CAPITULO III
ELECCIONES
REGIONALES 2002
Para las elecciones del 2002,
en octubre, surgieron candidatos desde principios de año. En marzo llegó
Jalisco en su helicóptero personal. Nos pidió ir a Villa Jalisco, y cuando
llegamos al Club Jalisco, asistían personalidades de la capital del
departamento, entre ellos el candidato a la gobernación. Tan pronto llegamos,
nos llamó al grupo principal, nos presentó al futuro gobernador y dijo:
—Les presento al próximo
alcalde de San Jacinto.
Miraba a Miguel, quien quedó
atónito e impactado por la postulación. Nos dio un gran abrazo y agregó:
—Bienvenidos a la política.
Luego nos reunimos en su
oficina, donde dijo:
—Guillermo, serás el gerente y
dueño de la clínica. Miguel, vas a ser el alcalde más poderoso de la región.
Vas a ganar las elecciones. ¿Qué opinas?
Miguel respondió que no estaba
de acuerdo, pero Jalisco lo convenció y le dijo:
—Hoy mismo nos vamos para Bogotá a pulirte y prepararte.
En abril, Miguel regresó. Ahora lo llamaban el Dr. Abadía,
pero me dijo:
—Sigue llamándome Miguel.
Lo vi tan similar en su actuar
a Jalisco. Llegó con un grupo de asesores que organizarían su campaña. Con el
paso de los días, la campaña fue arrolladora gracias al respaldo económico de
Jalisco, Manba y el Gringo.
El otro candidato, Ramón
González, era un agricultor respaldado por un sector que no veía con buenos
ojos a Jalisco, aunque lograban hacer contrapeso. Al final, la contienda fue
reñida, pero el último domingo de octubre, el alcalde electo fue Miguel.
La disputa por la alcaldía fue
intensa, marcada por agravios de lado y lado, y con dineros de dudosa
procedencia en las campañas. La publicidad de los candidatos estaba por todas
partes. Se compraban líderes, desde religiosos hasta políticos, y se hacían componendas
con los grupos al margen de la ley. En últimas, estos grupos eran la verdadera
ley.
Hacían lo que querían; de lo
contrario, ni siquiera se podía ser candidato. Todos los aspirantes contaban
con el respaldo de uno u otro grupo. El poder era tan fuerte que, de una
campaña a la siguiente, ya se sabía quién sería el próximo candidato.
Se contrataban prestigiosos
asesores de campañas a nivel nacional para estructurar y organizar las
estrategias. Además, se utilizaban empresas de encuestas para monitorear y dar
seguimiento a las campañas, sin dejar nada al azar.
El presupuesto, planificado
con antelación, se gastaba de acuerdo con los contratistas seleccionados por
las autodefensas y la guerrilla, según los tratos que Jalisco había negociado.
La Posesión del Dr. Abadía
Todos los preparativos para la
posesión del alcalde se programaron para el miércoles primero de enero de 2003,
a las 4:00 p.m., en la plaza principal, con la participación de todas las
fuerzas vivas de San Jacinto.
Días antes de la posesión,
hablé con Miguel y le pregunté por su familia. Era un tema difícil para él,
pues siempre se rehusaba a hablar de ello. Sin embargo, ese día, en un momento
de confianza, me dijo:
—Tú sabes, compadre, que ese
tema para mí es un secreto. Pero tú eres mi socio, amigo y confidente. Te voy a
contar mi historia. Soy el hijo ilegítimo de un acaudalado empresario bananero
que nunca quiso reconocerme. Mi apellido, Abadía, me lo dio mi abuelo paterno,
quien fue el único que se hizo cargo de mí. De mi madre solo sé que murió al
momento de darme a luz.
Continuó relatando:
—Desde entonces, mi abuelo me
recogió y me dejó al cuidado de una criada. Cuando cumplí la edad para iniciar
mis estudios, me enviaron a un internado en Santa Marta. Después de terminar la
primaria y el bachillerato, mi abuelo me mandó a la Universidad de Cartagena,
donde me matriculé en la facultad de Medicina.
