la mañana, me dirijo
al banco.
Llegué al banco sobre las 9:00 de la mañana y escuché la noticia de que
un pequeño avión había impactado la Torre Norte a las 8:46 de la mañana. La
sala de espera estaba llena de gente. Mientras esperaba a Emilia, me fijé en la
televisión, donde se transmitía la noticia en vivo.
Cuando el reloj marcó las 9:03 de la mañana, un avión Boeing 767, serie
200, impactó la Torre Sur entre los pisos 77 y 85. En ese momento, sentí un
tirón en mi muñeca: el pulso de mi reloj de acero se había roto. Lo tomé y lo
guardé en el bolsillo de mi pantalón sin prestarle mayor importancia.
Al principio, no comprendí la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Era
una noticia que veía como algo lejano, algo que no tenía impacto en mi vida en
ese momento. Sin embargo, mientras seguía esperando, las imágenes en la
pantalla mostraron cómo la primera torre se desplomaba, seguida poco después
por la segunda.
Poco después llegó Emilia y me atendió. Firmé los documentos
correspondientes al crédito y regresé al apartamento a almorzar.
Al encender la televisión, todos los noticieros tenían la misma noticia
en primera plana. Mientras almorzaba, metí la mano en el bolsillo y saqué el
reloj que me había regalado Pedro Jalisco a principios de año en nuestro viaje
a Barranquilla. Entonces descubrí algo que me heló mi sangre: en la base del
reloj estaban grabadas las palabras 'World Trade Center' junto a la imagen de
las torres.
En ese instante, sentí una extraña conexión con lo sucedido, aunque no
entendía qué relación podía haber.
Al transcurrir los meses, me dispuse a viajar a Bogotá. Dentro de mis
actividades allí, tenía prevista una visita a la casa de doña Georgina, la
madre de Milena.
Al llegar, toqué el timbre y esperé a que me abrieran la puerta. Vi a
doña Georgina vestida de negro, con el rostro apagado y una tristeza profunda
en su mirada. Preocupado, le pregunté qué había sucedido. Con voz temblorosa,
me respondió:
—Mi princesa ha muerto… y yo estoy muerta en vida.
Sus palabras fueron devastadoras. Sentí que una parte de mi alma se
rompía en ese instante. Un dolor profundo me invadió, un vacío que solo el
abrazo de su madre logró atenuar mínimamente. Jamás imaginé que una persona tan
joven, llena de vida y energía, terminaría así.
Me hizo pasar a la casa y, en la sala, entre lágrimas y suspiros, me
habló durante dos horas sobre su dolor, su tristeza y la irreparable pérdida de
su hija. Yo la escuchaba en silencio, sin poder comprender del todo la magnitud
de lo que me decía. Me era imposible imaginar que Milena realmente estuviera
muerta.
Fue entonces cuando mencionó que su hija había sido una de las víctimas
del atentado del 11 de septiembre.
el pecho. Todos los sentimientos que alguna vez tuve por Milena
afloraron de golpe.
De pronto, recordé aquel instante en el que mi reloj se rompió justo
cuando el avión impactó la Torre Sur. Recordé también una de sus cartas, donde
me mencionaba que trabajaba en el piso 75. Según los reportes de ese día, el
impacto comprometió los pisos 77 al 85. Las temperaturas alcanzadas en el
momento del choque superaron los 1,100 grados Celsius, haciendo que todo en esa
área se evaporara de la faz de la tierra.
No sé cómo fueron sus últimos instantes de vida… si murió angustiada o
si la muerte la tomó por sorpresa.
Te fuiste huyendo de la violencia irracional que azotaba San Jacinto,
solo para encontrar la muerte violenta en un lugar donde parecía impensable que
llegara a tal nivel de irracionalidad y salvajismo, propio de los rincones más
remotos e inhóspitos. Mi gran amor se había ido de este mundo.
Ese día, al llegar al apartamento que me proporcionaba la clínica en
Bogotá, pasé gran parte de la tarde llorando. Luego llamé a Miguel para
contarle la noticia. Quedó consternado y profundamente triste. También se lo conté
a Pedro Jalisco, quien lo lamentó mucho, al igual que todos los amigos en San
Jacinto.
A mi regreso, organicé una misa póstuma en su honor, invitando a todos
los que la conocimos y fuimos sus amigos. Amalia no dijo nada; respetó mi
dolor, aunque noté cierto descontento en su actitud. Sin embargo, no expresó
ninguna objeción.
Pasé varios días sumido en mi duelo y tristeza, pero finalmente retomé
mis responsabilidades como gerente de la clínica.
Mi vida continuaba agitada con las labores de la clínica. El tiempo
libre lo compartía con Amalia. Vivíamos en el edificio que había construido en
el barrio Las Mercedes; éramos dueños de los dos penthouse del edificio. Ella
era mi confidente y compañera permanente. Aunque teníamos diferencias —a ella
le gustaba que la acompañara a ver novelas en las noches, mientras que a mí me
gustaba salir a mecerme en el chinchorro del balcón o irme a la biblioteca a
leer—, nuestro amor florecía cada día con la dulzura de su personalidad y su
don de gentes.
En la clínica, ella se encargaba del personal; yo me dedicaba a manejar
la contratación. Mi relación con la familia Estrada-Linares cada día era más
fuerte; vivíamos todos en el mismo edificio.
En diciembre, la familia de Amalia me invitó a su hato ganadero. Yo
vengo de una región llanera y conozco el llano, pero no soy tan llanero como
ellos. Eran una familia ancestral llanera, de costumbres muy arraigadas y una
estructura jerárquica vertical.
El hato de la familia había pasado de primogénito en primogénito durante
los últimos trescientos años, pero esa tradición estaba a punto de romperse porque,
por primera vez en trescientos años, una mujer iba a ser dueña del hato:
Emilia, la gerente del banco.
Ella era una mujer de cuna rica, pero se había casado con un piloto que
vino a probar fortuna en San Jacinto y que había sido uno de los primeros
socios de Pedro Jalisco. Trágicamente, había muerto de forma violenta a causa
de sus negocios con el narcotráfico, y Emilia había heredado una enorme
fortuna, dándole la capacidad económica para comprarle a sus hermanos las
partes del hato.
La invitación me tomó por sorpresa, pero la acepté para cambiar un poco
el ambiente laboral y vivir otra experiencia. Allí esperaban don Francisco
Linares, Federico Estrada y los tíos maternos de Amalia, Aniceto Linares y
Pablito Linares.
Esa tarde me invitaron a una cabalgata por la sabana a caballo y, más
entrada la noche, me invitaron al caney del hato a tomar aguardiente. El viejo
Francisco hablaba pausado, con mucha sabiduría y conocimiento sobre ganadería,
después de contarme la historia de sucesión del hato.
El viejo Francisco era un llanero consumado, curtido por los años, toda
una institución andante de la ganadería en Colombia, miembro de las directivas
de Fedegán a nivel nacional. Su hato, Las Margaritas, era visitado por muchas
personalidades del orden nacional e internacional. La sala principal de la
casona llanera estaba decorada con fotografías de expresidentes y, la más
importante para él, la del rey de España, el más ilustre de sus visitantes. Era
de los pocos predios que contaban con títulos reales desde la colonia.
La propiedad tenía una extensión de alrededor de noventa mil hectáreas
y, en su época más próspera, alcanzó la suma de sesenta mil cabezas de ganado y
ocho fundaciones. Siendo ya un hombre nonagenario, seguía siendo la máxima
autoridad de la familia, a quien sus nietos y bisnietos llamaban
"paupa", y toda su descendencia lo saludaba con reverencia y
respeto.
Era grato escuchar al viejo echar sus cuentos de antaño y de sus proezas
como llanero. Siempre vestía pantalón de dril —la mayor parte del tiempo
usado—, cotizas y franelas muy delgadas, un sombrero pelo de guama color café
y, para eventos especiales, usaba liquilíqui blanco, sombrero blanco, alón y
zapatos blancos. Era un hombre de mirada profunda y lenguaje sencillo que
cautivaba con sus historias.
Doña Sara, la matrona del hato, siempre estaba pendiente de las
empleadas de la cocina para que nunca faltaran el alimento, mucho menos la
bebida, y las atenciones necesarias para los visitantes. Era una mujer de pocas
palabras, morena, de rasgos muy llaneros.
La casona principal del hato era donde vivían "los blancos",
decía la peonada. La casona tenía amplios corredores, múltiples habitaciones,
una sala de recepción y un comedor inmenso. Estaba rodeada de jardines donde
abundaban las flores de cayena y de rosas. Un caney junto a la casa, el sitio
para conversar y donde se guindaban los chinchorros, era el lugar donde se
pasaban tardes completas de tertulias, hablando de cuando "el llano era
llano", de sus gestas, sus glorias y la grandeza de sus héroes. Al costado
occidental estaba la casa de los peones; en el costado sur, la caballeriza, y
más hacia el sur, un poco distante de la casa, los corrales.
Después de muchos rodeos y tertulias, el viejo Francisco me tocó el tema
del motivo de mi invitación a Las Margaritas. Me dijo:
—Mijo, yo creo que ya es tiempo de que legalice su situación con Amalia.
No podemos seguir viviendo en concubinato, así vivamos en apartamentos
separados. Todo el mundo sabe que vivimos juntos. Es tiempo de que nos
conformemos como familia y tengamos hijos.
Ese día me sentí acorralado, un poco incómodo por la situación, pero al
final pensé dentro de mí que ya era tiempo. Los tíos de Amalia y su padre
simplemente me miraban, esperando una respuesta. Le respondí al viejo:
—Claro, pero no lo he hablado con ella. No le he comprado un anillo de
compromiso.
Me dijo:
—No le des más vueltas. ¿Usted ama a mi nieta?
—Pues claro —respondí.
—Sé que ella lo ama a usted. Así que mañana propóngale matrimonio a la hora
del almuerzo; estará la familia en pleno.
Al día siguiente aparecieron todas las mujeres: Rebeca Linares, Emilia,
doña Sara, la matrona, algunos sobrinos, nietos y demás familiares. Durante el
almuerzo, el viejo Francisco dijo:
—Guillermo tiene una noticia para nosotros.
Me levanté de mi silla, mirando fijamente a Amalia, y le manifesté lo
mucho que la amaba como compañera de vida y socia comercial. Le dije que hoy
quería, frente a su familia, pedir formalmente su mano para matrimonio. Primero
le pregunté si quería ser mi esposa. Ella, con una sonrisa y los ojos llenos de
lágrimas de felicidad, se levantó, me besó y me dijo:
—Claro que quiero ser tu esposa.
Lo segundo fue pedir la aceptación a la familia Estrada-Linares.
Luego de eso, estuve reunido con sus padres y ella. Allí me preguntaron
por mi familia, por mi madre, por mis hermanas, por mi padre. Yo simplemente
dije que solo tenía a mi madre y mis hermanas, que padre nunca había
tenido.
Por diferentes circunstancias de la vida, había venido a parar al seno
de una familia acaudalada y ahora era un hombre acaudalado y un empresario
exitoso de San Jacinto. No podía existir mejor partido, desde el punto de vista
económico, para Amalia que no fuera yo. O, si era por riqueza, el otro candidato
sería Pedro Jalisco o Miguel Abadía. Así que fui bienvenido a la familia.
Todo fue tan rápido que no pude comprarle el anillo de compromiso para
ese día, pero se fijó la fecha de la boda, que sería a finales de marzo del
2002 y sería el evento más importante de San Jacinto.
De regreso a San Jacinto, nos llegaron de sorpresa al apartamento Pedro
Jalisco y Miguel. Ellos ya sabían de la noticia del matrimonio. Miguel se
ofreció como mi padrino de matrimonio y Jalisco como testigo. Esa noche nos
ofrecieron el regalo de matrimonio: la luna de miel en París. Quedé perplejo
ante semejante regalo. Siempre había sido mi sueño conocer París; ahora iba a
ser una realidad.
Esa noche me comuniqué con mi madre. Le conté que me iba a casar, hablé
con mis hermanas y las invité para que me acompañaran ese día y vinieran a
conocer el mundo donde vivía.
Desde diciembre hasta marzo, Amalia, su madre y su familia estuvieron
dedicadas a los preparativos de la boda, especialmente las mujeres. Amalia, en
las noches, me mostraba fotos de vestidos, anillos, tortas de matrimonio y
decoraciones para que diera mi aprobación, aunque la fiesta la pagaría la
familia de ella.
Las argollas de matrimonio las escogí sin pedirle consentimiento a
Amalia. En uno de mis viajes, me acerqué a una famosa joyería en Bogotá y
seleccioné los modelos. El anillo de ella era una argolla y un pisargolla: dos
anillos que se entrelazan en oro blanco con un diamante de 25 puntos. El anillo
de compromiso tenía el diamante, y la argolla que lo entrelazaba estaba
adornada con chispas de diamantes; era hermoso. Mi argolla era un anillo muy
sencillo, más bien una lata delgada de oro que cubría mi dedo.
Mi madre y mis hermanas llegaron una semana antes y me estaban
acompañando en el apartamento. Cuando llegaron, quedaron sorprendidas de mi
nueva vida.
Mi madre me daba consejos: que no perdiera el horizonte, que recordara
nuestros orígenes. Mis hermanas disfrutaban las comodidades que les ofrecía; de
mi parte, se sentían muy orgullosas de mis triunfos.
Esa noche me senté en el balcón del edificio que, en ese momento, era el
más alto de San Jacinto, con cinco pisos. Desde allí se podía divisar todo el
pueblo y parte de la sabana. La brisa fresca y suave de la noche golpeaba
nuestros rostros. Pude compartir con mi madre esa noche; hablamos de mi
infancia, de mis luchas y de mis logros.
Recordé que crecí en medio de la pobreza, con muchas necesidades y la
carencia de un padre.
En
busca de mi madre
La tarde se hizo oscura, los días se volvieron lentos. En el horizonte
vi los árboles que han sucumbido al verano. El paisaje se hizo dantesco,
silencioso; las calles, solitarias. Errante estuvo mi alma. Llovían flores en
campos oscuros donde la luz aún no penetraba, y llegaron los recuerdos de las
aflicciones de mi alma. Tuve una infancia dura y dolorosa, con mucho maltrato y
abandono. Mis primeros años de vida los viví junto a mi madre y, al cumplir 2
años y medio, mi custodia fue entregada a mi padre, quien me llevó a vivir con
un primo que ya era adulto y tenía esposa. Allí viví los días más largos y
tormentosos de mi vida siendo un infante. Allí conocí el dolor, el odio, el
resentimiento y la venganza.
Era un inocente niño, con el alma más pura e indefenso, a merced de un
verdugo que a diario me lastimaba física y verbalmente. Llegué al extremo de
vivir momentos de tortura física cuando me sumergía en una alberca, cogiéndome
de los pies e introduciéndome la cabeza bajo el agua hasta casi ahogarme, para
luego pedirme que le pidiera perdón y le besara los pies.
Mis noches eran un calvario. Como era tan niño, tenía miedo de la
oscuridad. Dormía en una banca de lona, de las que antiguamente los vendedores
ambulantes usaban para colocar sus artículos de venta al público, y solo me
cubría una pequeña sábana. El cuarto no tenía pared de concreto, sino que
estaba construido con tejas de zinc. Me encerraban en las noches y, al otro
día, al levantarse, descubrían que en la noche me había orinado y esperaba mi castigo.
Así pasé unos dos años y medio, hasta que un día escapé en busca de mi
madre. La distancia que me separaba de ella era de alrededor de 20 kilómetros.
Tenía unos 5 años de edad. En ese momento, caminé por la vera del camino de la
carretera hasta llegar y encontrarla, exponiéndome a todos los peligros.
Encontré a mi madre, pero mi dicha no duró mucho porque las autoridades ya me
buscaban y me llevarían de retorno con mi padre. En esta oportunidad, sí me
llevó a vivir con él, pero nunca recibí el afecto y el cariño de un padre, sino
de un maltratador igual a mi primo.
Allí viviría otros dos difíciles y tortuosos años de castigos y malos
tratos, hasta que un día tomé la decisión de volver a fugarme en busca de mi
madre. Yo sabía la ciudad donde vivía ella. Tomé un bus a escondidas del
conductor y me fui en busca de ella.
El pueblo donde vivía era muy pequeño y la encontré, pero nuevamente me
buscaban las autoridades. Me llevaron ante un juez de familia. Allí me
preguntaron, porque ya tenía edad para decidir, con quién quería quedarme. Ese
día tomé la mejor decisión de mi vida: vivir junto a mi madre.
Hoy puedo decir que mi madre fue una mujer íntegra, luchadora, entregada
a mis cuidados y a sacarme adelante, aún con muchas dificultades económicas, pero
con la firme convicción de luchar por sus hijos.
Pero con el gran amor de mi madre, que era suficiente, los primeros años
de la escuela fueron difíciles para mi adaptación. Era un niño solo que no
tenía en casa con quién compartir. Mis hermanas mayores las habían enviado a un
internado; mi hermano mayor había huido de la casa a causa de los castigos
inclementes de mi madre. Él era un niño cuando huyó; su comportamiento era
difícil. Esto era, a grandes rasgos, mi familia disfuncional, con una madre cabeza
de hogar que, como miles de mujeres, batallaba a diario por sobrevivir con un
salario mínimo para alimentarnos y pagar el arriendo del inquilinato.
Mi primer año de escuela fue difícil. El hecho de compartir con otros
niños y el constante castigo por parte de la maestra —eran tiempos en los que
todavía se permitía el castigo físico a los alumnos— lo complicaban todo. Para
el segundo año de escuela cursaba grado primero, ya que no había terminado el
kínder por una expulsión tras agredir a un niño que me había golpeado. Para
este año debía empezar a escribir, y vendrían mayores dificultades. La primera:
mi profesora era una maestra católica ortodoxa, y ahí vendría mi sufrimiento.
El primer día, por razones de mi naturaleza, ella pidió que nos persignáramos.
Lo realicé con la mano izquierda; fue un sacrilegio para mi docente. De
repente, recibí una bofetada en la mejilla. Estallé en llanto y, por si faltaba
algo más, recibí como castigo que me amarraran la mano izquierda a un costado
del pupitre con los cordones de mi zapato izquierdo, con la advertencia de no
volver a utilizar mi mano izquierda para escribir y mucho menos para
persignarme, porque eso "solo lo hacía el demonio".
Con todos estos traumas, mi rendimiento académico era pésimo. La escuela
donde estudiaba era muy pobre; nos tocaba llevar una butaca para poder
sentarnos porque los pupitres no alcanzaban. Yo tenía una butaca de color
blanco y, un día, llegué a mi aula y no la encontré. Ese día me tocó sentarme
en el piso. Luego nos enteramos de que la butaca se la había llevado un soldado
para suicidarse sentado en ella. La escuela quedaba en una guarnición militar;
contaba con dos bloques, cada uno con dos aulas. A un lado estaba una pista de
equitación que en las mañanas practicaban los militares y personalidades de la
vida pública; al otro costado pasaba un pequeño riachuelo, y al costado
oriental estaba el casino de los suboficiales, donde comprábamos la merienda.
Tenía una piscina grande, mesas de billar y un gran comedor. Mi madre me daba
dos pesos para mi merienda; eso me alcanzaba para una Coca-Cola y un
liberal.
A mitad de año se dio la primera entrega del boletín de calificaciones.
Yo no le presté atención a esto hasta el momento en que regresé al inquilinato
donde vivíamos. Para esas fechas, mis dos hermanas ya habían regresado del
internado a vivir con nosotros. Mi hermana, la Negra, me recibió con la noticia
de que mi mamá ya sabía que iba mal en la escuela y que me estaba esperando
para darme una "rejera". Para ese entonces, contaba con escasos siete
años. Sin pensarlo un minuto, huí hacia el terminal de transportes, que quedaba
a una cuadra de donde vivíamos, y tomé un bus hacia Sogamoso. Me ubiqué en un
puesto en la parte posterior. Cuando vino el ayudante a preguntarme con quién
iba, le dije que mi madre estaba adelante. Así inicié esta aventura para mí y
un drama para mi madre. El recorrido desde Yopal era largo por las condiciones
de la carretera: angosta, sin pavimento, sin puentes; era una trocha donde, por
bien que nos fuera, eran doce horas de camino si no se presentaba un derrumbe o
una avería mecánica.
Llegamos en la noche a Sogamoso. Esperé que el bus hiciera una parada;
mi intención era coger luego un bus para Bogotá. Esa noche deambulé por las
calles hasta encontrarme con un niño que me llevó a la casa de sus padres. Me
ofrecieron refugio esa noche y, a la mañana siguiente, me enviaron a la
estación de policía de Sogamoso. Intentaron contactar a familiares que tenía en
la ciudad por parte de mi padre, pero fue imposible. Permanecí unos días en la
estación de policía; allí conocí a un niño de la calle que pernoctaba en la
estación. Dormíamos en un salón grande donde dormían los policías; nos habían
asignado unos camarotes. Él dormía en el de arriba; yo, en el de abajo.
Una de las pocas mañanas que pasé en la estación de policía, mi nuevo
amigo me invitó a subir a la azotea a lanzar baldosas. El edificio, si no estoy
mal, es de dos o tres plantas, pero nos causó mucha felicidad tirarlas. Pero,
como la felicidad es efímera, rápidamente apareció un policía que, reprendiendo
nuestro actuar, nos llevó a desayunar. Luego se fue el extraño niño. Creo que
era de mi misma edad; era blanco, de ojos grandes color café claro, pelo
castaño, cara redonda y cuerpo rechonchito. A mí, esa mañana, me llevaron en
una patrulla de la policía al terminal para enviarme de regreso a mi pueblo. La
policía me encomendó al conductor del bus y al ayudante.
Hoy pienso que fue una actitud irresponsable de unos adultos que querían
evadir una responsabilidad. Durante el recorrido dormí; recibí alimentos de una
mujer bondadosa. El bus transitaba lentamente por las condiciones de la vía,
que era una trocha. A mitad de camino nos detuvieron las crecientes de los
caños, que no contaban con puentes, hasta que llegamos a un derrumbe y ahí
terminó el viaje en ese bus. Nos tocó hacer transbordo; fui encomendado a la
mujer bondadosa para seguir mi viaje. Al pasar el derrumbe, nos encontramos con
otro bus rojo con escalera en la parte de atrás.