Le pregunté si pensaba invitar
a alguien de su familia a la posesión. Me respondió que, desde que llegó a San
Jacinto, no había tenido contacto con ellos. Dudaba que su abuelo pudiera
asistir debido a su edad y delicado estado de salud. Sobre su padre, fue
enfático:
—A mi padre no lo invitaría
por nada del mundo. Nunca fue un padre para mí.
Le pregunté entonces si
invitaría a alguna novia o amiga de la universidad. Sonrió y respondió:
—Sí, quiero invitar a mi gran
amiga de la universidad, Raquel, y a mi primo Omar.
Ese día también me contó sobre
su vida sentimental:
—En la universidad, las
mujeres me huían. Aquí, en cambio, me toca correrlas porque me asedian.
En esa conversación entendí
muchas cosas sobre Miguel. Era un hombre profundamente solitario, sin nada ni
nadie que se preocupara realmente por él. Había encontrado en San Jacinto un
refugio ideal para escapar de sus penas, que intentaba calmar con licor y una
vida sexual desbordada.
Aunque le sobraban mujeres, no
lograba encontrar a la ideal. Tal vez su estilo de vida de mujeriego
empedernido no se lo permitía.
MIGUEL ABADÍA, ALCALDE
El Dr. Miguel Abadía se
convirtió en el tercer alcalde por elección popular del municipio. Durante su
administración, las petroleras planearon la construcción del mayor complejo
petrolero en San Jacinto, además del descubrimiento del yacimiento petrolero más
grande del país. Esto lo posicionó como el alcalde más poderoso de la región.
Mi amistad con Miguel seguía
intacta, aunque él ahora era un hombre asediado y manipulado por Jalisco y su
clan de buitres. Gobernaba a un pueblo, pero a él lo gobernaba un grupo de
asesores que, bajo la dirección de Jalisco, hacían y deshacían a su antojo.
San Jacinto tenía enormes
necesidades y carecía de las comodidades propias de la vida moderna, pero
durante su período el dinero abundó. Se construyeron puentes, carreteras,
acueductos, escuelas, polideportivos y mangas de coleo, además de iniciarse la
construcción del palacio municipal. El trabajo era abundante en todos los
sectores, aunque también se incrementaron los prostíbulos y las cantinas.
Miguel era una especie de
celebridad, pero al mismo tiempo daba la impresión de ser un narcotraficante
debido a sus excentricidades: casas lujosas, escoltas, orgías y fiestas que
duraban varios días. El comentario en el pueblo era que, por cada contrato,
cobraba un 15%.
A pesar de las obras, el
pueblo estaba inconforme. Miguel pasaba más tiempo en Bogotá, según decía,
realizando gestiones, lo que generaba descontento. Además, su administración
carecía del populismo y afecto que la gente esperaba de su gobernante. Las
protestas frente a la alcaldía se hicieron frecuentes, en gran parte por el
descontento hacia la contratación de profesionales foráneos. Sin embargo, la
realidad era que San Jacinto tenía muy pocos profesionales locales.
Cuando Miguel estaba en el
pueblo, las jornadas en la alcaldía eran maratónicas. Comenzaban a las seis de
la mañana y se extendían hasta las diez u once de la noche. Desayunaba y
almorzaba en su despacho, recibiendo a una multitud de habitantes que buscaban
empleo, soluciones de vivienda, ayudas educativas o contratos.
En una ocasión, Miguel me
contó que entre las cartas que recibía de la comunidad llegaban ofrecimientos
insólitos. Algunas madres le ofrecían a sus hijas a cambio de dinero, y
universitarias que enfrentaban apuros económicos en la capital le pedían ayuda
para terminar sus estudios. Una de las más recordadas fue una de las hermanas
Valdés, mujeres de una belleza extraordinaria, que llegó a su despacho y le
dijo:
—alcalde, disponga de mí, pero
ayúdeme con el semestre.
Miguel, conocido por su fama
de mujeriego empedernido, no perdió la oportunidad.