Durante el viaje se convivía con gallinas, gatos, perros y hasta
marranos. Mientras seguía mi viaje, disfrutaba del paisaje: las hermosas
cascadas al borde de la carretera, los inmensos bosques, las nubes cubriendo
las montañas. Había momentos en que me asustaba cuando veía caer las piedras
arrojadas por las llantas del bus a los precipicios. Era tan angosta la
carretera que se podía observar la profundidad de los abismos; eso me asustaba.
Luego me dormía y me despertaban los malos olores. Después de varias horas de
recorrido, como el bus no contaba con baño, hacía paradas por el camino para
hacer las necesidades y tomar alimentos.
Después de alrededor de 20 horas de recorrido por pura trocha, haciendo
transbordos y una que otra pericia para lograr llegar, había retornado a Yopal.
Me bajé del bus y me fui acercando a la cuadra donde quedaba la casa donde
vivíamos, haciendo "cocos", pero el dueño de la casa me alcanzó a
ver, salió corriendo y me alcanzó cuando yo intentaba huir. Me trajo de regreso
a la casa. Mi madre me dijo que no me iba a castigar, que me había extrañado
mucho los días que estuve perdido. Ese fue mi regreso después de haberme volado
de la casa. Esa noche reímos y lloramos con mi madre, recordando estas
anécdotas de mi vida. Le comenté mi historia de monaguillo.
Los
monaguillos
Cuando era niño, tendría unos nueve o diez años, me uní a mi grupo de
amigos, quienes ya formaban parte de los monaguillos de la catedral principal
de mi pueblo. Ellos me invitaron a unirme y yo, sin pensarlo mucho y sin saber
los beneficios que esto traería, acepté. Así comencé a habituarme a las rutinas
y a los movimientos dentro de la iglesia.
El obispo era una persona déspota, intransigente y, además, un
depredador sexual. Se acostaba con todo tipo de mujeres, desde la empleada del
servicio hasta las abogadas de la curia. Para nosotros, era algo normal pasar
por la habitación del obispo y verlo en sus "faenas", atendiendo a
alguna de las chicas de la curia.
Nuestros días transcurrieron dentro de la iglesia haciendo hostias y
tomando vino de consagrar, recorriendo cada uno de los rincones de la iglesia y
esperando los días de misa para hacer nuestro festín. Yo nunca pude aprenderme
las oraciones que teníamos que repetir después del cura; simplemente las
"galguseaba". Hacía mis lecturas cuando me tocaba el turno de leer y,
los fines de semana, acompañaba al padre Felipe en sus recorridos veredales.
Por cierto, era el único sacerdote dedicado a las cosas de Dios; los demás, que
eran ocho, se dedicaban a beber a escondidas del obispo y a frecuentar los
burdeles del pueblo, donde eran muy conocidos por las chicas de la vida alegre.
En los recorridos veredales entendí el dicho "sírvame como para el
cura", porque a él siempre le servían el mejor plato, la mejor presa, las
mejores atenciones y, por supuesto, "al lado del enfermo come el
alentado". De regreso al pueblo, nos veníamos con racimos de plátanos,
yuca, bananos y otras frutas que la gente del campo le ofrecía al
sacerdote.
Para esa época, la catedral sufría grandes remodelaciones y requería
muchos recursos, para lo cual el obispo solicitaba desde el púlpito a sus
feligreses apoyo para estas obras. Nosotros estábamos simplemente al acecho de
los diezmos y las ofrendas. La madre superiora nos entregaba las bolsas para la
recolección de las ofrendas directamente. Al final de un pasillo, después de
pasar por un túnel, era ella quien recibía las bolsas con el dinero. En ese
lapso de tiempo, entre pasar el túnel y llegar a donde la madre superiora,
nosotros, hábilmente, introducíamos la mano en la bolsa, esperando sacar alguno
de los diezmos que las señoras habían donado para la iglesia.
Al terminar la misa, nos reuníamos y repartíamos el botín de manera
equitativa para evitar disputas y diferencias que pudieran delatarnos. En esos
tiempos íbamos al colegio y, como éramos de familias de escasos recursos, no
nos daban para las onces. Pero, de un momento a otro, empezamos a tener dinero
para onces y para comprar ropa y zapatos, mientras que en la iglesia seguía el
desorden, desde monseñor hasta los curas.
Los dineros recolectados para mejorar la catedral se iban financiando
las vagabunderías de los curas y nuestras necesidades como niños en la escuela.
Ya cuando nos volvimos más hombrecitos, también seguimos los pasos de los
curas, visitando los burdeles.
Hasta que un día el padre Felipe nos tomó por sorpresa y nos dijo que ya
era tiempo de que decidiéramos nuestra vocación, que deberíamos ir al seminario
de La Linda en Manizales. Nosotros pocas veces habíamos salido del seno de
nuestra familia y, para nosotros, era algo nuevo: el viajar, el ir a conocer
nuevas regiones. Y así fue. Nos fuimos para La Linda en Manizales; éramos seis
monaguillos. Nuestro primer día en el seminario nos contactamos con otros
monaguillos de otras regiones; hicimos amistad. Esa noche hubo fiesta y
francachela.
Llegaron las más altas dignidades de la Iglesia católica en Colombia; se
emborracharon y, en medio del desorden, manoseaban a los adolescentes. Nosotros
lo que hicimos fue salir a correr y encerrarnos en nuestro cuarto. Allí pasamos
la tranca a la puerta y lo mismo a las ventanas. Luego de unos minutos, vinieron,
tocaron y pidieron que les abriéramos, pero nunca abrimos.
Esa noche, los seis compañeros dormimos juntos, esperando que
amaneciera. Al día siguiente, todo parecía normal, pero siempre quedó en
nosotros la inquietud de lo que había pasado.
Al regresar a mi pueblo, lo primero que hice fue comentarle a la madre
superiora lo sucedido. Ella me dijo que no fuera a comentar nada, que eso era
una blasfemia en contra del obispo y en contra de la Iglesia.
Mi madre quedó atónita con mi relato sobre los curas; nunca le había
contado esa historia.
Mi
despedida de soltero
Pedro, Jalisco y Miguel me invitaron a Bogotá quince días antes de mi
matrimonio, supuestamente con la intención de hacer unos negocios en la
capital. Sin embargo, sus verdaderas intenciones eran otras. La Negra Olivetti,
la proxeneta que les suministraba chicas a mis dos socios, había escogido lo
mejor de su catálogo para la ocasión.
La fiesta de despedida de soltero la organizaron en un municipio cercano
a Bogotá, llamado Carmen de Apicalá. De San Jacinto solo estaban invitados
Mauricio y Francisco, quienes aún trabajaban en el centro de salud. El resto
eran amigos de Miguel y Jalisco, todos de la capital. Abundaba el licor, la
droga y la música a todo volumen. En un momento, pedí que bajaran el
sonido.
A las diez de la noche inició el evento con un show de striptease,
continuó con un show lésbico y, por último, las chicas salieron en ropa
interior. Colocaron reggaetón; contorneaban sus cuerpos al ritmo de la música
de manera muy sensual. Eran jóvenes muy hermosas que solo incitaban a la
lujuria y al pecado.
Con semejante espectáculo, que derretiría al más fiel de los hombres, y
cuando creíamos que lo habíamos visto todo, Jalisco anunció la presencia de la
ganadora de un reality show de la televisión colombiana: la hermosa modelo
Vanessa Akerman, que hacía pocos meses había finalizado. Era el regalo de mi
despedida de soltero. Era una mujer llena de encantos, desde su rostro, sus
caderas y sus senos hasta el aroma que emanaba, con un acento paisa
seductor.
Ella se sentó a mi lado al llegar, dándome un beso apasionado con lengua
y lamiéndome la oreja, diciéndome:
—Hola, bebé.
La fiesta era cada vez más loca. Algunos les hacían sexo oral a las
chicas o viceversa; otras estaban en cuatro, recibiendo severos castigos en la
sala principal donde estábamos. Me reía de la situación para mis adentros y
decía: "¡Qué vida loca!".
Los excesos continuaban. Algunos intercambiaban parejas; los condones
volaban de lado a lado. Me retiré al cuarto principal de la propiedad con la
hermosa Vanessa, que me sobrepasaba en estatura. Me dejé llevar por sus
encantos en la cama; la disfruté hasta saciarme. Disfrutaba de sus gemidos, que
me excitaban, y al mismo tiempo escuchaba los gritos de las demás mujeres
disfrutando del placer de sus amantes.
Duramos tres o cuatro días y noches sometidos a nuestros instintos
animales, absorbidos por los encantos de las hermosas damas de compañía.
Vivíamos desnudos, tanto hombres como mujeres. Algunos eran víctimas de
bullying por su diminuto miembro.
En las mañanas de los días que duré allí, sentía vergüenza con el
personal de aseo, que tenía que recoger los desastres de la noche anterior:
condones usados con sus fluidos dentro, colillas de cigarrillo, rastros de coca
sobre los platos en la mesa, cachos de marihuana al borde de la piscina, ropa
interior y sobres de condones por doquier.
La piscina tenía jacuzzi, donde por momentos nos metíamos con las chicas
o solo los hombres para hablar en privado de negocios. Así fue mi despedida:
con excesos, pero espectacular, de ensueño. Jamás me imaginé que la mujer que
durante varios meses había visto en el televisor la tendría en mi cama. Ese día
le di las gracias a las chicas, a Miguel, a Jalisco y a todos por tan espectacular
fiesta. Nunca les pregunté cuánto les costó la fiesta, pero me imagino que
costó una fortuna.
Mi
matrimonio
Después de muchos preparativos, ensayos, invitaciones, despedida de
soltero y serenatas, llegó el día. Debo admitirlo: sentía una extraña
inquietud.
El matrimonio fue a las seis de la mañana en la catedral de San Jacinto.
Los invitados eran solo mi familia —mi madre y mis dos hermanas— y la familia
de Amalia, que eran como ochocientos invitados, sumados a unos cincuenta no
familiares. Estaban todas las personalidades del pueblo, en cabeza del alcalde,
el notario, el juez y el fiscal.
Entré a la catedral de la mano de mi madre, con la cabeza adolorida por
los fuertes lancetazos que sentía de la borrachera de la noche anterior. Me
sentía mareado, con ganas de vomitar. Vestía un traje azul grisáceo de corte
republicano, con camisa blanca y mancuernillas de oro.
Me desplazaba lentamente hacia el atril donde esperaría a Amalia. La
catedral estaba decorada con flores de muchos colores. La mayoría de los
asistentes vestían elegantes trajes en tonos que variaban entre el ocre y el
blanco, y lucían hermosos peinados. El piso estaba adornado con pétalos de
rosa.
Llegó el momento de la espera. Amalia se tomó su tiempo; impacientemente
esperaba su llegada hasta que llegó el carruaje jalado por caballos que la
traía. La vi descender de él; luego, la muchedumbre interrumpió mi vista e
inició la marcha nupcial, hasta que la vi venir de la mano del viejo Francisco.
Me extrañó, porque habíamos hablado de que sería su padre, no su abuelo, quien
me la entregaría.
Me desplacé hacia el centro de la catedral al encuentro con mi amada. Me
dijo el viejo al momento de entregármela:
—Le entrego la joya de la familia Linares, mi amada nieta. Cuídala y
respétala.
La tomé de mi brazo y nos dirigimos al altar. Ella iba con su vestido
blanco de cola larga y un velo que cubría su rostro; detrás de ella venían sus
primitos, que traían las arras y las argollas. Esperamos hasta que el cura
ordenó sentarnos. El malestar estomacal no me abandonaba.
La ceremonia nupcial continuaba con el sermón del cura. A mí, cada vez
se me hacía más largo y me sentía peor. Le pedí un momento al cura para
ausentarme e ir al baño. Esto no suele suceder en un matrimonio, pero sucedió.
Fui al baño y vomité los últimos restos de licor que contenía mi cuerpo de la
tomata de la noche anterior. Regresé moribundo junto a Amalia. Ella me
preguntó:
—¿Estás bien, amor?
Le contesté:
—Sí, amor.
Continuó la ceremonia hasta que llegó el esperado momento de las
preguntas:
—¿Acepta usted, Amalia Estrada Linares, a Guillermo Grosso Valencia como
esposo?
Respondió con un contundente "sí". Luego me hizo el cura la
misma pregunta. Me demoré en responder; Amalia me miró, abriendo sus grandes
ojos, esperando mi respuesta, y me pisó el zapato. Respondí:
—Sí, acepto.
Al salir de la catedral, los asistentes nos lanzaban pétalos de flores y
arroz como señal de buena suerte. Nos montamos en el carruaje y nos dirigimos a
la propiedad campestre de la familia Estrada-Linares. Llegamos y nos dirigimos
a la alcoba principal de la propiedad; allí nos pusimos ropas más frescas y
adecuadas para el clima de San Jacinto. La fiesta estuvo amenizada por un
conjunto de música llanera.
París
La Ciudad Luz nos esperaba. No pensaba que la fuera a conocer tan
pronto. Después de mi matrimonio con Amalia en San Jacinto, viajamos al día
siguiente a Bogotá. Esa noche nos quedamos en el hotel Sheraton, en la suite
presidencial. Llegamos cansados de todo el ajetreo de nuestro matrimonio, con
miles de encargos de las tías de Amalia, que le pedían traer un mundo de
perfumes de la Ciudad Luz.
Tomaríamos un vuelo a medianoche de la aerolínea Air France rumbo a
París. Estábamos muy emocionados con nuestro viaje. Durante el día, lo pasamos
realizando todo nuestro itinerario en París: todas las partes que íbamos a
visitar, desde la Torre Eiffel hasta los Campos Elíseos y la tumba de
Napoleón.
Esperamos con ansiedad, como niños, la anhelada hora de llegar al
aeropuerto para tomar el vuelo Bogotá-París sin escalas. Salimos sobre la
medianoche y llegamos sobre la 1 de la tarde, hora de París, al aeropuerto
Charles de Gaulle. Tomamos un taxi que nos llevó al hotel Ritz, uno de los
hoteles famosos de la ciudad.
Totalmente abrumados con la belleza y el esplendor de la ciudad, esa
noche salimos al Barrio Latino en París a disfrutar de la culinaria francesa.
Esa noche, entre el romanticismo de la ciudad, ya un poco más descansados, nos
dejamos llevar por los tragos y el apasionamiento y nos dedicamos a amarnos
mutuamente. Esa noche sentí que la felicidad existía para mí, que tenía el amor
de una bella mujer, encantadora y adorable, que me quería tal cual como era,
que nos entendíamos como pan y mantequilla.
De regreso al hotel, me quedé observando la hermosura de su
arquitectura. Al regresar, la noche ya era fría; era casi la madrugada y
empezaba a sentir el cambio de horario. Mi esposa, Amalia Estrada Linares,
estaba ebria y feliz. Me dijo al oído que me deseaba y quería hacer el amor
como nunca. Esa noche llegamos al hotel y fusionamos nuestros cuerpos con tal
intensidad que los movimientos eran tan intensos que la cama parecía que no iba
a soportar nuestra luna de miel.
Al día siguiente continuamos nuestro recorrido por la ciudad. Pedro
Jalisco nos había comprado un tour por la ciudad guiado, pero yo desistí de él
para tomar mi propio tour, caminando a mi propio ritmo y tomando las
pausas.
Nosotros llegamos a finales de primavera y a comienzos de verano; los
días aún no eran tan calurosos. Nuestro primer día incluía ir al Museo del
Louvre. Amalia disfrutaba viendo el arte; yo simplemente fui a ver a la Mona
Lisa o La Gioconda, la obra célebre de Leonardo da Vinci. Mientras Amalia
recorría los grandes corredores, yo esperaba apaciblemente en la cafetería. Ese
fue nuestro segundo día en París.
Al tercer día nos fuimos al Palacio de Versalles, una obra imponente y
majestuosa hecha por los mejores arquitectos de la época. La imponente entrada
reflejaba sus arcos dorados en el techo; sus jardines, según relatos del guía,
eran los más hermosos del planeta para la época. Duramos todo el día
contemplando la hermosura de este palacio.
Regresamos al final de la tarde, ya casi noche, agotados, a disfrutar de
una deliciosa cena al mejor estilo francés, degustando un vino.
Nuestro recorrido incluía los múltiples museos que tiene la ciudad, el
paseo por el río Sena hasta llegar al Puente de los Enamorados y dejar nuestro
candado allí. El último día que pasamos en París fuimos a la emblemática Torre
Eiffel y a los Campos Elíseos; recorrimos la Catedral de Notre-Dame y, después
de comprar perfumes, vinos y souvenirs que llevaríamos como recuerdo de nuestro
paseo, volvimos a cambiar de planes. En esta ocasión, ya no tomaríamos el avión
que nos llevaría de París a Barcelona; decidimos tomar un tren bala que nos
llevaría desde la estación central ferroviaria a Jerez de la Frontera.
Tomamos el tren rumbo a España; allí disfrutaríamos del mar
Mediterráneo. Después de casi un mes de estar en Europa, regresamos a San
Jacinto.
CAPÍTULO III
Elecciones regionales 2002
Para las elecciones de octubre de 2002, los
candidatos comenzaron a surgir desde principios de año. En marzo llegó Jalisco
en su helicóptero personal. Nos pidió ir a Villa Jalisco y, cuando llegamos al
Club Jalisco, asistían personalidades de la capital del departamento, entre
ellos el candidato a la gobernación. Apenas llegamos, nos convocó al grupo
principal, nos presentó al futuro gobernador y anunció:
—Les presento al próximo alcalde de San Jacinto.
Miraba a Miguel, quien quedó atónito e impactado por la postulación. Nos dio un
gran abrazo y agregó:
—Bienvenidos a la política.
Luego nos reunimos en su oficina, donde dijo:
—Guillermo, serás el gerente y dueño de la clínica.
Miguel, vas a ser el alcalde más poderoso de la región. Vas a ganar las
elecciones. ¿Qué opinas?
Miguel respondió que no estaba de acuerdo, pero
Jalisco lo convenció y le dijo:
—Hoy mismo nos vamos para Bogotá a pulirte y
prepararte.
En abril, Miguel regresó. Ahora lo llamaban el Dr.
Abadía, pero me dijo:
—Sigue llamándome Miguel.
Lo vi tan similar en su actuar a Jalisco. Llegó con
un grupo de asesores que organizarían su campaña. Con el paso de los días, la
campaña fue arrolladora gracias al respaldo económico de Jalisco, Manba y el
Gringo.
El otro candidato, Ramón González, era un
agricultor respaldado por un sector que no veía con buenos ojos a Jalisco,
aunque lograban hacer contrapeso. Al final, la contienda fue reñida, pero el
último domingo de octubre el alcalde electo fue Miguel.
La contienda por la alcaldía fue feroz, marcada por
agravios mutuos y fondos de origen dudoso en ambas campañas. La publicidad de
los candidatos estaba por todas partes. Se compraban líderes, desde religiosos
hasta políticos, y se hacían componendas con los grupos al margen de la ley. En
últimas, estos grupos eran la verdadera ley.
Hacían lo que querían; de lo contrario, ni siquiera
se podía ser candidato. Todos los aspirantes contaban con el respaldo de uno u
otro grupo. El poder era tan fuerte que, de una campaña a la siguiente, ya se
sabía quién sería el próximo candidato.
Se contrataban prestigiosos asesores de campañas a
nivel nacional para estructurar y organizar las estrategias. Además, se
utilizaban empresas de encuestas para monitorear y dar seguimiento a las
campañas, sin dejar nada al azar.
El presupuesto, planificado con antelación, se
gastaba de acuerdo con los contratistas seleccionados por las autodefensas y la
guerrilla, según los tratos que Jalisco había negociado.
La
posesión del Dr. Abadía
Todos los preparativos para la posesión del alcalde
se programaron para el miércoles primero de enero de 2003, a las 4:00 p. m., en
la plaza principal, con la participación de todas las fuerzas vivas de San
Jacinto.
Días antes de la posesión, conversé con Miguel
sobre su familia, un tema delicado que siempre evitaba tocar. Sin embargo, ese
día, en un momento de confianza, me dijo:
—Sabes, compadre, que ese tema es un misterio para
mí mismo. Pero eres mi socio, amigo y confidente Te voy a contar mi historia.
Soy el hijo ilegítimo de un acaudalado empresario bananero que nunca quiso
reconocerme. Mi apellido, Abadía, me lo dio mi abuelo paterno, quien fue el
único que se hizo cargo de mí. De mi madre solo sé que murió al momento de
darme a luz.
Continuó relatando:
—Desde entonces, mi abuelo me recogió y me dejó al
cuidado de una criada. Cuando cumplí la edad para iniciar mis estudios, me
enviaron a un internado en Santa Marta. Después de terminar la primaria y el
bachillerato, mi abuelo me mandó a la Universidad de Cartagena, donde me
matriculé en la facultad de Medicina.
Le pregunté si pensaba invitar a alguien de su
familia a la posesión. Me respondió que, desde que llegó a San Jacinto, no
había tenido contacto con ellos. Dudaba que su abuelo pudiera asistir debido a
su edad y delicado estado de salud. Sobre su padre, fue enfático:
—A mi padre no lo invitaría por nada del mundo.
Nunca fue un padre para mí.
Le pregunté entonces si invitaría a alguna novia o
amiga de la universidad. Sonrió y respondió:
—Sí, quiero invitar a mi gran amiga de la
universidad, Raquel, y a mi primo Omar.
Ese día también me contó sobre su vida
sentimental:
—En la universidad, las mujeres me huían. Aquí, en
cambio, me toca correrlas porque me asedian.
En esa conversación entendí muchas cosas sobre
Miguel. Era un hombre profundamente solitario, sin nada ni nadie que se
preocupara realmente por él. Había encontrado en San Jacinto un refugio ideal
para escapar de sus penas, que intentaba calmar con licor y una vida sexual
desbordada.
Aunque le sobraban mujeres, no lograba encontrar a
la ideal. Tal vez su estilo de vida de mujeriego empedernido no se lo permitía.
Él decía:
—Las mujeres de hoy son fáciles de seducir, pero
difíciles de conquistar su corazón. Lo complicado no es conquistarlas, sino
enamorarlas.
Miguel Abadía,
alcalde
El Dr. Miguel Abadía se convirtió en el tercer
alcalde por elección popular del municipio. Durante su administración, las
petroleras planearon la construcción del mayor complejo petrolero en San
Jacinto, además del descubrimiento del yacimiento petrolero más grande del
país. Esto lo posicionó como el alcalde más poderoso de la región.
Mi amistad con Miguel permanecía intacta, aunque
ahora estaba acosado y manipulado por Jalisco y su séquito de oportunistas.
Gobernaba a un pueblo, pero a él lo gobernaba un grupo de asesores que, bajo la
dirección de Jalisco, hacían y deshacían a su antojo.
San Jacinto tenía enormes necesidades y carecía de
las comodidades propias de la vida moderna, pero durante su período el dinero
abundó. Se construyeron puentes, carreteras, acueductos, escuelas,
polideportivos y mangas de coleo, además de iniciarse la construcción del
palacio municipal. El trabajo era abundante en todos los sectores, aunque
también se incrementaron los prostíbulos y las cantinas.
Miguel era una especie de celebridad, pero al mismo
tiempo daba la impresión de ser un narcotraficante debido a sus
excentricidades: casas lujosas, escoltas, orgías y fiestas que duraban varios
días. En el pueblo se comentaba que, por cada contrato, cobraba un 15 %.
A pesar de las obras, el pueblo estaba inconforme.
Miguel pasaba más tiempo en Bogotá, según decía, realizando gestiones, lo que
generaba descontento. Además, su administración carecía del populismo y afecto
que la gente esperaba de su gobernante. Las protestas frente a la alcaldía se
hicieron frecuentes, en gran parte por el descontento hacia la contratación de
profesionales foráneos. Sin embargo, la realidad era que San Jacinto tenía muy
pocos profesionales locales.
Cuando Miguel estaba en el pueblo, las jornadas en
la alcaldía eran maratónicas. Comenzaban a las seis de la mañana y se extendían
hasta las diez u once de la noche. Desayunaba y almorzaba en su despacho,
recibiendo a una multitud de habitantes que buscaban empleo, soluciones de
vivienda, ayudas educativas o contratos.
Una vez, Miguel me confió que entre las cartas de
la comunidad había propuestas insólitas. Algunas madres ofrecían a sus hijas a
cambio de dinero, y universitarias que enfrentaban apuros económicos en la capital
le pedían ayuda para terminar sus estudios. Una de las más recordadas fue una
de las hermanas Valdés, mujeres de una belleza extraordinaria, que llegó a su
despacho y le dijo:
—Alcalde, disponga de mí, pero ayúdeme con el
semestre.
Miguel, conocido por su fama de mujeriego
empedernido, no perdió la oportunidad.
Así era la vida del mandatario de esta floreciente
región del país del Sagrado Corazón de Jesús, donde se vivía una paz extraña
desde hacía meses gracias a Jalisco y al acuerdo alcanzado con Manba y el
Gringo.
Era una paz comprada, sustentada en un pacto entre
las dos facciones en disputa, quienes se habían repartido el presupuesto de la
administración local, que manejaba cifras extraordinarias. Sin embargo, el
pueblo no sabía hasta cuándo se respetarían esos acuerdos. Aunque se respiraban
vientos de calma, ocasionalmente se interrumpían con el ajusticiamiento de
algún bandido local, ejecutado ya fuera por las autodefensas o la guerrilla.
Aquí, la ley y el orden eran impuestos por ellos, a su manera.
Festival
y Reinado Nacional de la Palma
Durante la administración de Miguel Abadía, se
institucionalizaron las fiestas de San Jacinto, convirtiéndolas en las más
populares de la región. Estas incluirían un reinado, noches temáticas (llanera,
vallenata y popular) y corridas de toros.
La organización del reinado quedó a cargo de Fabián
Moore, un excéntrico bailarín y diseñador, se autoproclamaba 'maricón' con
orgullo, aunque en realidad se llamaba Fermín Moreno El festival se convirtió
en una empresa gigantesca que involucraba múltiples gestiones: invitaciones a
las delegaciones, contratación de artistas, logística para la empresa taurina,
sonido y puestas en escena. Para organizar el evento, se creó la Corporación
del Festival, financiada con aportes de la administración municipal, las
petroleras y los productores de palma.
Los preparativos comenzaron seis meses antes.
Fabián Moore recorrió diferentes regiones del país convocando candidatas para
el reinado. Pero, al acercarse el plazo y faltar participantes, acudió a su
amiga Olivetti, una conocida proxeneta de la capital.", conocida proxeneta
de la capital. Olivetti facilitó su séquito de chicas; acordaron un pago por
cada candidata y asignaron padrinos para representarlas. Incluso decidieron de
antemano el orden de las participantes y quién sería la ganadora.
—De chicas bellas sé bastante —aseguró Olivetti.
Ella se encargó de asignar representaciones departamentales a las candidatas,
darles clases de glamour y etiqueta, y enseñar a las finalistas las respuestas a
las preguntas del jurado para evitar que quedaran en ridículo.
Para ese entonces, San Jacinto ya contaba con un
aeropuerto que recibía vuelos comerciales diarios desde la capital.
El día del festival comenzó con una alborada. Cerca
de las diez de la mañana llegaron las candidatas, la principal atracción del
evento, con su belleza reflejada en rostros hermosos y cuerpos esculturales. La
caravana partió desde el aeropuerto, recorriendo las calles principales del
pueblo. Las candidatas, montadas en la parte superior de un camión de bomberos,
lanzaban dulces y besos al público, que discutía cuál era la más bonita, la más
fea y la favorita para ganar.
El recorrido terminó en el hotel Real Canaguaro,
propiedad de Jalisco, donde se celebró una rueda de prensa y la entrega de las
llaves del pueblo por parte del alcalde. La alta sociedad y las personalidades
del municipio asistieron al evento, luciendo sus mejores galas. Yo también
estuve presente, disfrutando del momento.
En la mesa principal del evento, las candidatas
compartían espacio con los miembros de la administración, liderados por el
alcalde, quien dio un discurso de bienvenida y entregó las llaves del pueblo a
cada concursante.
Por la noche, se dio inicio oficial al Festival
Folclórico y Popular de la Palma con una verbena amenizada por un famoso
cantante vallenato. Todo transcurría según lo planeado hasta el día de la
elección de la reina, cuando estalló un escándalo.
Según lo acordado, la ganadora sería la señorita
Antioquia. Sin embargo, por diferencias entre Fabián Moore y la comitiva de
"maricones" que apoyaban a la candidata, el resultado fue alterado
sin consultar a los miembros de la organización.
Esa misma noche corrió el rumor de que las
candidatas provenían de un famoso burdel de la calle 53 en la capital. El
pueblo, escandalizado, se sumió en comentarios y chismes.
La primera versión del festival quedó manchada por
el escándalo del reinado. Fabián Moore fue destituido como jefe de la Casa de
la Cultura, pero poco después fue restituido en su cargo. Se decía en los
pasillos de la alcaldía que había amenazado al alcalde con revelar todos sus
secretos si no lo reintegraban.
Días de
sombras
El segundo año de la administración de Miguel
Abadía no inició bien. Los enfrentamientos entre Manba y el Gringo se
intensificaban, tornando San Jacinto inhabitable. Las condiciones de orden
público empeoraban debido a las masacres y los continuos ajusticiamientos de
ciudadanos indefensos, que quedaban a merced de los violentos. La zona rural se
convirtió en un verdadero campo de batalla, donde la disputa territorial entre
la insurgencia y los grupos paramilitares era sangrienta y feroz.
Cada día los muertos se contaban por decenas, de
uno y otro bando. La iglesia intentaba mediar ante semejante ola de terror,
mientras los grupos al margen de la ley reclutaban a jóvenes de todas las
veredas y fincas para hacerlos partícipes de la guerra. Las diferencias se
habían hecho visibles tras el incremento del "impuesto de guerra" que
Manba impuso a los contratistas: un 15 % sobre los contratos ejecutados por la
administración municipal, dejando sin opción de tributo al Gringo. El dominio
territorial de la guerrilla del Frente 44 se incrementó con la presencia de
hombres fuertemente armados.
La Defensoría del Pueblo hacía constantes llamados
a la paz y al cese del fuego, lo mismo que la Iglesia Católica, pero el pueblo
seguía siendo un río de sangre. Por semanas, en el cementerio se enterraban
entre 20 y 30 personas. El alcalde, simplemente un títere de los grupos al
margen de la ley, obedecía sus órdenes. Sin embargo, Manba no confiaba mucho en
Miguel Abadía, pues sabía de su amistad con Pedro Jalisco, quien a su vez era
cercano al Gringo.
Miguel, como alcalde, trataba de buscar puntos de
acercamiento entre Pedro Jalisco, Manba y el Gringo para detener la ola de
terror que se vivía en San Jacinto. El alto comisionado de paz también buscaba
que la iglesia ayudara con sus buenos oficios para llegar a un acuerdo de paz
que trajera tranquilidad a la región, pero nada de esto sucedía.
El número de desplazados, desaparecidos y fincas
abandonadas continuaba en aumento. Lo único que imperaba era la ley del más
fuerte, la anarquía de las armas y el dominio del presupuesto de San
Jacinto.
En mayo de ese año, Manba citó al alcalde a un
paraje rural del municipio para adelantar unos diálogos de paz. Miguel me
comentó la situación, y le manifesté los posibles riesgos de salir a un
encuentro con ese personaje. Él me dijo que lo sabía manejar.
Miguel se había vuelto muy hábil hablando y
persuadiendo a la gente, tanto que confiaba en poder convencer a Manba. La cita
quedó fijada para el sábado a las 10 de la mañana en la finca Las Cañadas,
ubicada en la vereda El Paraíso. Como garantes del encuentro estarían Pedro Jalisco
y otros líderes veredales, amigos de Miguel, además del temido Manba. También
asistiría el obispo, en representación de la Iglesia Católica.
Esa mañana, muy temprano, Miguel me llamó. Lo sentí
algo inquieto. Me dijo que saldría a las seis de la mañana para llegar al punto
de encuentro a las diez, pues antes debía pasar por otras veredas. Salió de su
casa acompañado de su esquema de seguridad y su secretaria personal. Era un día
soleado, y el camino veredal se hacía polvoriento con el paso de la caravana de
carros que lo acompañaba.
Las carreteras veredales de San Jacinto eran
simples trochas, donde solo vehículos 4x4 podían transitar. Desde unos cinco
kilómetros antes del punto de encuentro ya se sentía la presencia de la
guerrilla del Frente 44. Al llegar al sitio, el alto mando guerrillero,
encabezado por Manba, intimidaba a los presidentes de juntas de acción comunal
con su presencia.
Cuando llegó el alcalde, Manba lo saludó:
—Bienvenido, señor alcalde. Qué grato volverlo a
tener por aquí. Desde que se subió al poder no habíamos tenido la posibilidad
de hablar con usted, pero gracias por venir hoy a encontrarse con la
insurgencia y la comunidad de estas veredas.
Lo que parecía un saludo pronto se tornó en
intimidación. Manba continuó:
—Lo hemos invitado para hacerle un juicio político
porque usted no está llevando las riendas de este municipio por la senda
correcta.
En ese momento, los guerrilleros desarmaron a la
seguridad del alcalde. La expresión de Miguel cambió drásticamente al sentir el
poder de las palabras de Manba y la intimidación del lugar. Ninguno de los
invitados prometidos había llegado: ni Pedro Jalisco, ni la Iglesia, ni la
Defensoría del Pueblo.
Miguel estaba a merced de los violentos. De manera
extraoficial, la guerrilla inició un juicio político contra él, acusándolo de
mal manejo de la administración municipal. La sentencia final fue la ejecución,
ordenada directamente por Manba.
Todo ocurrió rápidamente. Algunos presentes no
entendieron la gravedad de las circunstancias hasta que dos guerrilleros
tomaron a Miguel de los brazos y lo llevaron hacia una cañada. Manba los
siguió. Los funcionarios de la alcaldía miraban con tristeza y miedo,
presenciando el trágico final del alcalde.
Minutos después resonaron tres disparos de 9 mm.
Era el fin de Miguel Abadía. Sobre las cuatro de la tarde, la noticia se
conocía en el pueblo. La comitiva del alcalde traía en el carro el cuerpo sin
vida del burgomaestre. Ese fue uno de los días más tormentosos y dolorosos para
mí, porque por primera vez en mi vida perdía a alguien tan cercano.
Ese día fui a la morgue a ver su cuerpo inerte,
pálido, trémulo e inmóvil sobre el mesón. Allí yacía Miguel, quien en vida fue
un hombre hábil, sonriente y alegre. Lo abracé entre mis brazos, lo besé en la
frente y lloré amargamente su trágica muerte. Solo sentía en mi cuerpo
desasosiego, abandono e indefensión. Me sentí el ser más vulnerable ante las
circunstancias que vivía; lo único que podía hacer era refugiarme en
Amalia.
Al día siguiente se presentó el gobernador, el alto
comisionado de paz del gobierno nacional y un delegado del ministro de Defensa.
Todos lamentaban la muerte del burgomaestre a manos de grupos al margen de la ley.
Yo aún no podía creer que Miguel estuviese muerto. Pedro Jalisco no aparecía
por ningún lado, y yo sentía una gran necesidad de hablar con él sobre lo
sucedido.
El jurídico de la administración, junto a la
tesorera, quienes acompañaban a Miguel en el momento de los hechos, eran
sujetos de investigación. Los medios los abordaban constantemente,
solicitándoles narrar lo sucedido. Jorge, el jurídico de la administración,
abandonó el pueblo de manera inesperada, argumentando posibles amenazas de los
insurgentes. Según dijo, un concejal lo había citado en un caserío cercano para
conversar con el comandante, pero él salió huyendo del municipio y solicitó
asilo político en Francia.
El entierro de Miguel fue desgarrador. El único
familiar que asistió fue su primo Omar Abadía, acompañado de su amiga Raquel.
Consulté a su primo si quería llevar el cuerpo a Santa Marta o si lo
enterrábamos en San Jacinto. Omar decidió que era mejor enterrarlo allí, porque
en Santa Marta nadie lo conocía. En San Jacinto, al menos, nos tenía a nosotros
y al pueblo.
La ceremonia religiosa comenzó a las 4:00 p. m. El
cura hizo un recuento de la vida de Miguel, resaltando su corta existencia. A sus
tan solo 33 años, un joven venido desde las costas colombianas había encontrado
la muerte lejos de casa, con una vida inconclusa, sueños por realizar y metas
por cumplir. La iglesia estaba abarrotada.
El cortejo fúnebre lo encabezaban el gobernador, el
alto comisionado de paz, su primo Omar, Raquel, Amalia y su familia. Yo no me
contenía y lloraba desconsoladamente por mi pérdida. Durante mi intervención en
la misa, pedí a todos los presentes que, mientras se movilizaba el cortejo
fúnebre, no usaran las bocinas. También hice un recuento de nuestra amistad,
del dolor que me causaba su pronta partida. Agradecí el haberme hecho su socio,
amigo y confidente, y recordé todos los bellos momentos que compartimos.
Al llegar al cementerio, muchas mujeres lloraban
desconsoladas, pero en especial Tatiana Suárez, su incondicional amante, una
mujer de inigualable belleza, con rasgos fuertes y un escultural cuerpo.
Era desgarrador su llanto y su expresión de dolor.
Decía:
—¿Ahora qué voy a hacer con mi bebé?
Me llamaron la atención sus palabras, porque, hasta
donde yo sabía, Miguel no tenía hijos.
Unos días después de la muerte de Miguel, mandé
llamar a Tatiana, a quien conocía desde mi llegada a San Jacinto. Cuando llegó
a mi oficina, la vi más robusta. Le hice el comentario:
—Pero la veo repuestica.
Ella respondió:
—Sí, ya se me empieza a notar el embarazo.
—¡¿Cómo así, mujer?! —le dije.
—Así como escucha, estoy embarazada. Tengo cuatro
meses y medio, y no sé qué hacer.
—¿Cómo así, mujer? —insistí.
—Pues sí, sin un padre para mi hijo, porque me lo
mataron.
—¿Tú estás diciendo que ese hijo es de Miguel?
—¿Pues de quién más?
—Mira, Tatiana, si eso es cierto, yo me hago
responsable de ti y de esa criatura que estás esperando. Como tú sabes, yo era
el socio de Miguel. Aunque todos los bienes estén a mi nombre,
independientemente de si es cierto lo que me dices, yo le daría su parte al
hijo que tengas.
Ella aceptó sin problema y preguntó:
—¿Y mientras tanto, de qué vivo?
Le dije:
—No te preocupes. Dame una cuenta, y yo te daré una
mensualidad para que vivas cómodamente. Todos los controles los tendrás en la
clínica.
Tatiana era una afamada prepago o dama de compañía
del pueblo, la más cotizada. Se había salido de la casa de sus padres a los
quince años, motivada por su amiga Violeta, otra dama de compañía también menor
de edad, para dedicarse a suplir las necesidades sexuales de los ingenieros
petroleros, gringos que hacían parte de las multinacionales. Esa era la vida de
ellas.
Vivían en una hermosa casa ubicada en La Colina con
una amiga mayor, Diana Ángel, que actuaba como su mánager. En una de sus
fiestas locas, Miguel me las había presentado.
Ella era una mujer ambiciosa y derrochadora de
dinero; así como ganaba, así lo gastaba. Nunca tenía un peso. La naturaleza la
había dotado de un hermoso cuerpo, aunque de cara no fuera muy bella. Su
personalidad era arrolladora.
Tenía una dulce voz que adormecía y seducía al más
fiel y puritano de los hombres. Miguel describía sus nalgas como un durazno; lo
enloquecía, aunque la solía compartir con más hombres.
Por temporadas abandonaban el pueblo porque se iban
a "putiar" a Villavicencio, Bogotá, Medellín o Cartagena, según como
les estuviera yendo. A mí me gustaba hablar con ella; era muy buena
conversadora y me contaba sus aventuras con sus clientes.
Me contó que en una oportunidad atendió a una
pareja de esposos en Bogotá. La esposa era un poco complicada porque solo ella
la podía besar en la boca; el esposo no, solo penetrarla. Estando en el acto,
se le dio por tomarle una foto, con la mala fortuna de que se activó el flash.
De inmediato se levantó el tipo, le arrebató el teléfono —un iPhone de los
últimos— y lo destrozó contra la pared. Ella salió corriendo de la
habitación.
La familia de Tatiana era disfuncional: padres
separados; su madre la había dejado al cuidado de su padre, pero él convivía
con otra mujer que le daba muy mal trato. Por eso había optado por irse de la
casa. Su padre era conductor de camión de la palmera; su madre tenía una
cantina junto al parque Morichal. Tenía dos hermanas mayores y un hermano que
era uno de los delincuentes del pueblo. En varias oportunidades me había tocado
a mí o a Miguel interceder con el Gringo para que no lo mataran. Era un ladrón
de apartamentos, casas y raponero.
Finalmente, lo que no pudieron hacer las
autodefensas ni Manba lo logró una motocicleta. Un fin de semana, celebrando
sus fechorías, terminaría en la parte posterior de un camión del palmar,
estampando su rostro. Así pondría fin a su corta vida de malhechor.
Miguel decía que la quería sacar de ese mundo, pero
ella era feliz ahí. Le había comprado una boutique en el edificio El Prado, uno
de los edificios modernos del pueblo, le pagaba un apartamento en el mismo
edificio y le había comprado un carro al momento de su muerte.
La siguiente persona en llegar a la clínica,
acompañado de un abogado, fue su primo Omar Abadía. En un tono poco amigable,
me dijo que venía a reclamar las propiedades de su primo. Le expliqué que,
mediante un acto notarial y registrado en la cámara de comercio, se había
realizado la venta de las acciones de Miguel a Amalia, y le mostré los
documentos.
Se mostró molesto y comentó que todo aquello era una
pantomima, que habíamos montado una farsa y que, como único heredero, exigía su
participación. "Como puedes ver, aquí no hay ningún tipo de
sociedad", añadió.
Después de la muerte de Miguel, la guerra se
intensificó. Los campos se convirtieron en escenarios de feroces disputas
territoriales entre un bando y otro. No hubo finca o vereda a donde no llegaran
a reclutar jóvenes adolescentes para la guerra de Manba o del Gringo. Era común
ver cuerpos sin vida abandonados en la vera del camino o en cualquier paraje
rural del municipio. Los chulos se alimentaban de los cadáveres, ya que nadie
se atrevía a darles cristiana sepultura.
El alcalde encargado
La elección del nuevo alcalde fue un verdadero
calvario. Aunque parecía sencilla, se convirtió en un dolor de cabeza. Entre
los candidatos para reemplazar a Miguel estaban su primo Omar, algunos miembros
de su campaña y otros nombres propuestos. Según la ley, el partido que avaló a
Miguel debía presentar una terna al gobernador para elegir al nuevo mandatario.
Pedro Jalisco no aparecía por ningún lado. Se
especulaba que estaba en la capital o, quién sabe, tramando algo, pues él
debería estar muy interesado en el nombramiento del nuevo alcalde.
Por mandato constitucional, el partido de Miguel
era el único autorizado para presentar la terna. Esta debía ser avalada por la
dirección municipal del partido. El candidato más fuerte era su primo Omar,
quien vino a buscarme, esta vez con un tono más conciliador, solicitando mi
respaldo. Le dije que contara conmigo y con mi apoyo.
Finalmente, el directorio municipal presentó la
terna al gobernador, quien la envió a Villavicencio para su evaluación. Una
semana después, el gobernador anunció su decisión: Omar Abadía sería el nuevo
alcalde de San Jacinto.
Sin embargo, la comunidad mostró su inconformidad
de inmediato. Las protestas frente a la alcaldía no se hicieron esperar; los
habitantes exigían que se nombrara a una persona del pueblo y no a alguien
foráneo.