Así era la vida del mandatario
de esta floreciente región del país del Sagrado Corazón de Jesús, donde se
vivía una paz extraña desde hacía meses gracias a Jalisco y al acuerdo
alcanzado con Manba y el Gringo.
Era una paz comprada,
sustentada en un pacto entre las dos facciones en disputa, quienes se habían
repartido el presupuesto de la administración local, que manejaba cifras
extraordinarias. Sin embargo, el pueblo no sabía hasta cuándo se respetarían
esos acuerdos. Aunque se respiraban vientos de calma, ocasionalmente se
interrumpían con el ajusticiamiento de algún bandido local, ejecutado ya fuera
por la autodefensa o la guerrilla. Aquí, la ley y el orden eran impuestos por
ellos, a su manera.
FESTIVAL Y REINADO NACIONAL DE LA PALMA
Durante la administración de
Miguel Abadía, se institucionalizaron las fiestas de San Jacinto,
convirtiéndolas en las más populares de la región. Estas incluirían un reinado,
noches temáticas (llanera, vallenata y popular) y corridas de toros.
La organización del reinado
quedó a cargo de Fabián Moore, director de la Casa de la Cultura. Moore, un
bailarín y diseñador excéntrico, se autodenominaba "maricón" con
cierto orgullo, aunque su nombre real era Fermín Moreno.
El festival se convirtió en
una empresa gigantesca que involucraba múltiples gestiones: invitaciones a las
delegaciones, contratación de artistas, logística para la empresa taurina, sonido
y puestas en escena. Para organizar el evento, se creó la Corporación del
Festival, financiada con aportes de la administración municipal, las petroleras
y los productores de palma.
Los preparativos comenzaron
seis meses antes. Fabián Moore recorrió diferentes regiones del país convocando
candidatas para el reinado. Sin embargo, cuando el plazo apremiaba y el número
de participantes aún no era suficiente, recurrió a su amiga Olivetti, conocida
proxeneta de la capital. Olivetti facilitó su séquito de chicas, acordaron un
pago por cada candidata y asignaron padrinos para representarlas. Incluso
decidieron de antemano el orden de las participantes y quién sería la ganadora.
—De chicas bellas sé bastante
—aseguró Olivetti. Ella se encargó de asignar representaciones departamentales
a las candidatas, darles clases de glamour y etiqueta, y enseñar a las
finalistas las respuestas a las preguntas del jurado para evitar que quedaran
en ridículo.
Para ese entonces, San Jacinto
ya contaba con un aeropuerto que recibía vuelos comerciales diarios desde la
capital.
El día del festival comenzó
con una alborada. Cerca de las diez de la mañana, llegaron las candidatas, la
principal atracción del evento, con su belleza reflejada en rostros hermosos y
cuerpos esculturales. La caravana partió desde el aeropuerto, recorriendo las
calles principales del pueblo. Las candidatas, montadas en la parte superior de
un camión de bomberos, lanzaban dulces y besos al público que discutía cuál era
la más bonita, la más fea y la favorita para ganar.
El recorrido terminó en el
hotel Real Canaguaro, propiedad de Jalisco, donde se celebró una rueda de
prensa y la entrega de las llaves del pueblo por parte del alcalde. La alta
sociedad y las personalidades del municipio asistieron al evento, luciendo sus
mejores galas. Yo también estuve presente, disfrutando del momento.
En la mesa principal del
evento, las candidatas compartían espacio con los miembros de la
administración, liderados por el alcalde, quien dio un discurso de bienvenida y
entregó las llaves del pueblo a cada concursante.
Por la noche, se dio inicio
oficial al Festival Folclórico y Popular de la Palma con una verbena amenizada
por un famoso cantante vallenato. Todo transcurría según lo planeado hasta el
día de la elección de la reina, cuando estalló un escándalo.
Según lo acordado, la ganadora
sería la señorita Antioquia. Sin embargo, por diferencias entre Fabián Moore y
la comitiva de "maricones" que apoyaban a la candidata, el resultado
fue alterado sin consultar a los miembros de la organización.