Con el tiempo, el pueblo acabó aceptando la
decisión del gobernador. "Omar comenzó a ganarse la simpatía de los
habitantes. Se dedicó a permanecer en San Jacinto y atender a la gente, lo que
fue bien recibido por muchos. Lo tildaban de generoso y buena persona porque,
con frecuencia, daba dinero a quienes lo necesitaban.
A pesar de esto, Omar estaba muy consciente de los
riesgos que implicaba su posición. Su escolta duplicaba la que tenía Miguel, y
se desplazaba siempre en vehículos blindados. Era evidente que, aunque el cargo
lo hacía cercano al pueblo, también lo colocaba en una situación
vulnerable.
Aquí no
pasa nada
Pasados unos años, cuando ya vivía en la
tranquilidad de mi finca, dedicado a las labores del campo, tuve una
conversación con uno de mis empleados. Rememorando las épocas de la guerra, me
contó su tragedia.
Una tarde cualquiera, el Gringo y sus hombres
llegaron a la zona y se llevaron a muchos jóvenes, entre ellos a él. Nunca
volvieron a sus hogares. Según los relatos, se estima que alrededor de mil
quinientos adolescentes, entre hombres y mujeres, fueron arrancados del seno de
sus familias. Los embarcaron como animales en camiones y volquetas. De todos
ellos, solo regresaron dos sobrevivientes.
—Fuimos invisibles para todos —me confesó con voz
quebrada—.
Pasamos frente a la estación de policía,
atravesamos todo el pueblo y nadie nos vio. Nos llevaron a las montañas, donde
el comandante JK, con una ametralladora M60, nos disparaba a ras del suelo.
Quien no estuviera acostado, moriría. Ese día murieron muchos. A todos nos
cambiaron el nombre, nos dieron una chapa y, si éramos hermanos, nos separaron.
Nos obligaron a matar, a violar, a cometer atrocidades... o moriríamos
nosotros.
Fueron carne de cañón en la guerra entre Manba y el
Gringo. Los cuerpos se acumulaban en los campos. Los chulos devoraban los
cadáveres, dejando solo osamentas. Meses de terror fueron su única
realidad.
El Gringo contaba con el apoyo logístico del
gobierno, a través de las fuerzas militares, con el objetivo de acabar con el
dominio de Manba. Esa alianza fue decisiva. Finalmente, el Gringo se apoderó de
la región, destronando a Manba.
El fin
de Manba
Matelarga, el último refugio de Manba, fue asediado
sin descanso. La armada y la fuerza aérea lanzaban constantes ataques. Un helicóptero
Bell 204, armado con una ametralladora punto 50, rastrillaba la zona. No hubo
rincón de la isla que escapara a las balas.
Manba, acorralado, ya no tenía dónde huir. Pese a
los mitos que lo envolvían —inmunidad a las balas, un 'cruce' por una bruja
indígena o la capacidad de convertirse en leopardo por las noches—, su fin
estaba cerca, estaba a punto de enfrentarse a su fin. Con su grupo reducido de
hombres hambrientos y harapientos, resistía desesperadamente.
El Gringo, decidido a atraparlo, cortó sus
suministros y asfixió a sus fuerzas. Finalmente, uno de los propios hombres de
Manba lo traicionó, hiriéndolo y entregándolo al Gringo.
El desenlace fue brutal. El Gringo llevó a Manba a
lo que alguna vez fue el Multi Center de Jalisco. Allí decidió no entregarlo a
las autoridades.
—A este perro hay que matarlo, no llevarlo a una
cárcel donde viva como rey —decía.
Tras torturarlo para obtener información sobre sus
caletas de dinero, el Gringo le amputó una mano con un machete afilado. Esa
mano sería lo único que la justicia recibiría como prueba del fin de uno de los
criminales más temidos de la región.
Desplazados
Transcurridos
unos días después de la muerte de Miguel, la familia de Amalia, encabezada por
don Francisco Linares, llegó a visitarme a la clínica. Me pareció extraño.
Pensé que el viejo estaba enfermo, pero, al verlo siempre tan fuerte como un
roble, me sorprendió. Venía acompañado de sus dos hijos: Emilia y Aniceto. El
viejo, en tono pausado, se dirigió a mí, consciente del dolor que estaba
viviendo y de las angustias por la muerte de mi amigo.
Me
dijo:
—Mijo,
yo lo he estado pensando. Esto está muy terrible aquí. Es mejor que nos vayamos
mientras se calman las aguas. La plata se puede hacer en cualquier momento; la
vida es una sola como para perderla en esta guerra absurda. Mis hijos y yo
hemos decidido irnos para la capital un tiempo. A mí no me agrada el clima de
allá, pero las circunstancias no dan para más, y no me puedo ir sin ustedes,
que son una parte de mi alma.
Lo
escuché atentamente. Al principio le puse uno que otro “pero”, pero tomé la
decisión de abandonar San Jacinto junto a Amalia. Nos fuimos a vivir a Bogotá.
Los primeros días me la pasaba escuchando al viejo. Francisco me contaba que,
cuando sus hijos eran pequeños y vivían en el hato Las Margaritas, la crianza
era muy económica. No había mucho que gastar, no como hoy en día, que se gasta
mucha plata criando un hijo. Ahora hay que invertir en pañales, jardines
infantiles y muchas comodidades. En esa época, todos vivían en el campo, y lo
que le sobraba a uno se le iba dejando al otro, especialmente en lo que
respecta a la ropa.
El
cuento de los duendes surgió cuando sus hijos, siendo pequeños, decían ver
duendes en el hato Las Margaritas. Para descubrirlos, les echaban harina de
trigo al piso. A medida que los duendes caminaban, iban dejando huellas de
pequeños piececitos, lo que demostraba que había muchísimos duendes en esa
casa. La única forma de ahuyentarlos fue cuando sus hijos los mandaban a traer
agua del caño. Eso sí los aburrió y los desterró, porque, de lo contrario, en
la noche se la pasaban molestando: les hacían trenzas a las bestias y
correteaban a los caballos.
Aniceto,
el hijo varón de don Francisco, me decía que él los miraba cuando era niño. Yo
le preguntaba:
—¿Pero
es verdad?
Y
él me respondía:
—Sí,
Guille, es totalmente cierto lo que te digo.
El
resto del día lo pasaba jugando parqués, dominós y ajedrez, hasta que empecé a
hartarme de las tertulias de don Francisco, ya que me parecía que repetía las
mismas historias.
Me
convertí en un desplazado más en Colombia. Durante meses sentí la frustración y
la impotencia que aqueja a todo desplazado. Sentí que vivía en un país donde el
gobierno no garantiza lo mínimo, que es vivir en paz; que los violentos son más
fuertes que el Estado; que aquí lo único que manda es la anarquía de los
violentos; que la vida no vale nada y que soy una simple ficha dentro de este
conflicto sin sentido.
Vivíamos
con las comodidades de una familia pudiente, pero era un desplazado con toda mi
familia. Lo único que queríamos era vivir en paz y trabajar para construir
país, pero la guerra ya me había marcado con el asesinato de mi mejor amigo y
ahora era víctima de las extorsiones. Me tocaba pagar escoltas para que
garantizaran mi seguridad y poder sobrevivir.
La
vida en la ciudad se volvió monótona. Empecé a salir temprano de la casa e
iniciaba largas caminatas desde Pablo VI hasta Unicentro y regresaba a casa.
Amalia no decía nada. Ella sabía la cruz de mi dolor; simplemente me abrazaba y
me consentía. Cuando me llegaban esas olas depresivas y de llanto, ella me
pedía que le hablara, que le expresara mi dolor, y por último me sugirió que
fuera al psicólogo. Le hice caso y empecé mis terapias.
La
doctora Clementina fue mi psicóloga durante tres meses. Con ella hice la
catarsis de mi dolor y el duelo por mi pérdida. Entre las recomendaciones que
me dio la doctora estaban hacer deporte, socializar con otras personas y
realizar actividades que me gustaran.
Mi
amor por la lectura
Aproveché
ese tiempo para aumentar mi colección de libros en la biblioteca. Amalia
también era apasionada por la lectura, y nos gustaba mucho releer clásicos de
la literatura colombiana como La vorágine, Cien años de soledad, María y
Mientras llueve.
Amalia
se impresionaba de mi manera de devorar libros y me decía:
—¿Tú
cómo haces?
Yo
le respondía:
—Es
algo innato.
Entonces
le conté mis vivencias de niño y mis primeros encuentros con las letras. Mi
pasión por la lectura nació por casualidad, de lo prohibido Cuando era niño, mi
madre me daba un peso para mis onces, que yo ahorraba juiciosamente para ir por
las tardes donde el viejo José, quien tenía una casona vieja cerca del parque
principal. En la parte de afuera colocaba una banca larga de madera junto a la
pared que daba a la calle. Allí colgaba cuentos de Memín, Kalimán, Águila
Solitaria, Condorito y otros que no recuerdo. En total eran seis cuentos cuyo
alquiler costaba tres pesos.
Para
esa época, la oferta de diversión era mínima. Las viviendas con televisión eran
pocas, y los programas infantiles, escasos. Así que nos entreteníamos jugando
en la calle, practicando yermis, la lleva, pistoleros, y en la temporada seca
pasábamos casi todo el día en el río. En invierno, la poca diversión que nos
quedaba era la lectura de cuentos.
Dado
que no me alcanzaba para alquilar los seis cuentos, tenía que hacer una lectura
rápida y apresurada para que don José no se diera cuenta de que había leído
cuatro cuentos adicionales, además de los dos a los que tenía derecho. Todo
gracias a la complicidad de mis traviesos amigos, que me apoyaban en mi
lectura. Así pasé muchos años evadiendo mi responsabilidad económica con don
José.
Mi
madre no me podía ver donde don José porque, de inmediato, lo amenazaba con
denunciarlo por alquilar revistas obscenas y corruptoras de menores. De paso,
me amenazaba con darme una gran paliza si me volvía a ver leyendo esas
“porquerías”. Lo que ella no sabía era que estaba formando en mí el gusto y la
pasión por la lectura. De manera autodidacta, aprendí a leer rápido, sin cursos
ni técnicas. Simplemente, de manera asombrosa, devoraba página tras página de
cualquier libro que me interesara.
Cuando
cumplí nueve años, se dio una exposición de La vorágine con su versión
original, de puño y letra de José Eustasio Rivera. Para esa época, mi pueblo no
contaba con energía eléctrica, y las noches estaban cubiertas por penumbras de
oscuridad. En el auditorio del SENA permanecía expuesta la obra del gran
escritor. Uno de los vigilantes, que era un gran amigo de la casa, accedió a mi
ruego de dejarme leer el original de la novela. Durante nueve noches me sumergí
en las caudalosas y violentas aguas de La vorágine, en ese mundo de llano y
selva, hasta devorarme la obra y quedar fascinado con la historia.
A
los once años, visité la casa de una de mis hermanas, que vivía en Bogotá. Allí
encontré el célebre libro de Mario Puzo, El padrino. Me impactó y me dejó
perplejo la historia.
A
las pocas semanas de haberle contado mi historia con la lectura, una tarde
cualquiera Amalia me dijo:
—Te
tengo una sorpresa que te va a encantar.
—Muestra
a ver, mujer —le respondí.
Sacó
un paquete y me dijo:
—Destápalo.
Inicié
a destaparlo mientras le preguntaba qué era.
—Destápalo
—repitió.
Cuando
lo abrí, vi una colección de historietas de las mismas que leía cuando era
niño. Me conmovió. La abracé y le dije:
—Gracias,
amor.
En
los meses que vivimos en Bogotá, seguíamos conectados con San Jacinto por
teléfono e internet, especialmente con la clínica. En esos momentos éramos
víctimas de extorsiones agresivas por parte de Manba, quien ahora nos veía como
sus enemigos. Por momentos preguntaba por Tatiana a los médicos que la
atendían, para saber cómo iba su embarazo. Ellos me comentaban que era un
embarazo normal.
La
bola de fuego
En
ese tiempo, la relación con Amalia vivía su mejor momento. Nos conocimos más;
le conté detalles y anécdotas de mi vida, de mis vivencias de niño. Le relataba
cómo eran mis temporadas de vacaciones. Mi madre me dejaba ir, después de salir
de la escuela, a la finca de los dueños de la casa donde vivíamos. Estaba a
unos cuarenta y cinco kilómetros de Yopal, y junto a la casa pasaba un pequeño
caño de aguas cristalinas. Allí pasaba las tardes con los dos hijos del dueño
de la casa y los tres hijos de los encargados.
Todo
era felicidad para mí, hasta que, casi a las cuatro de la tarde, uno de los
hijos del encargado, con voz grave, decía:
—Juan,
ya viene la bola de fuego.
De
inmediato salía espantado del agua rumbo a la casa. Durante mi recorrido del
caño a la casa podía divisar un pequeño punto rojizo en el horizonte llanero.
Eso me aterraba y me hacía correr con urgencia hacia la casa. Una vez allí, me
encerraba en uno de los cuartos de adobe, con puertas y ventanas de madera.
Cerraba todo con trancas, por miedo a que llegara la bola de fuego y me matara,
como decía la leyenda, que mataba a todos los que se llamaban Juan. Como mi
nombre completo es Juan Guillermo, con el tiempo solo quedó como
Guillermo.
Después
de encerrarme en la habitación, llegaban los hijos de los encargados junto a
mis dos amigos. En coro cantaban:
—¡Juan,
llegó la bola de fuego, te va a matar!
En
mi desespero me envolvía en una cobija. Por momentos me arrimaba a la ventana,
y, por los espacios que quedaban entre los muros y la madera, podía ver la bola
de fuego cerca al tranquero. Allí permanecía algunos minutos. Era una bola
inmensa, de unos tres metros de alto por dos de ancho. Luego seguía camino
hacia Yopal hasta desaparecer en el horizonte. Ya después, cuando se alejaba, salía
sollozante. Después de unos minutos volvía a mis juegos y travesuras, hasta
esperar el siguiente día para vivir la misma experiencia.
Recordé
que crecí y estudié en una humilde escuela de Yopal, donde nacen muchos y se
crían pocos. Ese tal vez sería el dicho de la escuela donde hice mi primaria.
Era una institución ubicada en un barrio deprimido de Yopal, donde la mayoría
de los niños provenían de hogares de bajos recursos. Entre ellos me incluyo,
pero, al final, todos éramos niños que no le dábamos importancia a nada,
simplemente vivíamos el día a día y disfrutábamos de las cosas sencillas de la
vida.
En
el año 1983, me matricularon en la escuela Lucila Piragauta. Allí repetí el
segundo grado que había perdido en la Marco Fidel Suárez. Ya había perdido
primero y lo había repetido. Nos habíamos cambiado de barrio. Antes vivíamos
junto al antiguo aeropuerto de Yopal, pero luego nos mudamos al barrio
Provivienda. La escuela más cercana que teníamos en esa época era la del barrio
20 de Julio: la Lucila Piragauta.
La
escuela tenía un bloque central con tres aulas, una batería de baños, un tanque
inmenso donde nos lavábamos la cabeza y luego bebíamos de esa misma agua. En un
potrero había un marco de madera que hacía las veces de cancha de fútbol, además
de una cancha de básquet. Durante el tiempo que cursé mi primaria, construyeron
el restaurante escolar y un bloque con dos salones en la parte baja, cerca de
donde hoy queda el coliseo. La escuela no tenía cerramiento; podíamos entrar
por cualquier lado.
Mi
primera profesora era de apellido Rodríguez. Después, su hermano, Pablo
Rodríguez, también fue docente mío. Cuando terminé mi primaria, en 1986, pocos
niños continuaron la secundaria en el Braulio González.
De
mis recuerdos en la escuela, tengo muy presente el día que explotó el volcán
Nevado del Ruiz. Ese día la escuela amaneció cubierta de una ceniza blanca, y
nosotros pateábamos el pasto diciendo:
—¡Maná,
maná, maná!
Teníamos
dos descansos: uno de media hora y otro de una hora. En ellos, nos dedicábamos
a jugar fútbol. El curso estaba dividido en dos equipos, que mantenían una
constante rivalidad por ver quién ganaba el partido.
Muchos
de mis compañeros, después de culminar la primaria, se dedicaron a trabajar
para ayudar en sus hogares. Otros tomaron caminos delictivos y murieron muy
jóvenes.
Amalia
siempre me escuchaba pacientemente cuando le contaba estas historias y solía
decirme:
—Tú
pareces mi abuelo con tanto cuento.
Para
esos días, la familia de Amalia insistentemente nos pedía un heredero. Sin
embargo, por más que lo intentáramos, Amalia no lograba quedar embarazada. Por
eso, decidimos recurrir a una cita con el ginecólogo.
Estuvimos
con el médico, quien nos ordenó exámenes tanto para ella como para mí, con el
fin de determinar si alguno de los dos tenía problemas de fertilidad. Con
cierto nerviosismo esperamos los resultados y volvimos con el especialista en
fertilidad. Los resultados de Amalia arrojaron que tenía problemas en las
trompas de Falopio, lo cual le impedía quedar embarazada. En mi caso, no se
encontró ningún inconveniente.
Ella
me sonrió al salir del consultorio, pero luego empezó a llorar. La consolé
abrazándola contra mi pecho y diciéndole lo mucho que la amaba, que no me
importaba esa situación y que, con hijos o sin ellos, íbamos a seguir
amándonos.
Ese
día no compartimos con el resto de su familia, que vivía en el mismo edificio
que nosotros, cerca de la avenida 63 y el parque Simón Bolívar. Esa tarde,
Amalia me pidió que la acompañara a caminar por el parque. Allí dimos vueltas
alrededor de los lagos y llevamos maíz para alimentar a los gansos que nadaban.
Ese día hablamos de todo, en especial de la gran frustración que le causaba no
poder ser madre.
Le
dije que siempre íbamos a estar juntos, que, si no podíamos tener hijos, los
adoptaríamos o recurriríamos a un vientre en alquiler. Le recordé que teníamos
muchas opciones.
Llevábamos
alrededor de cuatro meses y medio en Bogotá cuando, una mañana de martes,
recibimos la noticia de la muerte de Manba. Fue un respiro para la familia, y
de inmediato tomamos la decisión de regresar a San Jacinto. Ese mismo día
hicimos maletas y decidimos retornar en el último vuelo disponible. Por
seguridad, contratamos un equipo de escoltas para garantizar nuestra protección
personal.
Muy
temprano al día siguiente, fui a la clínica a visitar la zona de
hospitalización. Aproveché para dar una ronda y observar cómo estaba funcionando
todo. Los funcionarios me saludaban efusivamente por mi retorno. Durante el
recorrido, me encontré con el médico de turno, quien, muy alegre, me dijo:
—Su
recomendada parió ayer. Nos tocó hacerle cesárea.
Fue
toda una sorpresa para mí. Acudí de inmediato a su habitación en el área de
pensión. Al ingresar, la vi dormida junto a un hermoso bebé, gordo y colorado.
No me atreví a despertarla, así que me retiré feliz de haberlos visto.
Regresé
al apartamento y le conté la noticia a Amalia, quien se mostró triste al
enterarse. Le dije que íbamos a ser los padrinos, a lo cual ella asintió con un
movimiento de cabeza.
Esa
misma tarde decidimos visitar a Tatiana. Compramos regalos para el recién
nacido, y Amalia adquirió un arreglo floral de girasoles. Al llegar a la
habitación, encontramos un gran bullicio generado por sus amigas Violeta y
Diana Ángel, quienes, apenas llegamos, quedaron en silencio. Tatiana nos saludó
con un “doctor” y “doctora”.
Amalia
se acercó al bebé y dijo:
—Está
muy lindo tu nene.
Tatiana
respondió:
—Gracias.
Las
chicas se mostraban un poco tímidas, incluso intimidadas con nuestra presencia.
Amalia entregó el ramo de flores y los presentes que llevábamos para el niño.
Luego le pidió a Tatiana permiso para alzarlo. Ella aceptó.
Amalia
lo tomó en brazos, lo cobijó y lo arrulló. El bebé se despertó e intentó buscar
sus senos. Enternecida, Amalia lo levantó, lo besó y lo arrulló para que no
llorara. Luego me pidió que lo alzara.
—Soy
muy nervioso para alzar niños tan pequeños —le dije, pero finalmente
acepté.
Mientras
tenía al bebé en mis brazos, Violeta comentó algo que me dejó atónito:
—Pero
el niño se parece más al padrino que al papá.
Amalia
añadió:
—Tienes
toda la razón.
Sorprendido
y sonrojado, solté una carcajada nerviosa y respondí:
—Los
niños recién nacidos no se parecen a nadie.
Tatiana
intervino, molesta:
—Deja
de hablar bobadas, Violeta.
Diana
Ángel, con una sonrisa burlona, miraba a Tatiana. Amalia dijo:
—Voy
a pasar por pediatría a dar una ronda. Nos vemos luego, amor. Felicitaciones,
Tatiana. Está muy lindo tu bebé.
Después
de que Amalia se fue, Diana Ángel se aseguró de que estuviera lejos y
preguntó:
—¿Lo
van a negar?
Tatiana,
furiosa, le respondió:
—¡Boba,
respeta! Ese bebé es de Miguel, y para eso le vamos a hacer una prueba de
ADN.
Diana
Ángel, al ver la molestia de su amiga, guardó silencio. Yo intervino y
dije:
—Si
hay que hacerle la prueba de ADN, habrá que pedir la exhumación al juez para
obtener la autorización.
—Ese
pedacito no me gusta —dijo Tatiana—, pero hay que hacerlo.
Después
de despedirme de ellas, regresé a casa.
Esa
noche, cuando estábamos en el apartamento, Amalia me dijo:
—Ese
niño se parece mucho a ti. Espero que no sea tuyo.
Le
respondí:
—¿Tú
crees que, si fuera mío, no te lo habría contado? Te dije que me hice cargo de
ella con la condición de hacerle una prueba de ADN al cuerpo de Miguel, para
corroborar que es su hijo.
Amalia
quedó pensativa, pero no dijo más al respecto.
La
prueba de ADN
Ya
sabiendo que había nacido el niño, le pedí el favor al abogado de la clínica
que iniciara la representación de Tatiana para solicitar la pensión de Miguel y
poder traspasarle algunos bienes como heredero de Miguel. Los trámites se
aceleraron por la amistad que tenía con los jueces que tomaron la decisión de
exhumar a Miguel. Inicialmente, Omar, su primo, se opuso, pero finalmente la
ley se impuso, y se logró tomar la prueba del cuerpo de Miguel. También se tomó
la contramuestra del niño para confirmar su paternidad. Después de un mes,
llegaron los resultados. Fui con el abogado al juzgado a recibirlos; allí, el
juez hizo lectura de los resultados frente al abogado de la clínica, Tatiana y
yo.
Los
resultados me estremecieron cuando el juez anunció que había un 99,5 % de
incompatibilidad genética entre las muestras. Tatiana respondió:
—No
entiendo, ¿eso qué quiere decir?
El
juez le explicó:
—Eso
significa que el niño no es del asesinado alcalde.
La
cara de Tatiana se transformó y dijo:
—No
puede ser, eso debe ser la mano de Omar, que con el poder que tiene hizo
cambiar los resultados.
El
juez no dijo nada y le dio una copia de los resultados a Tatiana.
Salí
del juzgado rumbo a la clínica. Al llegar a mi despacho, Tatiana ingresó detrás
de mí y me dijo:
—Guille,
escúchame: creo que el padre eres tú.
Quedé
mudo con su afirmación. Me dijo:
—Le
voy a solicitar al juez que se le haga una prueba de ADN a usted.
Inmediatamente
le pedí que no era necesario, que la siguiente semana iríamos a Bogotá a una
clínica genética para corroborar su afirmación. Me dijo:
—Fíjate
cómo se parece a ti; hasta Amalia lo notó cuando nos visitó
Ese
día me sentí acorralado por Tatiana, con quien había estado en una sola
oportunidad y no tenía claras las fechas. Pero recordé que había estado en
Bogotá hacía unos diez u once meses, y por casualidad me había encontrado en el
avión con Tatiana. Ese día había tomado el último vuelo que salía de San
Jacinto a Bogotá, y por cuestiones climáticas, el vuelo se retrasó, saliendo
sobre las nueve de la noche. En la capital, el vuelo hizo un sobrevuelo de más
de una hora. Ya casi a medianoche, vi sola a Tatiana. Me dijo que la amiga a la
que venía a visitar no le contestaba y no tenía dónde quedarse. Yo, muy
amablemente, me ofrecí a llevarla a donde fuera, pero ella me dijo que no tenía
dónde pasar la noche. Pensé: “¿La llevo o no la llevo a mi apartamento?”. Finalmente,
la llevé.
Tan
pronto llegamos, ella dijo:
Apenas
entramos, ella exclamó:
—¡Qué
apartamento tan hermoso!
Yo
le respondí:
—Este
es el cuarto donde te puedes quedar.
Le di una toalla y le dije:
—Estoy
muy cansado, me voy a duchar, llamo a Amalia y a dormir. Por favor, no hagas
ruido, no quiero crearle suspicacias a Amalia.
Me
duché, hablé con Amalia y me acosté a dormir. En medio de la noche, sentí el
cuerpo de una mujer y su boca besándome. Me desperté y le dije:
—Tatiana,
no puedo responderte.
Ella
me dijo con un tono irónico:
—¿Verdad?
Continuó
besándome y acariciándome hasta que caí seducido por sus encantos. Pero le
dije: —¿Tienes preservativos?
Me
dijo que sí.
Luego
de un apasionado y ajetreado encuentro, nos dimos cuenta de que el condón se
había roto. Dije:
—¡Ahí,
mierda!
Ella
me respondió:
—No
te preocupes, yo me tomo la pastilla del día después.
Muy
temprano me levanté, con remordimientos por mi infidelidad con Tatiana. Sentí
que había traicionado a Miguel y a mi esposa. Ella dormía; la desperté y le
dije:
—Te
tienes que ir, no tengo para dónde. Te pago un hotel.
Ella
aceptó.
Al
recordar lo sucedido meses antes, por fin pude digerir la posibilidad de que
ese bebé fuera mío.
Para
poder ir a Bogotá, me tocó inventar una excusa con Amalia: que supuestamente
iba a cobrar unos dineros a unas EPS y que ella debía quedarse al frente de la
clínica, porque veía cierto desorden. La semana siguiente, viajé a la capital
en un vuelo diferente al de Tatiana. Tan pronto llegué, la llamé y quedamos de
encontrarnos en la clínica genética en Teusaquillo a las nueve de la mañana.
Llegué a la cita; ella estaba allí con el niño. Previamente habíamos sacado la
cita; iniciaron con el procedimiento y me dijeron que en un mes tendríamos los
resultados.
Ese
día me quedé viendo fijamente al niño, quien, con una sonrisa tierna, me
sonreía. Me sentía más nervioso que el día que me iba a casar, aunque en el
fondo sabía que ese bebé, por el parecido, era mío. Simplemente quería que la
ciencia me lo confirmara. Sentía que había traicionado a Miguel, a Amalia… Era
una verdad que no se podía ocultar, que tarde o temprano se iba a saber.
Reencuentro
con Pedro Jalisco
Con
mi cabeza hecha un caos por las circunstancias que vivía, recibí una llamada.
Era Pedro Jalisco, que por fin aparecía o resucitaba. Me puso una cita en
Bogotá. Acudí a un lujoso hotel en el norte de la ciudad. Allí, en uno de los
salones principales reservados para reuniones, una bella dama me hizo seguir y
me dijo:
—El
ingeniero está por venir.
Ingresé,
y de pronto apareció Jalisco con una gabardina negra. Como él era un hombre
alto y corpulento, eso lo hacía ver mucho más grande de lo que era. Surgió,
como siempre, con su habitual amabilidad y elocuencia." Tan pronto lo tuve
al frente y se sentó, le dije:
—Usted
es un hijo de puta, un malparido, una mala persona. ¡Hiciste matar a
Miguel!
Me
respondió:
—No
sabes cómo ocurrieron las cosas.
Continuó:
—Sé
del dolor y la rabia que tienes, pero lastimosamente las cosas fueron así. A mí
también me dolió profundamente la muerte de Miguel, pero tú sabes cómo era
Manba de impredecible. Yo ese día no asistí porque muy temprano me había
llamado Manba para cancelar la reunión. Lo mismo había hecho con el obispo y el
defensor del pueblo, por lo cual deduje que era una trampa para Miguel. Intenté
comunicarme con él, pero ya era tarde, ya había salido para la cita. Si yo
hubiese ido, también habría corrido con la misma suerte. Así que no me puedes
culpar a mí de lo sucedido. La vida nos jugó una mala pasada con el viejo
Miguel. Dios lo tenga en su santa gloria.
La
reunión fue larga, de muchos altibajos. Finalmente, me contó que Omar estaba
pensando seriamente en solicitar su parte, que le había pedido al Gringo dentro
de los acuerdos que tenían como alcalde, para recuperar la participación de
Miguel en la clínica. Sin embargo, él le había dicho:
—Pilas,
hermano, que yo soy también socio de esa clínica.
Me
contó que le había solicitado al Gringo que, aunque tuviera que matarlo,
recuperara esa plata, aunque lo que él realmente quería era quedarse con la
clínica. Le dije:
—La
clínica no es solo mía, sino tuya también. Tenemos que solucionar ese problema
de una vez por todas, ya que estamos los dos.
—No
sé si tú has revisado la composición accionaria de la clínica —le dije.
—No,
yo lo único que me he dedicado es a sacarla adelante, y tú más que nadie lo
sabes.
—Claro
—me dijo Jalisco—, y te felicito, la has hecho una de las grandes empresas,
sino la más poderosa de San Jacinto.
Llamó
a uno de sus asistentes y le solicitó un portafolio. De allí sacó la matrícula
mercantil, en la que decía que los tres socios fundadores eran Pedro Jalisco,
Miguel Abadía y Guillermo Grosso, y que la composición accionaria estaba
dividida: 50 % para Pedro Jalisco y el otro 50 % dividido en partes iguales
entre Miguel Abadía y Guillermo Grosso. La venta de la parte de Abadía a Amalia
había sido ficticia, por lo cual la parte de Miguel seguía vigente.
Me
dijo:
—Mira,
Guillermo, yo te dejo mi parte, y tú solucionas el problema con Omar. Yo voy a
mediar para solucionarlo. ¿Estás en capacidad de comprarle la parte de él?
Le
dije que sí. Luego añadió:
—Aquí
traje un documento donde le vendo mi participación a usted, Guillermo Grosso,
por la suma de diez mil millones. No me vas a dar ni un peso.
Ese
mismo día fuimos y registramos los documentos en la Notaría y en la Cámara de
Comercio, donde los únicos dueños de la clínica ahora éramos Amalia Estrada
Linares y Guillermo Grosso Valencia.
En
ese momento sabía que estaba haciendo un pacto con el demonio, que no sabía a
dónde me llevaría esa supuesta donación de Jalisco. Yo sabía que tanta bondad
por parte de Jalisco no venía sola. Esa noche nos extendimos hasta tarde,
conversando de todo un poco. Me dijo que se quería casar, y le pregunté:
—¿Quién
es la desafortunada?
En
tono de chiste, me dijo:
—Emilia
Linares.
Esa
noche, cuando retorné al apartamento, llamé a Amalia y le conté que ya éramos
dueños del 75 % de la clínica. Le comenté de mi encuentro con Jalisco, los
acuerdos que habíamos hecho y las negociaciones que deberíamos entablar con
Omar Abadía. Ella, inicialmente, se puso feliz, pero luego mostró preocupación
por todo lo que le había comentado. La tranquilicé diciéndole que pronto
solucionaríamos esos problemas.
Con
el mundo patas arriba
Así
me sentía, con los problemas sin solucionar con Omar Abadía, una pequeña crisis
financiera en la clínica y mi enredo con Tatiana, que me causaba un frío
escalofriante al pensar que Amalia se enterara, y mucho más, su familia.
Tatiana
aprovechaba la oportunidad para extorsionarme lo más que podía, con la amenaza
de contarle a Amalia. Pasé noches en vela suplicando que ese bebé no fuera mío,
aunque en el fondo sabía que sí. Fue un mes agónico hasta que llegó el día. Esa
semana inventé una excusa: iría a Bogotá a cobrar unas deudas de la clínica.
Amalia no sospechó nada; conocía bien las dificultades económicas que
enfrentábamos Fue un mes tortuoso hasta que finalmente llegó el día.
Llegué
muy temprano a la clínica genética, esperando que llegara Tatiana para recibir
el resultado. Ella se retrasó diez minutos, lo que me generaba mayor angustia
porque quería ver ya el resultado. Cuando llegó, ingresamos a un consultorio
donde el médico genetista hizo lectura del resultado. Confirmó lo que ya todos
sabíamos: que yo era el padre del menor.
Hasta
ese día no le había prestado atención al nombre del niño, hasta que Tatiana lo
llamó:
—Mikol
Giovanni, mira a tu papá —y me lo pasó para que lo alzara.
En
ese momento, mi mente deambulaba en otra dimensión. Ella me dijo:
—Despierta,
acepta tu realidad, que tú eres el padre de este hermoso niño.
Me
dije para mis adentros: “A lo hecho, pecho. Hay que asumir esta
responsabilidad”.
Salimos
de la clínica genética y la invité a desayunar. Ese día me había ido solo a mi
cita, sin conductor ni escolta. Aturdido por mi nueva realidad de padre, le
pregunté a Tatiana:
—¿Tú
realmente estás dispuesta a asumir el rol de madre de este pequeño?
Ella
me respondió:
—Por
supuesto, yo lo amo.
Le
dije:
—Te
lo pregunto por el tipo de vida que tú llevas: una vida loca de sexo, rumba y
drogas.
Ella
respondió:
—Por
supuesto que estoy dispuesta a renunciar a esa vida para dedicarme a mi
bebé.
Le
dije:
—Hoy
mismo vamos a registrar al niño, pero por nada en el mundo dejo que se llame
Mikol Giovanni.
Ella
me preguntó:
—¿Pero
por qué? Es un nombre lindo.
Le
respondí:
—Es
de lo más ñero. ¿Y qué propones?
Para
ella, todo eran negocios. Así que ese día registramos al niño como Manolo
Grosso Suárez. Le dije:
—No
me vas a chantajear más con contarle a Amalia. Tan pronto llegue a San Jacinto,
le contaré sobre el niño.
Ese
día me contó que quería radicarse en Bogotá. Le pregunté qué pensaba hacer, y
me dijo que quería hacer un curso de estética para, luego, regresar a San
Jacinto y montar un spa de belleza. Después de un rato, me dijo:
—¿Y
el papito no quiere que lo consienta?
Le
respondí:
—Tengo
la cabeza hecha un ocho de cómo le voy a contar esto a Amalia, además de los
otros problemas que tenemos.
Ese
día retorné en el último vuelo a San Jacinto, con la preocupación de decirle la
verdad a Amalia y de perderla para siempre, de generar un caos económico con un
posible divorcio. Pensaba absolutamente en todo, mientras el avión se mecía de
lado a lado por la turbulencia del clima.
Llegué esa noche al apartamento. Amalia me dijo que me veía muy intranquilo, y le respondí que era por todos los problemas. Ella me preguntó si no era por algo más. Le respondí que no. Esa noche no tuve el valor de contarle la verdad.
Reunión
con Abadía
Fue
en la mañana del día siguiente a mi llegada de Bogotá cuando Omar llegó con su
abogado. Le dije que no era necesario, que habláramos primero los dos, pero me
respondió:
—Vaya,
por fin aparecieron las llaves.
Le
expliqué que esto era una sociedad y que yo simplemente era el gerente; Miguel,
tan solo, era dueño igual que yo del 25 %, y el 50 % era de Pedro Jalisco. Le
comenté que había hablado con Jalisco y que existía la posibilidad de comprarle
su participación dentro de la clínica. Le dije que la clínica estaba valorada
en veinte mil millones. Me dijo que él tenía el dinero, pero le pregunté cómo
justificaría una transacción de semejante monto. Inicialmente le dije que
estaba interesado, pero que lo que me preocupaba era la materialización del negocio.
Si hacíamos el trato, necesitaba el dinero en efectivo.
Le
expliqué que era difícil legalizar tanto dinero en una sola transacción y que
era necesario hacer una reunión de abogados y contadores. También le dije que
sería más fácil hacer el negocio de nuestra parte hacia él, ya que teníamos
cómo demostrarlo legalmente. Omar se quedó pensando y dijo:
—Lo
voy a pensar.
Le
respondí:
—Piénsalo,
porque legalizar veinte mil millones es mucho dinero y daría pie a una
investigación por parte de las autoridades.
Al
final, volvimos a quedar en nada, porque hacerle el favor de legalizar el
dinero a Omar nos exponía a todos y era muy riesgoso. Fijamos una nueva fecha
de encuentro en la que nos íbamos a reunir, basados en el análisis de
contadores y abogados. Le pedí dos semanas.
Durante
el tiempo que Omar estuvo de alcalde, había hecho del presupuesto de San
Jacinto un presupuesto de bolsillo. Toda la contratación era para las empresas
de Jalisco y el Gringo. Ahora que Manba ya no estaba, se sentían los amos y
señores. El dominio territorial de las autodefensas era supremo.
Las
muertes habían disminuido notablemente, y reinaba una calma extraña y relativa.
Se decía que el alcalde ahora era un hombre extremadamente rico, gracias al
presupuesto del municipio y las coimas que pedía a los contratistas. El pueblo
no decía nada, porque a todos los supuestos líderes sociales les daban su
mensualidad de dinero.
Los
organismos de control del Estado eran convidados de piedra, porque hacían oídos
sordos a los reclamos de los ciudadanos que se atrevían a denunciar actos de
corrupción, o simplemente eran asesinados por las autodefensas o desplazados.
Aquí no se podía hablar mal del alcalde ni de su gestión, porque era
peligroso.
Los
periodistas soltaban, de vez en cuando, algunas denuncias, pero eran
silenciados con la mano bondadosa del alcalde. Y si esto no les funcionaba,
eran amenazados por el Gringo.
Los
funcionarios de los organismos de control vivían más pendientes de la
participación que les diera el alcalde a través de alguno de sus familiares, o
de que les vincularan a sus familiares dentro de la administración. Las obras
inconclusas abundaban en San Jacinto, y el despilfarro era el pan de cada
día.
Era
normal ver a los funcionarios de la rama judicial y de los organismos de
control del Estado en carros de último modelo de alta gama, en lujosas
mansiones y casas quintas a las afueras de San Jacinto. Ellos eran ciegos y
sordos ante los reclamos de la comunidad por actos de corrupción.
Mutual
salud de San Jacinto
Era
la principal EPS de la región. Durante mucho tiempo fue la entidad encargada de
manejar los recursos del régimen subsidiado. Sin embargo, era un nido de
corrupción y saqueo constante por parte de los políticos de turno y de los
grupos al margen de la ley. Para nadie era un secreto que era la caja menor del
Gringo, quien era el amo y señor de las farmacias en el departamento. No
existía farmacia que no le perteneciera.
Los
precios a los que le facturaba a la Mutual eran exorbitantes, costando dos o
tres veces lo que costaban en el comercio. Para la época, el sector bancario
era muy fuerte en San Jacinto, con los principales bancos del país presentes.
Fue entonces cuando recibí la invitación del Banco Nacional para la
presentación de su gerente.
Asistí
al evento con Amalia, donde estaba toda la alta sociedad de San Jacinto,
encabezada por su alcalde, quien presentó a Moisés Laverde, el gerente del
Banco Nacional, una persona jovial y amable, como todos los gerentes de bancos.
También estaba allí José Romero, el gerente de la Mutual, con quien
constantemente nos encontrábamos por los negocios de la clínica. Ese día conocí
al doctor Benavidez, un abogado oriundo de San Jacinto y con fama de ser buen
profesional. Me presentó a su asistente personal, la doctora Ydalida, una mujer
bajita de cabello rojizo, carismática y muy agradable en el trato, algo
simpática.
El
doctor Benavidez era abogado de la alcaldía y manejaba todos los procesos
contractuales que allí se adelantaban; era el personaje siniestro de la
administración de Abadía. Esa noche, al conversar con los asistentes, noté que
había cierta amistad entre Moisés, el doctor Benavidez y José Romero, el
gerente de la Mutual.
En
San Jacinto se había vuelto costumbre que muchos foráneos se hicieran ricos de
la noche a la mañana, y yo no era la excepción. Pero estos personajes, desde su
llegada hasta pasados unos meses, estaban amasando fortunas. San Jacinto era
una tierra próspera donde los negocios florecían en cada esquina; era la tierra
de las oportunidades.
Como
los negocios abundaban, las necesidades de dinero circulante no las suplían
completamente los bancos, por lo que los comerciantes recurrían a prestamistas
locales que, a intereses exorbitantes, les prestaban dinero. Entre los nuevos prestamistas
se encontraba Ydalida, quien ahora le prestaba grandes sumas de dinero a
contratistas de la alcaldía, la gobernación y el comercio. Nadie sabía de dónde
sacaba tanto dinero esta mujer; algunos decían que era testaferro de Jalisco.
Un
día, Jalisco me comentó que necesitaba dinero porque tenía una iliquidez y no
sabía a quién recurrir. Le dije que le podía facilitar una suma significativa,
pero me respondió que necesitaba más. No sabía si acudir a Ydalida, ya que esa
mujer lo tenía mareado; no entendía de dónde sacaba tanto dinero o a quién le
estaba lavando.
Finalmente,
tuvo que acudir a ella, que en ese momento actuaba como un banco en San
Jacinto. Los días pasaban y cada vez más el poder de Ydalida crecía, hasta que
empezaron a llegar comentarios al Gringo, quien era muy suspicaz y malicioso.
Él se encargó de infiltrar a una contadora en el negocio de Ydalida para saber
de dónde provenía el dinero de esta próspera comerciante.
Además
de ser contratista y relacionista pública, gozaba de buenas amistades con
funcionarios del orden nacional. Cada día, el Gringo la vigilaba más de cerca
sin levantar sospechas, hasta que finalmente citó, un sábado por la mañana, al
doctor Benavidez en El Madroño. Él acudió con su hermano Ramoncito, a quien
todos en San Jacinto conocían y apreciaban.
El
doctor Benavidez llegó convencido de que la cita era para tratar temas de
contratación de la administración, y llevaba su portafolio junto con una nueva
asistente. Cuando llegó al lugar, estaba todo acordonado con la seguridad del
Gringo, quien era el amo y señor de una vasta región de los llanos y la
selva.
En
ese momento, el sitio estaba lleno de políticos, comerciantes y allegados del
Gringo, a quienes fue despachando uno a uno hasta quedar solo con el doctor
Benavidez. Le dijo:
—Lo
cité para preguntarle unas cuantas verdades.
Él
era bien zalamero, pero el tono del Gringo cambió.
—Mi
primera pregunta: ¿qué ha pasado con la plata de la Mutual? —le preguntó.
El
doctor Benavidez, nervioso, contestó:
—Yo
no puedo responderle, porque no soy el gerente.
—¡No
se me haga el güevón! Usted sabe de qué le estoy hablando —le respondió el
Gringo, y su rostro palideció.
—Tráiganme
aquí a Ramoncito —ordenó.
El
doctor Benavidez trató de negar todo, pero el Gringo, cambiando el tono, le
mostró su pistola, apuntó hacia Ramoncito y disparó, hiriéndolo en la frente.
Ramoncito cayó en medio del kiosco donde se estaba llevando a cabo la reunión.
El
doctor Benavidez, aterrado y entre lágrimas, sabía que sus minutos estaban
contados. El Gringo volvió a preguntar sobre la plata de la Mutual, y el
doctor, entre sollozos, respondió:
—La
plata la maneja Ydalida y el gerente del Banco Nacional.
El
Gringo insistió:
—¿Quién
tiene toda la plata de la Mutual?
—La
plata está distribuida en el comercio y contratistas, y Omar también hace parte
de la sociedad —le respondió el doctor.