Esa misma noche, corrió el
rumor de que las candidatas provenían de un famoso burdel de la calle 53 en la
capital. El pueblo, escandalizado, se sumió en comentarios y chismes.
La primera versión del
festival quedó manchada por el escándalo del reinado. Fabián Moore fue
destituido como jefe de la Casa de la Cultura, pero poco después fue restituido
en su cargo. Se decía en los pasillos de la alcaldía que había amenazado al
alcalde con revelar todos sus secretos si no lo reintegraban.
Días de sombras
El segundo año de la
administración de Miguel Abadía no inició bien. Los conflictos y disputas entre
Mamba y el Gringo se acentuaban cada vez más, haciendo invivible a San Jacinto.
Las condiciones de orden público empeoraban debido a las masacres y los
continuos ajusticiamientos de ciudadanos indefensos, que quedaban a merced de
los violentos. La zona rural se convirtió en un verdadero campo de batalla,
donde la disputa territorial entre la insurgencia y los grupos paramilitares
era sangrienta y feroz.
Cada día los muertos se
contaban por decenas, de uno y otro bando. La iglesia intentaba mediar ante
semejante ola de terror, mientras los grupos al margen de la ley reclutaban a
jóvenes de todas las veredas y fincas para hacerlos partícipes de la guerra.
Las diferencias se habían hecho visibles tras el incremento del "impuesto
de guerra" que Mamba impuso a los contratistas: un 15 % sobre los
contratos ejecutados por la administración municipal, dejando sin opción de
tributo al Gringo. El dominio territorial de la guerrilla del frente 44 se
incrementó con la presencia de hombres fuertemente armados.
La Defensoría del Pueblo hacía
constantes llamados a la paz y al cese del fuego, lo mismo que la Iglesia Católica,
pero el pueblo seguía siendo un río de sangre. Por semanas, en el cementerio se
enterraban entre 20 y 30 personas. El alcalde, simplemente un títere de los
grupos al margen de la ley, obedecía sus órdenes. Sin embargo, Mamba no
confiaba mucho en Miguel Abadía, pues sabía de su amistad con Pedro Jalisco,
quien a su vez era cercano al Gringo.
Miguel, como alcalde, trataba
de buscar puntos de acercamiento entre Pedro Jalisco, Mamba y el Gringo para
detener la ola de terror que se vivía en San Jacinto. El alto comisionado de
paz también buscaba que la iglesia ayudara con sus buenos oficios para llegar a
un acuerdo de paz que trajera tranquilidad a la región, pero nada de esto
sucedía.
El número de desplazados,
desaparecidos y fincas abandonadas continuaba en aumento. Lo único que imperaba
era la ley del más fuerte, la anarquía de las armas y el dominio del
presupuesto de San Jacinto.
En mayo de ese año, Mamba citó
al alcalde a un paraje rural del municipio para adelantar unos diálogos de paz.
Miguel me comentó la situación, y le manifesté los posibles riesgos de salir a
un encuentro con ese personaje. Él me dijo que lo sabía manejar.
Miguel se había vuelto muy
hábil hablando y persuadiendo a la gente; confiaba en que podría convencer a
Mamba. La cita se fijó para un sábado a las 10 de la mañana, en la finca Las
Cañadas, vereda El Paraíso. Como garante del encuentro estarían Pedro Jalisco y
otros líderes veredales amigos de Miguel, además del temido Mamba. También
haría presencia el obispo, como representante de la iglesia católica.
Ese día, muy temprano, Miguel
me llamó. Lo noté un poco intranquilo. Me dijo que saldría a las seis de la
mañana para llegar al punto de encuentro a las diez, pues antes debía pasar por
otras veredas. Salió de su casa acompañado de su esquema de seguridad y su
secretaria personal. Era un día soleado, y el camino veredal se hacía
polvoriento con el paso de la caravana de carros que lo acompañaba.
Las carreteras veredales de
San Jacinto eran simples trochas, donde solo vehículos 4x4 podían transitar.