—¿Quiénes
son los socios de este robo? —preguntó el Gringo.
El
doctor Benavidez contestó:
—Moisés,
el gerente del Banco Nacional; José, el gerente de la Mutual; Omar, el alcalde,
e Ydalida.
Después
de esta confesión, el doctor Benavidez rogó por su vida, nombró a su familia y
ofreció recuperar todo el dinero. Pero el Gringo, sin compasión, le disparó dos
veces en la cabeza. Dio instrucciones a sus hombres para que fueran a buscar a
Ydalida, Moisés y José, y que él mismo se encargaría del alcalde, al que
consideraba un “fariseo”.
Les
ordenó que limpiaran el kiosco y arrojaran los cuerpos sobre la vía a
Villavicencio, para que todo el mundo supiera que con el Gringo no se
juega.
—A
mí no me vienen a ver la cara de güevón —les dijo.
El
domingo por la mañana, la noticia de la muerte del doctor Benavidez y su
hermano Ramoncito ya era una noticia que estremecía al pueblo. La gente
comentaba que el doctor Benavidez sí era muy torcido, pero que el que había
pagado los platos rotos era el pobre Ramoncito. Los miembros de las
autodefensas buscaban a los dos gerentes del banco y la Mutual y a Ydalida,
pero no aparecían por ningún lado; parecía como si se los hubiera tragado la
tierra.
El
Gringo, enfurecido con José, el gerente de la Mutual, secuestró a su padre y
dos de sus hermanos, exigiendo que, si no aparecían en veinticuatro horas,
morirían. Finalmente, José nunca apareció, y su padre y dos hermanos fueron
asesinados.
Ydalida
desapareció sin dejar rastro, mientras se rumoraba que Moisés se había unido a
un frente de las FARC."
De
la plata, una gran parte fue a parar a manos del Gringo, y la mayoría de los
deudores se hicieron de la vista gorda, ya que nunca se les pudo cobrar. El
Gringo nunca pudo acceder al listado general de acreedores.
A
los dos años, la Mutual se liquidó por insolvencia económica y se transformó en
una EPS regional. La empresa se convirtió en una nueva EPS llena de deudas, con
una capitalización a medias que permitió que el hospital regional sobreviviera,
y la Clínica Oriental de San Jacinto rescatara partes de sus deudas y tuviera
un respiro financiero.
En
varias ocasiones, el Gringo citó a reuniones a Omar, pero este no asistió a
ninguna. Incrementó su escolta. Pedro Jalisco me llamó y me dijo que no hiciera
ninguna negociación con Omar respecto a la clínica, porque ya no tenía el
respaldo del Gringo, quien ahora lo quería matar a cualquier costo, reclamando
los recursos robados de la Mutual.
La
situación se volvió aún más complicada debido a los asesinatos del doctor
Benavidez y su hermano, la muerte de los hermanos Romero y el padre del gerente
de la Mutual, el escándalo del desfalco de la Mutual, y los rumores que
circulaban en el pueblo sobre el origen de los recursos de Ydalida. Como en
todo pueblo pequeño, los comentarios no cesaban.
Los
entierros de los hermanos Benavidez y de los hermanos Romero y su padre fueron
multitudinarios. En ninguno de esos entierros asistió el alcalde, quien pagaba
escondites para evitar que un sicario le disparara.
CAPÍTULO V
La verdad
siempre sale a la luz
Habían transcurrido meses desde que recibí los
resultados de la prueba de paternidad de Manolo, y aún no me atrevía a
revelarle la verdad a Amalia. Esa noche, mientras estábamos en el apartamento,
ella me preguntó:
—Guille, ¿qué pasó con el ahijado? ¿Con la prueba
de paternidad? ¿Cuándo vamos a ser sus padrinos?
Me quedé callado un instante y respondí:
—Amor, ¿por qué me preguntas eso ahora?
Ella dijo:
—Es que hace tiempo no sé nada del bebé y, como tú
estabas ayudando a esa muchacha, Tatiana, con sus trámites, no me has vuelto a
mencionar nada.
En mi interior, sospeché que algo sabía, y lo
confirmé cuando me contó que, en su última visita a Bogotá, se había encontrado
con Omar Abadía. Él le dijo que la prueba de ADN había dado negativa para la paternidad
de Miguel y que ahora nadie sabía quién era el padre. Le contesté:
—No te había dicho nada porque, con tantos
problemas que tenemos, no he encontrado el momento.
Ella me miró fijamente y preguntó:
—¿Y tú qué sabes del padre de ese niño? Porque se
parece mucho a ti.
Me hundí en un silencio que sofocaba mi voz, hasta
que ella me exigió con firmeza:
—Dime la verdad de una vez: ¿ese niño es tuyo?
Fue un momento muy duro. Admitir mi infidelidad, mi
traición, no solo a Amalia, sino también a Miguel, me desgarraba. Ella me miró
con lágrimas en los ojos y gritó:
—¡Eres un canalla, traidor, mentiroso,
hipócrita!
No sabía qué responder, si confesar mi error o
suplicarle perdón. Ella lloraba desconsolada, repitiendo:
—Jamás imaginé que me traicionarías, y menos con
una cualquiera como Tatiana, que todos saben que es una mujer de mala
vida.
Me preguntó por qué la había engañado. Se acercó y
me dio una fuerte bofetada en la mejilla mientras gritaba:
—¡Maldito traidor! ¡Vete, no te quiero ver más en
mi vida!
Sentí que mi mundo se desplomaba en un pantano de
desesperanza y abandono, que todo lo que había construido se derrumbaba. Me
ahogaba en culpas y remordimientos cuando Amalia reapareció y repitió:
—¡Te largas de mi vida, no quiero volver a
verte!
Le dije:
—¿Pero a dónde voy?
Ella respondió:
—No me interesa, pero te vas tú, no yo.
Sentía que las palabras eran inútiles ante el
silencio inquietante. Cuando el amor se esfuma, no hay instante más desolador.
Cuando un amor se va, la ausencia se transforma en un eco doloroso, y el vacío
que deja es un abismo imposible de llenar.
Decidir marcharme del apartamento fue complicado.
Pensé: “¿A dónde voy? ¿A un hotel? No, porque la gente lo notaría de
inmediato”. Entonces decidí llamar a Mauricio, el bacteriólogo, para pedirle
alojamiento y desahogarme con él. Apenas lo contacté, me respondió:
—Claro que sí, amigo. Ven, que aquí en mi humilde
casa hay lugar para ti.
Le conté todo lo sucedido con Amalia, y él me
dijo:
—Qué lío tan grande en el que te metiste. La
verdad, la embarraste… y a lo grande.
No sabía cómo pedirle perdón a Amalia ni cómo
lograr que me perdonara por mi error. Seguí con mi rutina en la clínica; ella
estuvo una semana sin aparecer, y yo estaba muy preocupado por su ausencia.
Intentaba hablar con la empleada doméstica para que me contara cómo estaba
Amalia.
Tras una semana, ella volvió a la clínica, pero me
evitaba a toda costa. Entonces decidí viajar a Bogotá para adelantar unas
gestiones con las EPS. Estando allí, sentí la necesidad de visitar a mi hijo.
Sin embargo, el número de Tatiana estaba desactivado. Era típico de ella
cambiar de número con frecuencia, pero yo sabía dónde vivía, así que fui hasta
su casa.
Me recibió una mujer mayor que cuidaba al niño. Le
dije que yo era el padre del pequeño, y ella respondió:
—Gracias a Dios que llegaste. Ya estaba a punto de
entregarlo al Bienestar Familiar.
—¿Y Tatiana? —pregunté.
—Se fue hace tres meses a México, y desde entonces
no he sabido nada de ella. Solo me dejó algo de dinero, que ya se está
acabando. Es como si se la hubiera tragado la tierra; no sé qué le pasó.
La mujer añadió:
—Qué bueno que llegaste tú, para que te hagas cargo
del niño y de la casa, porque yo me voy. Tatiana es una irresponsable.
Imagínate irse sin volver a llamar, dejarlo totalmente abandonado… o quién sabe
si algo malo le ocurrió.
La casa donde vivían pertenecía a la clínica; la
había comprado exclusivamente para Tatiana y el niño. Ahora me sentía abrumado
por la noticia de su desaparición y, más aún, por la responsabilidad de cuidar
a un bebé, algo en lo que no tenía experiencia. Me sentía atrapado por las
circunstancias, como si todo se confabulara en mi contra.
Le pedí a la mujer que se quedara esa tarde
mientras decidía qué hacer. Pasé allí toda la tarde hasta que resolví llevar al
niño al apartamento en Bogotá. La señora preparó la pañalera y los biberones,
me dio algunas instrucciones, se despidió del niño llorando, me entregó las
llaves y se marchó.
Salí con el bebé junto a mi conductor y el escolta.
Al llegar al apartamento, me sorprendí al encontrar a Amalia. Me miró y
dijo:
—¿Qué haces aquí? ¿Y por qué traes a ese bebé?
Supongo que también viene la madre.
Le respondí que no y le conté la historia. Ella,
conmovida, miró al niño, quien le regaló una sonrisa que ablandó su corazón. Lo
traía en un coche para bebés, y ella lo levantó para cargarlo.
El niño, al instante, intentó buscar sus senos para
alimentarse. Emocionada, ella me dijo:
—Mira, igual que la primera vez.
Esa noche jugó con él, lo arrulló hasta que se
durmió y me pidió que la dejara dormir con él mientras conseguíamos una
cuna.
Al día siguiente, me sugirió que presentara una
denuncia por abandono del niño por parte de la madre, para obtener la custodia
y que Tatiana perdiera la patria potestad. Fuimos a la comisaría de familia con
Amalia y Manolo, y pasamos toda la mañana en esos trámites. Ella se veía muy
feliz con el niño.
Al salir, le comenté que debía buscar otro lugar
para quedarme en San Jacinto, porque no podía llegar a casa de Mauricio con un
nuevo huésped. De inmediato, Amalia me dijo:
—Regresa al apartamento, pero no creas que te estoy
perdonando la canallada que me hiciste. Lo hago solo por el niño.
Decidimos quedarnos ese fin de semana en Bogotá,
disfrutando con el niño. Aprovechamos para ir de compras: juguetes, ropa y todo
lo necesario. El domingo visitamos un centro comercial. Al entrar en una
tienda, una empleada nos recibió diciendo:
—¡Qué linda familia!
A lo que Amalia respondió con una sonrisa:
—Gracias.
Al finalizar el día, regresamos agotados por las
compras. Amalia y Manolo dormían en la alcoba principal mientras yo los
observaba en silencio. Me preguntaba qué habría pasado con Tatiana. Miraba
fijamente a Manolo: su inocencia, su ternura, lo frágil e indefenso de su
humanidad. Él ignoraba toda la turbulencia que rodeaba su corta existencia: el
abandono de su madre. Pero también tenía un padre que lo amaba y lo protegería,
y una madrastra dispuesta a asumir el rol de madre.
Sin embargo, el temor a que Tatiana regresara para
reclamar sus derechos como madre me atormentaba. Sabía que eso también
afectaría a Amalia.
El lunes por la noche regresamos a San Jacinto con
un nuevo miembro en la familia. No habíamos hablado de cómo lo presentaríamos a
los demás. Ese día, por casualidad, Rebeca llegó al apartamento justo cuando
entrábamos.
—Hija, ¿y ese bebé? —preguntó sorprendida.
Amalia respondió:
—Hola, madre.
Se saludaron y Amalia continuó:
—Espera, nos acomodamos y luego te cuento.
Mientras terminábamos de entrar al apartamento,
Amalia me susurró al oído:
—No sé qué decirle a mi madre.
Le respondí:
—Déjamelo a mí.
Cuando salimos a la sala, Rebeca sostenía a Manolo
en brazos. Entonces le dije:
—Era un secreto que teníamos guardado. Decidimos
adoptar un bebé, y lo hicimos.
Está precioso, pero se notaba cierta incomodidad en
su rostro. Luego se fue con el bebé al cuarto. Allí habló con Amalia y la
cuestionó, preguntándole por qué no habían consultado con ella ni con su padre
una decisión tan importante, y por qué no habían explorado todas las opciones.
Amalia le respondió:
—Madre, el niño ya está aquí. Es una decisión mía y
algo que ya no puedo cambiar. Así que, por favor, acepta mi decisión y apóyame
con el bebé.
Las
movidas de Jalisco
Para ese entonces, la fortuna de Jalisco era inmensa. Era el amo y señor
de la contratación regional, lo que abarcaba las petroleras, las fuerzas
militares, la alcaldía de San Jacinto —que recibía el mayor presupuesto del
país en regalías petroleras— y la gobernación. Ahora que había ascendido al
ámbito nacional, se había convertido en un destacado constructor de obras
civiles, con oficinas de su empresa distribuidas por todo el país.
Jalisco era un hombre extremadamente ambicioso. Nada saciaba su deseo y,
al llegar a las esferas del poder nacional, se rodeó de senadores, ministros y
candidatos presidenciales. También era amigo de varios jefes paramilitares de
distintas regiones, lo que le permitía ampliar cada día más su influencia. Para
las elecciones al Senado, apoyó a varios candidatos tanto a la Cámara como al
Senado.
Más tarde, en las elecciones presidenciales, respaldó a un candidato de
ultraderecha que se presentaba como su protegido y que finalmente ganó. Para
entonces, se rumoraba en los medios nacionales que el próximo ministro de Vías
y Transporte sería el ingeniero Pedro Jalisco. Este había ganado méritos con su
trabajo en la campaña presidencial y estaba seguro de su nombramiento. Sin
embargo, desconocía el poder de los medios.
Los medios de comunicación se encargaron de desprestigiar su nombre para
sabotear su designación mediante una campaña de desprestigio previa a su
postulación. Lo vinculaban con el paramilitarismo, varias masacres, el
narcotráfico y con un personaje apodado “el Gringo”. El daño fue tal que,
cuando llegó el momento de su nombramiento, Jalisco decidió desistir para no
comprometer al recién posesionado presidente.
“¡Hijos de puta! Esos periodistas arruinaron mi oportunidad de ser
ministro. ¡No puede ser! ¿Quién diablos está detrás de esto? ¡No lo puedo
creer!”, se lamentaba Jalisco, profundamente afectado por la pérdida de su
sueño.
La pedida
de mano de Emilia
El viejo Francisco Linares convocó a toda la familia al hato Las
Margaritas un fin de semana. El motivo ya era conocido por todos: la pedida de
mano de Jalisco a Emilia. Ese día, el hato estaba protegido por varios anillos
de seguridad a cargo de la Armada, liderados por el coronel Fariñas, gran amigo
de la familia y, por supuesto, de Jalisco. La casa principal estaba decorada
para la ocasión, especialmente ahora que el hato era propiedad de Emilia.
Jalisco llegó acompañado de un impresionante esquema de seguridad. Los
carros de lujo eran numerosos, y más de ochocientos familiares asistieron al
evento. En el gran caney, en la mesa principal, estaba el viejo Francisco en la
cabecera. A los lados se ubicaron Jalisco y Emilia.
Llegamos temprano con el nuevo miembro de nuestra familia. Todos
preguntaban con curiosidad, y respondíamos que pronto les explicaríamos. Nos
sentamos en la mesa principal. Don Francisco, con su tono pausado, tomó la
palabra. Aunque los años ya le pesaban, su rol de patriarca aún lo mantenía al
frente de estos eventos familiares. Como era costumbre, llevaba su sombrero
blanco de ala ancha, de filtro, traído por uno de sus nietos desde Estados
Unidos, junto a su inseparable esposa, doña Sara.
El viejo Francisco presentó a la pareja de novios y cedió la palabra a
Jalisco, quien se desbordó en elogios hacia su amada. Le expresó todas las
cualidades que veía en ella como mujer y cuánto la amaba. Con su voz grave y
tono firme, Jalisco cautivó al auditorio, adornando sus palabras con gran habilidad.
Luego formalizó la petición de la mano de Emilia a don Francisco, quien,
emocionado, aceptó y expresó que era un honor integrarlo a la familia.
Ese día, Emilia lucía en su dedo anular una hermosa joya: el anillo de
compromiso que Jalisco le había dado. La fecha de la boda se fijó para julio en
Cartagena de Indias, y se planeó como uno de los eventos sociales del año. El
matrimonio se realizaría en la Catedral Santa Catalina de Alejandría, y toda la
alta sociedad estaba invitada, tal como Jalisco quería.
Tras las palabras de los novios, se presentó la empresa encargada de
organizar la boda. Tomaron nota de los nombres de cada miembro de la familia
para coordinar vuelos, estilistas, artistas y otros detalles del evento. Se
estimaba la asistencia de unas cinco mil personas, y los padrinos serían el
presidente y su esposa.
La cara de Emilia irradiaba felicidad. Nos acercamos a saludarla y
felicitarla. Con mucha emoción, nos dijo: “Ven acá, mis sobrinos favoritos”, y
luego me abrazó con alegría. Después, se apartó un momento con su tía para
conversar sobre los detalles de la boda y la luna de miel.
Por mi parte, me dirigí hacia Jalisco, quien hablaba con don Francisco.
Lo felicité con un fuerte abrazo, y él me respondió con una sonrisa: “Gracias,
Guille”. Nos apartamos un momento para charlar. En tono de broma, le pregunté
por su despedida de soltero. Soltando una carcajada, respondió: “¡Hay que hacer
una a la altura de las circunstancias!”.
Me contó que se irían de luna de miel a Hawái y añadió: “Hace mucho que
no hablamos. Quisiera conversar sobre política, negocios y tu vida. Por ahí ya
me han contado algunos pecados tuyos”. Avergonzado, me sonrojé, y él, en tono
jocoso, agregó: “No te preocupes, hermano. ¿Quién no ha tenido un desliz?”.
La fiesta continuó toda la tarde y parte de la noche. Manolo, el nuevo
miembro de la familia, fue el centro de atención entre las mujeres, que se
disputaban cargarlo en brazos. Sin planearlo, ese día presentamos al bebé a la
familia.
Sin embargo, Rebeca no disimulaba su malestar. Amalia, aunque incómoda
con la actitud de su madre, prefirió no decir nada. Su padre, en cambio, se
mostró feliz con el niño y le dijo: “Lo que te haga feliz a ti, a mí también me
hace feliz”.
La tía Julia
El día de la fiesta conocí a la tía Julia, una mujer muy peculiar:
imprudente, extrovertida y con un tono de voz único, agudo y desordenado al
hablar. Venía acompañada de su esposo, un hombre mayor que ella, a quien apenas
dejaba hablar y corregía constantemente. Tenía dos hermosas hijas.
Amalia me contó que era hija de una relación extramatrimonial de don
Francisco. Tenía un carácter volátil y explosivo, y siempre se sentía marginada
por ser una hija ilegítima. Sin embargo, cuando visitaba a la familia, solía
causar uno que otro escándalo. Todos ya conocían su forma de ser, pero también
reconocían que era una persona muy servicial.
Julia tenía una enorme casa en Bogotá, conocida como “la embajada de San
Jacinto”. Allí había establecido una residencia donde acogía a todo aquel oriundo
de San Jacinto o que hubiera pasado por esas tierras. En las épocas difíciles
de Jalisco, él había pasado muchas noches allí, al igual que el Gringo y Manba.
Desde los más destacados hasta los más despreciados habían sido recibidos con
su hospitalidad. Julia no hacía distinciones a la hora de ayudar, y mucho menos
si alguien enfrentaba una emergencia de salud.
En esta residencia, se aseguraba de que quienes llegaran tuvieran acceso
a atención médica y citas en los hospitales de Bogotá. Julia era amiga de
muchas jóvenes encargadas de asignar citas en diversas instituciones de salud
de la capital. Era conocida por su carácter caritativo, su corazón inmenso y
bondadoso. Don Francisco solía decir: “Esta hija mía ya tiene ganado el cielo.
Puede tener sus defectos, pero lo que hace por los demás no lo hace
nadie”.
A pesar de sus gritos y su energía inagotable, Julia se movía por toda
la casa organizando cosas, dando órdenes, construyendo nuevas habitaciones o
remodelando las existentes. Era una mujer hiperactiva. Su esposo, en cambio,
era más bien tranquilo y sumiso, un hombre de buena vida que era completamente
dominado por ella. Julia incluso le indicaba cómo debía vestirse. Vivía a su
costa, asistía religiosamente a misa dos veces al día y pasaba santiguándose
continuamente.
Don Francisco había comprado el edificio donde funcionaba la residencia,
pero todos lo llamaban “la embajada de San Jacinto”. Su esposo había trabajado
como agente del DAS y, de vez en cuando, contaba historias sobre sus éxitos en
el servicio. Sin embargo, Julia lo interrumpía con un grito: “¡Deja de contar
tantas mentiras y ayúdame a trabajar, que tenemos que sacar adelante a estas
muchachas!”.
Julia era la cabeza de ese hogar. Todo se hacía según sus decisiones. A
pesar de los ingresos que generaba la residencia, el dinero no alcanzaba, ya
que muchos huéspedes abusaban de su generosidad, dejando deudas por hospedaje y
comida. Julia nunca le negaba nada a nadie: ni bebida, ni comida, ni un lugar
donde dormir.
Cuando se sentía agobiada por las deudas, Julia recurría al viejo
Francisco, quien, sin dudarlo, salía en auxilio de su hija. Él creía firmemente
en las oraciones que ella hacía por él y estaba convencido de que, con esas
oraciones y su bondad, él llegaría al cielo. Así que jamás rechazó una
solicitud de dinero de su hija.
Cuando la conocí ese día, debo admitir que no me agradó. Sin embargo,
con el tiempo aprendí a quererla por su calidez y lo humanitaria que era.
Aunque algo excéntrica, era un ser humano excepcional.
Reunión
con Jalisco
En la fiesta de la pedida de mano de Emilia, Jalisco me comentó que
necesitábamos reunirnos para hablar sobre negocios, política y otros temas.
Tres días después, me llamó y me dijo que fuera a Villa Jalisco. Llegué muy
temprano. Allí me esperaba en un hermoso kiosco con dos chinchorros. Me dijo:
“Escoge uno, que ya vengo”.
Lo esperé unos minutos. Al llegar, me preguntó por Amalia y cómo iban
las cosas con ella. Luego añadió: “Ahora eres papá”. Le respondí que habíamos
adoptado un niño, pero él, directo como siempre, replicó: “No me vengas con
cuentos, que ya sé toda la historia”.
Apenas dijo eso, cambié de tema y le pregunté por Emilia. Jalisco negó
con la cabeza y, como si supiera que yo necesitaba más información, me dijo:
“Lo otro que te quiero contar es sobre Tatiana”. Intrigado, le pregunté qué
sabía de ella. Entonces comenzó a relatar: “Está presa en México. Esa muchacha
loca se fue de mula”. Me quedé impactado y pedí más detalles. Me dijo que
enfrentaba una condena de entre 10 y 25 años por la justicia mexicana. Agregó:
“Su situación es complicada. Eso me lo contaron Diana Ángel y Violeta cuando
hablaron con Amalia en la clínica. El día que fueron a buscarte, no te
encontraron. ¿No te contó Amalia?”.
Sorprendido, respondí que no sabía nada. Jalisco continuó: “Sería gastar
mucho dinero para que le reduzcan la pena a lo mínimo, que son diez años, o
dejarla pudrirse allá. Me da pena por ella”. Conmovido, le dije: “Y a mí más,
¿no ves que es la madre de mi hijo? ¿Qué me aconsejas, Pedro?”. Él respondió:
“Yo puedo colaborar con unos 20 mil dólares. Digamos que todo cueste unos 50
mil dólares. Tienes que ir a México o enviar a alguien que se encargue del
asunto. Contrata un abogado allá. Ah, y Diana Ángel llevaba unas cartas de ella
para ti, pero decidió dármelas a mí para que yo te las entregara”.
La situación de Tatiana en México era, sin duda, lamentable. Le dije
que, por supuesto, haría todo lo posible. Ese día también hablamos de su
fallido nombramiento como ministro. Con amargura, me comentó: “Esos malditos
periodistas… pero voy a descubrir quién estuvo detrás de esto, y pobre de ese
desgraciado”.
Finalmente, Jalisco concluyó: “Otro día trataremos temas más
importantes. Dejemos este asunto para cuando tengas la mente más clara”. Le
respondí que siempre sería un placer conversar con él, y así nos
despedimos.
Cartas de
Tatiana
Salí apresurado de Villa Jalisco rumbo a la clínica, consumido por la
ansiedad de saber qué decían las cartas. Llegué a la clínica y me dirigí a la
oficina de gerencia. Pedí a la secretaria que no dejara entrar a nadie, ni
siquiera a Amalia o cualquier otra persona, al menos por una hora. Entré
rápidamente a mi oficina y comencé a leer la primera carta, fechada el 8 de
abril de 2005.
Allí me narraba los eventos previos a su captura. Decía lo arrepentida
que estaba y mencionaba que sabía que el bebé estaba conmigo. Me suplicaba que
no la dejara pudrirse en ese infierno donde vivía, asegurando que yo era la
única persona que podía ayudarla. Me pedía que cuidara muy bien de nuestro hijo
y recordaba las palabras que solía decirle: “No seas ambiciosa, el dinero no lo
es todo”.
Tatiana continuaba: “Hoy extraño a mi hijo y no lo tengo. Él crecerá
creyendo que otra mujer es su madre y tal vez la llegue a querer más que a mí.
Guillermo, aquí es terrible. Por favor, no me dejes morir en este lugar. He
vivido lo peor de mi vida aquí. Sé que tienes un corazón noble. Bebé, ayúdame,
por favor”.
Ese día me sentí profundamente conmovido por la tragedia que vivía
Tatiana, pero, sobre todo, por mi hijo, quien también estaba involucrado en
esta situación. Antes de salir de la oficina, guardé cuidadosamente las cinco
cartas restantes que aún no había leído.
Salí caminando lentamente hacia el estacionamiento de la clínica. Al
encender el carro, el conductor y el escolta me preguntaron si algo me pasaba.
No les dije nada, solo respondí que quería ir a casa.
Cuando llegué al apartamento, fui directo a la alcoba principal. Allí
estaba Amalia, feliz y entretenida, asumiendo su rol de madre. Manolo soltaba
risas intensas que llenaban de alegría a Amalia. Nunca la había visto tan
feliz.
Un rato después, Amalia me preguntó: “Amor, ¿te pasa algo? Te noto tenso
y extraño”. Le respondí que no, aunque por dentro pensé: “Maldita sea, esta
mujer me conoce demasiado, o soy muy evidente con mis gestos”.
Esa noche no pude dormir, pensando en cómo inventar una excusa para ir a
Bogotá y, más aún, para viajar a México. También consideré a quién podía
confiarle una tarea de tanta responsabilidad. Entonces recordé a mi amigo
Mauricio, el bacteriólogo que trabajaba en la clínica y era una persona de
absoluta confianza.
A la mañana siguiente, con un plan más claro, mandé a llamar a Mauricio
a la oficina de gerencia. Atendió mi llamado de inmediato. Le conté sobre la
desgracia de Tatiana y le pedí que se encargara del asunto. Le aseguré que yo
cubriría todos los gastos y que confiaba plenamente en él para esa delicada
misión.
Para justificar el viaje, inventé una invitación de una empresa de
suministros tecnológicos para laboratorios. Junto a Mauricio, viajé a Bogotá.
Allí contacté a Jalisco, quien me dio los datos de unos abogados en México y me
entregó el aporte económico que había prometido.
Compré los pasajes de Mauricio, quien ya tenía la dirección de la cárcel
en México, el número del expediente y el contacto en el Distrito Federal donde
se reuniría con el abogado encargado del caso de Tatiana. Llegamos a Bogotá un
lunes, y el jueves Mauricio viajaría al D.F. por quince días. Durante ese
tiempo, esperaba que lograra hablar con Tatiana, reunirse con el abogado y
dejar encaminado el proceso de su defensa.
Habíamos acordado comunicarnos solo por mi celular y en horarios en los
que no estuviera en el apartamento. Regresé ansioso por tener noticias de ella.
También le había enviado algo de dinero extra para que sobreviviera en la
cárcel; no era mucho, pero algo le ayudaría. No supe nada hasta el lunes, y las
noticias no eran muy alentadoras. Todas las pruebas estaban en su contra. Sin
embargo, el abogado comentó que podían interponer algunos recursos, ya que se
habían vulnerado sus derechos a la defensa. Eso retrasaría su sentencia, pero
podría lograrse una condena mucho más corta.
Le pregunté al abogado qué significaba “mucho más corta” y me respondió
que serían entre 9 y 10 años, cuando inicialmente podría haber enfrentado hasta
25 años de prisión. Mauricio me contó que había logrado hablar con ella y
entregarle el dinero. Ella le agradeció profundamente y le mencionó que sabía
que tanto él como Jalisco habían contribuido para pagar al abogado. Mauricio
también me relató que Tatiana lloraba con amargura y desconsuelo por su
situación. Entre sollozos, le había dicho:
“Soy una estúpida. Por ambiciosa, mira dónde estoy: destrozada, acabada,
sin ver a mi hijo. Lo peor es que no sé cuándo podré hacerlo. Dígale a Guillermo
que lo amo y que le agradezco todo lo que hace por mí, por no
abandonarme”.
Después de hablar con Mauricio, sentí un gran pesar por la tragedia de
Tatiana. Me llené de rabia contra ella por lo irresponsable y descuidada que
había sido con su vida. Decidí distraerme leyendo las otras cartas que, con
sigilo, había guardado en mi oficina. En la segunda carta, fechada en mayo de
ese año, me relataba toda su tragedia dentro del Centro Femenil de Readaptación
Social (Tepepan):
“Tatiana era una mujer muy frágil para soportar esa situación. No tenía
la fortaleza física ni la mente retorcida que allí se requerían para sobrevivir
entre una jauría de lobas hambrientas y pervertidas. Estas mujeres solo
buscaban dominarte y convertirte en su esclava sexual. Nunca en mi vida me ha
molestado la idea de estar con otras mujeres, pero aquí lo he odiado, porque me
ha tocado hacerlo por obligación. En el poco tiempo que llevo aquí, he tenido
que acostarme con mujeres que solo me generan desprecio. La comida es horrible
y el frío es insoportable.
No sé si pueda resistir. La única ilusión que me sostiene es volver a
ver a mi hijo. Los primeros días que llegué aquí tuve que dormir en el suelo
porque no tenía colchoneta. Después, gracias a unos ‘favores’ que le hice a
Lola, la líder del patio me consiguió una. Ya te imaginarás qué clase de
favores.
También hay una guardiana que está muy enamorada de mí, y la he
aprovechado para obtener cosas. Sin embargo, aquí todo es un infierno. Algunas
de las mujeres están condenadas por asesinato, otras por robo. Yo soy la única
acusada por narcotráfico. El resto ya tiene sentencia, y me han dicho que, tan
pronto me condenen, me enviarán a otro reclusorio; lo más probable es que sea
al de Santa Martha Acatitla.
Por primera vez en mi vida he sabido lo que es trabajar. Paso casi todo
el día en la lavandería, el único lugar donde he podido adaptarme, porque la
cocina no es lo mío. También voy al gimnasio y hago mucho ejercicio para poder
dormir. Hay días en los que lloro mucho. Por favor, envíame fotos de mi
bebé.
He empezado a tomarle cariño a la lectura, porque siento que en este
encierro voy a enloquecer. Estoy pensando en terminar mi bachillerato y
estudiar una técnica en contabilidad. Aquí, mis días pasan de grises a oscuros,
llenos de depresión y melancolía.
Las únicas cartas que he recibido son de mis eternas amigas, Diana Ángel
y Violeta. La única visita que he tenido ha sido la del abogado de oficio,
quien, por cierto, me ha insinuado su interés de manera descarada. Es un joven
apuesto, y yo le respondo sus coqueteos con miradas provocativas, solo para
ilusionarlo”.
Terminé de leer la segunda carta y continué con mi rutina en la clínica.
La secretaria me preguntó por la doctora Amalia: si estaba enferma, porque
últimamente no visitaba la clínica y había muchos asuntos pendientes a su
cargo. Me preocupé y, de inmediato, asigné a un responsable en la subgerencia
administrativa para que la apoyara.
Después de cumplir con mis labores como gerente de la institución de
salud más próspera de San Jacinto, reflexioné sobre cuánto había crecido la
clínica. Hace tiempo que habíamos superado la capacidad del hospital, y el
portafolio de servicios era mucho más amplio.
En ese tiempo, le había pedido a Rebeca que dejara el hospital para
ayudarnos en la clínica. Al fin y al cabo, era una empresa familiar, y ella
aceptó. Se unió para reforzar las tareas que estaban a cargo de Amalia, quien
había asumido su rol de madre a tiempo completo.
En San Jacinto, por mucho tiempo, se vivió en paz y tranquilidad. Sin
embargo, ahora el dominio del Gringo era total. Omar estaba por terminar su
mandato, y la fecha de elecciones se acercaba. Los nombres de los candidatos
comenzaban a sonar en el ámbito público.
Elección
del candidato a la alcaldía - elecciones 2005
Por esos días, Jalisco me invitó otra vez a su finca de recreo. Allí me
esperaba con un grupo de destacados empresarios, comerciantes del pueblo,
ganaderos y palmeros. El saludo de los asistentes fue cálido. Nos reunimos en
el auditorio de la finca.
Jalisco explicó que el propósito de la reunión era elegir, entre los
presentes, al candidato a la alcaldía para la próxima contienda electoral. Le
pregunté quiénes eran los postulados, y él respondió:
—Pues aquí, entre todos, hemos querido postularte a ti por tus logros como
empresario y por el cariño y aprecio que te tienen los sanjacinteños.
Les agradecí la postulación, pero les dije que no podía aceptarla. Les
expliqué que tenía un ejemplo que me marcaba: la muerte de Miguel. Además,
sabía que mi familia nunca aceptaría mi candidatura con ese antecedente.
Se desanimaron con mi respuesta, pero Jalisco insistía. A pesar de ello,
me mantuve firme y no acepté. Al finalizar la mañana, la reunión terminó con el
acuerdo de buscar un nuevo candidato.
Jalisco decía que era una lástima por nuestro municipio, que solo le
veía un futuro sombrío con esa lista de candidatos que no cumplían las
expectativas para ser alcaldes, que se apoyaban en el hambre y la ignorancia de
los humildes ciudadanos de los barrios marginados, quienes habían huido de la
violencia de los campos en conflicto para refugiarse en esta pequeña ciudad
donde las oportunidades eran pocas, donde el hambre agobiaba y el oportunismo
de los politiqueros era implacable.
Como diría un viejo conocido: “Donde haya hambre, miseria,
analfabetismo, desnutrición y una alta mortalidad infantil, existirán caudillos
líderes, porque se nutren de la desgracia de esos idiotas útiles que, en cada
campaña, se desviven por sus candidatos”. Parecían palabras sabias y sensatas;
quien no lo conocía podría creerle, pero él nunca tenía buenas
intenciones.
Regresé al apartamento. Amalia no se separaba de Manolo, quien ya
empezaba a decir sus primeras palabras. Ese día había dicho “mamá”, lo que fue
un momento emocionante para toda la familia.
Le conté a Amalia sobre la propuesta que me habían hecho para ser
candidato a la alcaldía, y su reacción fue inmediata:
—No. Con lo de Miguel, yo no quiero saber nada de esa alcaldía.
Sin embargo, Jalisco era astuto. Decidió usar a Emilia para convencer a
Amalia. Sabía que, con su aprobación, sería más fácil obtener la mía. Durante
varios días, Emilia y Pedro Jalisco visitaron el apartamento con la excusa de
ver a su ahijado. Según ellos, serían los padrinos, y al final lo fueron.
Elección
del candidato a la alcaldía
Llegó la fecha para inscribir candidatos a la alcaldía de San Jacinto, y
Jalisco seguía sin encontrar a alguien que tuviera el apoyo del pueblo o, al
menos, que fuera un buen candidato.
Como yo no acepté la postulación, me pidió que, por lo menos, acompañara
al candidato y lo promocionara. Le dije que sí. Su candidato era un agrónomo
del palmar, poco conocido, Julián Rincón. Era el único que se había atrevido a
lanzarse.
Jalisco lo llevó a Bogotá para mejorar su discurso, ya que el hombre era
rudo al hablar y usaba un lenguaje vulgar. A pesar de todo, Jalisco insistió en
que no había más opciones.
Por el lado contrario, volvieron a postular a Ramón González, un
candidato muy fuerte en ese momento, que gozaba del cariño y aprecio de los
habitantes del municipio.
La disputa por la alcaldía era difícil, y Jalisco se lamentaba
constantemente de que yo no hubiera aceptado ser el candidato. Pedro Jalisco se
veía muy preocupado, pues temía perder el control de la alcaldía de San Jacinto.
Por ello, habló con el Gringo, quien le aseguró:
—No te preocupes, ya tengo todo arreglado con Ramón González. Él será el
alcalde, pero el poder seguirá siendo nuestro.
Sin embargo, esa idea no convencía del todo a Jalisco. No confiaba en
Ramón ni creía que cumpliría los acuerdos una vez estuviera en el poder.
Llegó el esperado domingo que definiría la contienda electoral. A las 7
de la noche, ya se sabía que el nuevo alcalde era Ramón González. En su
discurso, prometió llevar al municipio a una paz total, con tolerancia cero
hacia los grupos al margen de la ley y cero corrupción.
De inmediato, Jalisco habló con el Gringo:
—¿Y este tipo qué está pensando con ese discurso? ¿Qué nosotros no
existimos?
El Gringo expresó su molestia con Ramón por su discurso desafiante
contra las autodefensas. Sin embargo, añadió:
—Esperemos a ver qué mensaje nos envía después.
Jalisco, astuto, no desaprovechaba la oportunidad para avivar el fuego y
poner al Gringo en contra de Ramón. Los primeros días de la administración
fueron tensos, pero, con el tiempo, las tensiones comenzaron a suavizarse.
En una ocasión, mientras estaba en Villa Jalisco, le aconsejé a Pedro
que bajara el tono de su enfrentamiento con el alcalde Ramón. Le advertí:
—Si sigues así, el Gringo terminará matándolo. Y eso sí acabaría con
cualquier posibilidad de que Amalia o yo queramos postularnos en el futuro.
De inmediato, los ojos de Jalisco brillaron, y me preguntó:
—¿Estás pensando en ser candidato para las próximas elecciones?
—Pues ya no me parece tan mala idea. Creo que es hora de devolverle a
este pueblo todo lo que me ha dado.
Jalisco captó el mensaje. Desde ese día, redujo la intensidad de sus
ataques verbales contra Ramón. Incluso, en una ocasión, medió para que el
Gringo abandonara la idea de matarlo. Habló con ambas partes y lograron llegar
a un acuerdo.
La administración de Ramón González comenzó, como siempre, con la
esperanza de un pueblo ilusionado con su nuevo gobernante. Sin embargo, con el
paso de los días, esa ilusión se fue desvaneciendo entre escándalos de
corrupción y la vida de excesos del alcalde. Se había convertido en un hombre
déspota y arrogante que no saludaba a nadie.
Le huía a la gente que lo buscaba por temor a que le pidieran dinero.
Ramón ya no era el hombre humilde que había pedido el voto. Se había
transformado en un hombre soberbio y ególatra, dueño de múltiples propiedades
en San Jacinto, Villavicencio y en el extranjero.
Le gustaba salir mucho a cabalgatas porque allí podía saludar al pueblo
desde su caballo sin permitir que se le acercaran. También se la pasaba
promocionando el coleo, su deporte favorito. Si el pueblo quería verlo, lo
vería en la manga, presumiendo del valor de sus caballos.
Sus familiares no ocultaban su nueva vida de lujos y compartían
orgullosos en redes sociales sus viajes al exterior, provocando la indignación
de muchos sanjacinteños.
Ramón González, un hombre de origen campesino y de poca formación
intelectual, tenía una personalidad afable, aunque torpe en su discurso. En
todas sus intervenciones, sus seguidores y simpatizantes pasaban vergüenza al
escucharlo por sus constantes errores. En una ocasión, durante un discurso en
la sede del SENA en San Jacinto, afirmó que “se jarta de ser uno de los mejores
alcaldes del país”, a lo que alguien le corrigió: “Se hartará, pero de
cerveza”. Lo que Ramón intentaba decir era que se jactaba de ser uno de los
mejores alcaldes del país. En otra oportunidad, al inaugurar el cementerio del
pueblo, dijo a sus habitantes: “Ahí les dejo esta magnífica obra para que la
disfruten”. Al mes siguiente, falleció la mamá de Ramón González. Sin duda, era
un personaje pintoresco y singular, cuya personalidad dejaba una marca
imborrable en la memoria de quienes lo conocían.
En otra de sus famosas metidas de pata, Ramón González acompañó a un
candidato a la presidencia, quien le prometió: “Cuando sea presidente, lo voy a
nombrar en una embajada en el Medio Oriente”. Cuando el candidato ganó las
elecciones, Ramón fue a reclamarle su cargo, pero la respuesta que recibió fue:
“Lo que yo le dije fue que, cuando ganara, le iba a conseguir alguien que medio
lo orientara. Él siempre entendía mal las cosas, no que lo iba a nombrar
embajador en el Medio Oriente”. Esta anécdota, como muchas otras, reflejaba la
peculiar forma en que Ramón interpretaba el mundo, siempre con un toque de
confusión y humor involuntario que lo hacía aún más memorable.
Cuando Óscar González vivía con Daniela, su tío solía decir: “Ay, mi
sobrino aseguró la comida, pero dañó la dormida”. Con este refrán, se refería a
que su esposa era “muy feíta”, es decir, poco atractiva físicamente. La
expresión, cargada de humor y picardía, reflejaba la manera ingeniosa y jocosa
en que el tío de Óscar comentaba la situación, combinando la cotidianidad con
un toque de doble sentido típico del carácter llanero.
Llegó el momento en que el pueblo detestaba a Ramón González. Surgieron
intentos de revocatoria del mandato, liderados por su propio sobrino, Óscar,
quien se había convertido en su principal opositor. Óscar salía constantemente
en la radio, junto a su esposa Daniela, para criticar al alcalde con dureza.
Óscar era un hombre afeminado, de esos que hoy llaman “metrosexual”,
aunque yo lo consideraba un homosexual que no había salido del clóset. Era
blanco, rubio y de ojos verdes. Por otro lado, su esposa Daniela era una joven
de origen indígena, de rasgos marcados que, con solo verla, dejaban claro su
vínculo con las comunidades originarias. Daniela era una de las pocas lugareñas
que había tenido la oportunidad de estudiar en el extranjero. Gracias a su
condición de indígena, había cursado estudios de Derecho en la Sorbona, en
Francia. Se destacaba como activista y líder social de amplio
reconocimiento.
Óscar, según decía, era ingeniero de sistemas, aunque corrían rumores de
que su título era falso. Sin embargo, esto nunca se comprobó.
Por esos días, ambos lideraban la revocatoria contra el alcalde, a quien
no dejaban de llamar corrupto y delincuente. Ramón había presentado varias
querellas por calumnia, pero, aunque no avanzaban en los juzgados, el pueblo
daba por ciertas las acusaciones.
El día de los diablos
Muchos se preguntarán por qué este nombre tan peculiar para referirme a
un día especial en mi municipio. Fue el 6 de junio de 2006; por coincidencias
numéricas y creencias cabalísticas, se tomó ese día como el día del número de
la bestia según la tradición judeocristiana, cosas que solo pasan en el país
del Sagrado Corazón.
La comunidad lo consideró en el país como un día de alto riesgo: quien
no se bautizara ese día quedaría en pecado y, antes de las seis de la tarde, se
lo llevaría el demonio o el diablo. Para evitar ese destino, todos debían estar
bautizados.
En esa época, el obispo y los curas de Villavicencio no autorizaron
realizar ni un solo bautismo en esa ciudad, por lo que la gente se dirigió al
municipio donde sí estaban permitidos: San Jacinto. La avalancha de solicitudes
fue enorme; las personas hacían filas interminables para cumplir con el mandato
divino. El costo del bautismo dependía de la condición social de los padrinos,
quienes debían diezmar. Si se trataba de un político o una persona adinerada,
el precio era elevado. Tras pagar los derechos bautismales, se dirigían a las
canchas Palpi para celebrar una eucaristía multitudinaria.
Las horas avanzaban y la gente se desesperaba, mientras en la curia se
gestionaba la facturación de los servicios. La mayoría de las personas venía de
diferentes municipios del departamento del Meta, acompañadas de sus padres,
padrinos y familiares.
El parque principal y sus alrededores estaban repletos de gente por la
ocasión. El comercio del centro fue uno de los grandes beneficiados.
Días antes del evento, se había generado una polémica en la radio sobre
por qué no se realizaban bautismos en Villavicencio. El obispo afirmaba que no
era cierta la creencia popular de que quien no estuviera bautizado para esa
fecha sería llevado por el diablo, y por eso no se hicieron bautismos en
Villavicencio ni en otros municipios.
La enorme multitud hacía fila en las canchas Palpi esperando su
bautismo. El reloj ya marcaba las cuatro de la tarde; la gente mostraba
desesperación y angustia porque se acercaban las seis.
El padre inició la eucaristía para el bautismo masivo. Al concluir la
misa, comenzó a bautizarlos uno por uno, pero, al ver la desesperación de la
gente y que las seis de la tarde se aproximaban, decidió formar filas de quince
a veinte personas —entre adultos y niños— alrededor de las canchas. Con una
caneca que le cargaban los monaguillos, el cura arrojaba agua con una taza
sobre las filas y decía: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, quedan bautizados”. Así logró calmar a los ansiosos feligreses, que
estaban a punto de atacarlo.
Al finalizar el día, la gente regresó con sus niños y adultos
bautizados, sin haber hecho curso bautismal, aprovechando el caos. Según mis
fuentes, se bautizaron unas 30 mil personas, y los ingresos que recaudó la
iglesia fueron considerables.
Sin embargo, nunca se reflejaron en mejoras para la iglesia ni en el
desarrollo de algún proyecto comercial por parte de la curia en sus terrenos,
que modernizaran la iglesia o generaran algún tipo de progreso comercial en el
céntrico lote que posee la Curia en el municipio de San Jacinto.
Recién llegado a San Jacinto, me parecía grande la iglesia; ahora, tras
haber ido varias veces, me parece que quedó detenida en el tiempo, que el auge
de la bonanza petrolera nunca la alcanzó, que es un lugar pequeño, caluroso y
poco cómodo.
Carta a
los sanjacinteños 2007
La voluntad del pueblo hecha realidad en la
revocatoria del mandato
Se dice que la voz de Dios es la voz del pueblo, y así es. En su máxima
expresión, el soberano pueblo decide los destinos de las comunidades, y cada
pueblo merece la suerte o la desdicha de tener un buen o mal gobernante.
San Jacinto, municipio que ha tenido el honor de ganar el premio a la
democracia, está hoy a punto de hacer historia dando un ejemplo de madurez en
el desarrollo democrático, avanzando para bien, mostrándonos una lección de
civismo, unión y prueba de que, cuando se quiere, se puede.
Un pueblo no puede vivir sometido a la negligencia de un mal gobernante,
a la torpeza de sus actos y al abandono de su gente. La mezquindad y la
soberbia hicieron que la paciencia de todo un pueblo se agotara, reflejada en
la revocatoria del mandato de un alcalde por primera vez en el departamento.
Porque cuatro años son pocos para un buen gobernante, pero una eternidad para
uno malo.
La importancia de que este paso se dé en el país nos demuestra que el
poder absoluto y soberano pertenece al pueblo, pero debe hacerse realidad para
mostrarle, no solo al actual administrador, sino a todos los gobernantes, que
la voluntad popular prevalece; que los pueblos se cansan de tanto abuso.
Que nuestros pueblos quieren otros caminos, desean líderes comprometidos
con el progreso, que sientan y vivan las necesidades de la gente; que su
vocación de servicio sea únicamente servir a su comunidad, sin ambiciones de
riqueza ni despilfarro de los recursos del Estado.
¿Será que el pueblo podrá decidir?
Eso solo lo sabremos cuando la Registraduría emita su veredicto sobre si
convoca o no al pueblo a elecciones. Al respecto, mucho se ha dicho: que el
alcalde Ramón González ya sobornó al registrador, que no va a pasar nada, que
gracias a la gente de la revocatoria el alcalde repartió contratos a diestra y
siniestra. En fin, en río revuelto, ganancia de pescadores.
Que el alcalde tiene una enorme base de datos de todos los ciudadanos de
San Jacinto que firmaron el referendo revocatorio y de los que se retractaron,
para decidir a quién atiende o no en su despacho, y que se preparen si lo de
las firmas fracasa, porque hambre es lo que van a pasar.
Con esta carta, Óscar González llamaba al pueblo a rebelarse contra su
gobernante; era una proclama de triunfo que combinaba con discursos en la
emisora local donde decía:
“¡Basta de arrogancia y prepotencia de la clase política!
El pueblo ya no tolera más mentiras, escándalos de corrupción ni el
derroche del erario. Es inaceptable que unos pocos se beneficien de los cargos
públicos mientras las familias trabajadoras enfrentan hambre, desigualdad y
falta de oportunidades.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que el poder político sea usado para
enriquecer a una élite privilegiada, mientras el resto de la población carga
con las consecuencias de sus malas decisiones? ¿Dónde está la justicia cuando
los recursos del Estado, que deberían servir para el bienestar de todos,
terminan en manos de unos pocos?
El pueblo merece dignidad, transparencia y equidad. No más nepotismo, no
más abusos. Es hora de que esta situación termine. La voz del pueblo debe ser
escuchada, porque el poder no les pertenece solo a ellos: ¡nos pertenece a
todos!”
Mientras tanto, Rocita adelantaba un plan que pondría fin a los
esfuerzos de Óscar por derrocar a su tío del poder.
Rocita, la esposa del alcalde, llamó a Daniela para invitarla a su casa.
Daniela asumió que la llamada tenía un fin político y, al llegar, le dijo:
—Si me llamas para ofrecerme alguna de las porquerías que tu marido le
propuso a Óscar, mejor ahórrate el tiempo.
Rosita, con calma, respondió:
—No, mija, sabes que la política no es lo mío. Te invité porque hay
cosas de mujeres que quiero hablar contigo.
A pesar de sus dudas iniciales, Daniela aceptó la invitación porque
quería a Rosita, quien además era su madrina. En la casa hablaron de todo un
poco, evitando cuidadosamente el tema político. Al final de la visita, Daniela
preguntó:
—Madrina, ¿pero para qué me invitaste realmente?
Rosita suspiró profundamente antes de responder:
—Ay, mija, no sé cómo decírtelo, pero… Óscar, ese desgraciado, te está
siendo infiel.
Daniela reaccionó con incredulidad:
—No, madrina, eso son rumores.
—No, hija, yo misma lo vi con mis propios ojos. Y si te lo digo, es
porque es verdad.
—¿Y con quién? —preguntó Daniela, ahora más inquieta.
—Con una muchacha, la hija de doña Berta.
Daniela se quedó helada al escuchar el nombre.
—¡No me digas! Pero si ella es una de nuestras principales recolectoras
de firmas y activista del comité de revocatoria.
La revelación encendió la furia de Daniela, pero Rosita intentó
calmarla:
—Hija, toma las cosas con calma. No vayas a cometer una locura.
Sin embargo, Daniela no pudo contener las lágrimas:
—Ese desgraciado… solo me ha usado para sus intereses, nada más.
Salió de la casa con el corazón destrozado y llena de rabia contra Óscar
y Tania. Al llegar a su casa, lo primero que vio fueron las cajas con las
firmas de la revocatoria. En un arranque de ira, las llevó una a una al patio,
donde encendió una fogata para quemarlas.
El humo y las altas llamas alertaron a los vecinos, quienes rápidamente
se acercaron al lugar. Óscar no tardó en llegar y, al ver lo que Daniela había
hecho, exclamó:
—¡Mujer, ¿qué has hecho!
Ella, con el dolor a flor de piel, le respondió con una cachetada antes
de abalanzarse sobre Tania, que estaba cerca:
—¡Zorra! ¡Traicionera! ¿No pudiste buscar a otro más que a mi marido? Te
di toda mi confianza para que ahora te revolcaras con él.
Óscar, entendiendo lo que pasaba, intentó consolar a Daniela, pero ella,
llena de furia, le gritó:
—¡Lo sé todo!
Desesperado por las firmas quemadas, Óscar trató de apagar el fuego,
pero las llamas ya habían consumido casi todas las cajas:
—¿Cómo pudiste hacer esto? ¡Has destruido todo nuestro trabajo! —le
reclamó.
Daniela, con una mirada fría y llena de desprecio, respondió:
—A ti lo único que te importa son esas malditas firmas.
La pelea con Tania continuó. Daniela la tenía agarrada del cabello y le
gritaba insultos. Óscar, desesperado, intentaba separarlas. Finalmente, Tania
logró escapar del agarre de Daniela, quien quedó llorando desconsolada en el
suelo, devastada por la traición.
Mientras tanto, Óscar, ayudando a Tania, se alejó rápidamente del lugar,
dejando a Daniela sola con su dolor.
Con la traición de Óscar a Daniela se pondría fin a la primera
revocatoria en San Jacinto. Sin las firmas que respaldaran el proceso, este no
tenía validez. Óscar se lamentaba profundamente, al igual que Pedro Jalisco,
quien ya daba por hecho el éxito de la revocatoria. Decía con furia: “¡Pedazo
de inútil! ¿Cómo dejó las firmas en manos de esa loca, que las quemó?”.
El chisme ya había recorrido todo el pueblo. El alcalde, al enterarse de
que Daniela había quemado las firmas, exclamaba: “¡Ay, Señor bendito, gracias
por protegernos del inútil de mi sobrino! Ahora sí que va a pasar hambre”.
Agradecido con Daniela, el alcalde pidió a su hermano Manuel, conocido
como Sentura, que se acercara a ella. Sentura, cuyo apodo venía de la comunidad
indígena, era un hombre singular. Aunque había estudiado en la capital, nunca
cambió su forma de hablar y su español seguía siendo algo torpe.
Sentura era muy conocido en el ámbito deportivo por ser un excelente
futbolista. Además, siempre estaba atento a las comunidades indígenas. Era una
persona servicial y amable, un coleccionista de momentos y emociones.
Disfrutaba de las cosas simples y se esforzaba por ser bondadoso y justo con lo
que la vida le ofrecía.
Creía firmemente en la reciprocidad: si alguien era bueno con él, él lo
sería con esa persona. Sin embargo, ganarse su confianza no era fácil, pues era
cauteloso en ese aspecto. No le interesaban las historias de sufrimiento o dolor,
sino rodearse de personas que quisieran vivir plenamente, conscientes de la
importancia del cuidado personal y la conexión con la naturaleza.
Místico y fiel a las tradiciones ancestrales, Sentura era un hombre leal
en su forma de vivir. Durante la administración de Ramón, actuaba como enlace
con los pueblos indígenas, gozando de la confianza y aceptación de estas
comunidades.
Tras varios intentos de Sentura por facilitar el esperado encuentro
entre el alcalde y Daniela, este le hizo múltiples ofrecimientos a título
personal. Sin embargo, Daniela dejó claro que lo único que pedía eran obras de
inversión para las comunidades indígenas del municipio, como compensación por
la quema de las firmas de la revocatoria. Sus principios y su ética le impedían
aceptar regalos del alcalde, a quien seguía viendo como un hombre corrupto e
inmoral.
En caso de que el alcalde quisiera darle algo, ella pidió que lo
entregara directamente al pueblo indígena de San Jacinto. Ante esto, el alcalde
prometió llevar agua potable, garantizar brigadas de salud, desarrollar
proyectos productivos y otras iniciativas típicas de promesas políticas. Pero
Daniela no les dio mucha importancia, pues sabía que no cumpliría. Con el paso
de los días, todas esas promesas se esfumaron como simples palabras al viento,
dejando a los pueblos indígenas de San Jacinto en la misma realidad de
abandono.
Tras este fallido intento de revocar el mandato del alcalde, Daniela
regresó a la capital del país como asesora de la Organización Regional Indígena
Nacional (ORIC). Además, buscaba superar su desamor. Por su parte, Óscar, días
después, se vio obligado a abandonar su natal San Jacinto, pues no encontraba
oportunidades laborales debido a que su tío le había cerrado todas las puertas.
La persecución que enfrentó fue tan fuerte que solicitó asilo político en
Estados Unidos y emigró.
Para esa época entendí cómo funcionan las disputas territoriales. En
esencia, el combustible de la guerra y de la hegemonía de un líder —ya sea de
izquierda o de derecha, alzado en armas— proviene del narcotráfico. Con ese
dinero pueden controlar regiones enteras. Todo esto tiene su origen en una
planta aparentemente inofensiva, a la que he llamado:
El árbol de la discordia
A simple vista, es solo una planta inofensiva. No destaca por su tamaño
ni por la belleza de sus flores, frutos o madera. Su único valor reside en la
savia que emanan sus hojas. En una concurrida calle de San Jacinto crece de
manera natural, a la vista de todos: un arbusto frondoso, de hojas verdes
abundantes y lanceoladas.
Con esta planta se han construido imperios, clanes y carteles; se
financian estados, reinados de belleza, campañas políticas y guerras. Es el eje
de toda una industria ilegal que gira en torno a su cultivo, transformación y
comercialización, extendiéndose a distintas partes del mundo.
Algunos la llaman una planta maldita, pues alrededor de sus cultivos
solo hay miseria, pobreza, deforestación y violencia. Mientras tanto, día tras
día, jóvenes adictos consumen la selva colombiana procesada en laboratorios
clandestinos.
En Colombia, las disputas por territorios, rutas y dominios generan
guerras infernales. En estas vastas regiones, la ley y el orden son
reemplazados por la anarquía de las armas, empuñadas por delincuentes ambiciosos
que buscan saciar su sed de riqueza y alimentar sus egos y pasiones.
Muchos clamamos por paz, pero parece una utopía mientras siga existiendo
el combustible de la guerra: la demanda de cocaína en los países desarrollados.
Aquí, en algún rincón de Colombia, siempre habrá alguien soñando con ser el
próximo patrón del negocio, sin importar los riesgos. Porque todos sabemos que
esa vida es efímera, volátil e intensa, con un guion predecible cuyo final
siempre lleva a una cárcel o al cementerio.
TERCERA CARTA DE TATIANA
Junio de 2005
Te cuento, Guille: ya he dejado de llorar un poco, aunque debes saber
que todavía me pego buenas lloradas, añorando los días de mi libertad y, sobre
todo, pensando en mi hermoso hijo. Saber que está contigo y que está bien me
consuela en medio de mi dolor.
Aquí la vida es lenta; los días pasan en cámara lenta y todo se reduce a
la rutina diaria. Trato de leer cada día más. El próximo mes empezaré mis
estudios de bachillerato. Yo había cursado hasta octavo en Colombia, pero aquí
clasifican el bachillerato de manera muy diferente a nuestro país. Lo llaman
“El Bachillerato” y se divide en tres modalidades: general, tecnológico y
profesional. Yo quiero hacer el tecnológico en contabilidad, como ya te había
mencionado en una carta anterior.
He conocido a Francia, una mujer muy dulce en el trato, pero que vive
muy triste todo el tiempo. Está aquí por asesinato. Es tan noble que, si no me
lo hubiese dicho ella misma, no habría creído que mató a alguien. Me contó que
tuvo que matar a su pareja porque la maltrataba demasiado.
Él era un carpintero en el D.F. Si en Colombia los hombres son
machistas, aquí lo son el triple: posesivos, dominantes y suelen castigar a las
mujeres, algo que es común en la sociedad.
Desde muy joven, Francia se había ido a vivir con él con la promesa de
matrimonio, pero él nunca cumplió. Simplemente convivían y tuvo tres hijos con
ella. Los fines de semana, él se iba a beber y regresaba a casa borracho, con
ganas de tener sexo con ella. La tomaba a la fuerza y, si ella se resistía, la
golpeaba. Así vivió muchos años de maltrato.
Hasta que un día el desgraciado llegó a hacerle lo mismo y la violó.
Luego se acostó en una hamaca en el patio de la casa. Ella, como era modista,
cosió la parte superior de la hamaca y tomó una tabla en sus manos. Comenzó a
golpearlo con tanta rabia y furia por todo el daño causado durante años que no
se dio cuenta de que lo golpeó tan fuerte hasta matarlo.
Los vecinos acudieron a ayudarlo, pero ya era demasiado tarde. Él gritaba
desesperado dentro de la hamaca hasta que su voz se apagó. Ese día, solo lo
acompañaba su hijo Vicente, el mayor de sus hijos, quien sabía del maltrato al
que estaba sometida su madre por parte de su padre. Vicente lloraba y abrazaba
a su madre hasta que llegó la policía y se la llevó.
Ella tiene tres hijos: dos varones y una niña. Los muchachos la visitan,
pero la niña la odia por haber matado a su papá. Ella sufre mucho por su hija
porque, en los once años que lleva aquí, nunca la ha visitado.
Aquí, la mayoría de las historias son tristes. Los finales felices solo
existen en novelas y cuentos de hadas. Esta es la dura realidad que se mezcla
con la pobreza y la necesidad.
Ese día había llegado muy temprano a la clínica para terminar de leer
las cartas. Me encerré en el despacho de la gerencia. Las cartas de Tatiana
estaban llenas de tachones; eran escritas de su puño y letra, con miles de
errores ortográficos, sin puntuación y con problemas de redacción y coherencia.
Pero, al final, entendía su mensaje.
Cuarta
carta
Julio de 2005
Trato de llevar una vida tranquila, evitando alterar mi paz con los
demás para no crearme problemas, aunque siempre hay personas resentidas y
envidiosas.
Inicié mi proceso académico dentro del penal. Hacía muchos años que no
tomaba un bolígrafo y un cuaderno, y ha sido algo difícil para mí. Me siento
torpe, como si me hablaran en otro idioma. No ha sido fácil empezar a estudiar,
pero sé que lo necesito. Para cuando salga de aquí, ya seré mayor. Los hombres
ya no me mirarán con deseo ni con interés, así que tendré que aprender un
oficio que me permita ganarme la vida dignamente y, sobre todo, hacer que mi
hijo se sienta orgulloso de su madre.
Me contaba que estudiaba toda la mañana y, por las tardes, realizaba las
labores propias del penal. Recibía consejos de Francia y de Lola, quien era mi
protectora dentro del lugar.
Sentía que Francia se debilitaba más cada día por el abandono de su
hija. Intentaba ayudarla, pero mis palabras no resonaban en su corazón roto y
adolorido. Por momentos, llegaba a pensar que lo único que ella quería era
morir. Guillermo, aquí lo único que puedo contarte son cosas dolorosas,
tragedias de vidas de muchas mujeres.
En esa carta me contó que pronto su hija cumpliría quince años y ella no
estaría allí. Había oído que en el penal planeaban hacer una celebración
colectiva para las hijas de las reclusas que cumplían quince.
Con Lola y otras reclusas nos dimos a la tarea de contactar a Fredy.
Logramos llamarlo y buscamos la manera de que su hermana, Ana María, visitara a
su madre en el penal.
Por esos días estaba muy ocupada entre los estudios y organizando la
visita de la hija de Francia. Logré hablar con ella en dos ocasiones y, al
final, aceptó visitar el penal. Me pidió que hablara con ella antes de encontrarse
con su madre. Ese día llegó una jovencita de cabello largo, blanca, con una
cara muy bonita. Ella era Ana María.
Se sentó en el cubículo donde colgaba un teléfono. Un vidrio
transparente nos separaba, impidiendo cualquier contacto. Con una voz dulce me
dijo:
—¿Tú eres Tatiana?
—Sí.
—¿Eres colombiana?
—Sí —respondí.
—Me gusta cómo hablas.
—Gracias, nena.
Su voz era entre ronca y firme, con un marcado acento mexicano. Le
expliqué por qué la había invitado: en el penal estaban organizando una fiesta
para las quinceañeras y su madre quería que ella participara. No mostró mucho
entusiasmo, pero preguntó por Francia. Le conté que pensaba mucho en ella y
siempre hablaba de su hija.
De inmediato, una lágrima rodó por su mejilla. Ese día hablamos de
muchas cosas. Le conté mi tragedia en México y cómo había terminado en la
cárcel. Sentí una conexión profunda con ella, y parece que ella también la
sintió conmigo. Quedó en pensarlo y prometió volver a visitarme.
Al otro lado del reclusorio me esperaban Francia y Lola, ansiosas por
saber qué había pasado. Tan pronto llegué, Lola exclamó:
—¡Habla, güerita, ¿qué traes!
Les conté con todo detalle la conversación. Al final, Francia me abrazó
fuertemente y las tres nos abrazamos, felices.
Quinta carta
Agosto de 2005
Hola, Guille:
Te cuento que empecé mis estudios con mucha ilusión, pero me ha ido muy
mal. He reprobado hasta el recreo. La profesora me dice que me esfuerce más,
que con constancia lo lograré, pero ahí voy, con tropiezos y dificultades,
intentando hacer este sacrificio.
Todo esto me ha deprimido. Francia, ahora, está de mejor ánimo y me
ayuda dándome consejos y palabras de aliento. Aquí es como una montaña rusa de
emociones: subes, bajas y vuelves a empezar.
Extraño cada día más a mi hijo. No hay día que no piense en él. Hay
noches en las que me despierto escuchando su llanto y me angustio. Pero saber
que está contigo me tranquiliza.
Espero con ansias que estas cartas lleguen a tus manos y que me puedas
ayudar, porque eres mi única esperanza en este infierno en el que me metí. Sé
que con tu buen corazón me ayudarás, bebé. Y si no lo haces por mí, hazlo por
nuestro hijo.
Realmente, eran tristes sus cartas. Las terminé de leer y continué con
mis labores dentro de la clínica.
1 Comentarios
comprensible y, finalmente, maravilloso a través del uso de las palabras