Desde unos cinco kilómetros antes del punto de encuentro ya se sentía la
presencia de la guerrilla del frente 44. Al llegar al sitio, el alto mando
guerrillero encabezado por Mamba intimidaba a los presidentes de juntas de
acción comunal con su presencia.
Cuando llegó el alcalde, Mamba
lo saludó:
—Bienvenido, señor alcalde. Qué
grato volverlo a tener por aquí. Desde que subió al poder no habíamos tenido la
posibilidad de hablar con usted, pero gracias por venir hoy a encontrarse con
la insurgencia y la comunidad de estas veredas.
Lo que parecía un saludo
pronto se tornó en intimidación. Mamba continuó:
—Lo hemos invitado para
hacerle un juicio político porque usted no está llevando las riendas de este
municipio por la senda correcta.
En ese momento, los
guerrilleros desarmaron a la seguridad del alcalde. La expresión de Miguel
cambió drásticamente al sentir el poder de las palabras de Mamba y la
intimidación del lugar. Ninguno de los invitados prometidos había llegado: ni
Pedro Jalisco, ni la iglesia, ni la Defensoría del Pueblo.
Miguel estaba a merced de los
violentos. De manera extraoficial, la guerrilla inició un juicio político
contra él, acusándolo de mal manejo de la administración municipal. La
sentencia final fue la ejecución, ordenada directamente por Mamba.
Todo ocurrió rápidamente.
Algunos presentes no entendieron la gravedad de las circunstancias hasta que
dos guerrilleros tomaron a Miguel de los brazos y lo llevaron hacia una cañada.
Mamba los siguió. Los funcionarios de la alcaldía miraban con tristeza y miedo,
presenciando el trágico final del alcalde.
Unos minutos después, se
escucharon tres disparos de 9 mm. Era el fin de Miguel Abadía.
Sobre las cuatro de la tarde,
la noticia se conocía en el pueblo. La comitiva del alcalde traía en el carro
el cuerpo sin vida del burgomaestre. Ese fue uno de los días más tormentosos y
dolorosos para mí, porque por primera vez en mi vida perdía a alguien tan
cercano.
Ese día fui a la morgue a ver
su cuerpo inerte, pálido, trémulo e inmóvil sobre el mesón. Allí yacía Miguel,
quien en vida fue un hombre hábil, sonriente y alegre. Lo abracé entre mis
brazos, lo besé en la frente y lloré amargamente su trágica muerte. Sólo sentía
en mi cuerpo desasosiego, abandono e indefensión. Me sentí el ser más
vulnerable ante las circunstancias que vivía; lo único que podía hacer era
refugiarme en Amalia.
Al día siguiente se presentó
el gobernador, el alto comisionado de paz del gobierno nacional y un delegado
del ministro de defensa. Todos lamentaban la muerte del burgomaestre a manos de
grupos al margen de la ley. Yo aún no podía creer que Miguel estuviese muerto.
Pedro Jalisco no aparecía por ningún lado, y yo sentía una gran necesidad de
hablar con él sobre lo sucedido.
El jurídico de la
administración, junto a la tesorera, quienes acompañaban a Miguel en el momento
de los hechos, eran sujetos de investigación. Los medios los abordaban
constantemente, solicitándoles narrar lo sucedido. Jorge, el jurídico de la
administración, abandonó el pueblo de manera inesperada, argumentando posibles
amenazas de los insurgentes. Según dijo, un concejal lo había citado en un
caserío cercano para conversar con el comandante, pero él salió huyendo del
municipio y solicitó asilo político en Francia.
El entierro de Miguel fue
desgarrador. El único familiar que asistió fue su primo Omar Abadía, acompañado
de su amiga Raquel. Consulté a su primo si quería llevar el cuerpo a Santa
Marta o si lo enterrábamos en San Jacinto. Omar decidió que era mejor
enterrarlo allí, porque en Santa Marta nadie lo conocía. En San Jacinto, al
menos, nos tenía a nosotros y al pueblo.
La ceremonia religiosa comenzó
a las 4:00 p.m. El cura hizo un recuento de la vida de Miguel, resaltando su
corta existencia. A sus tan sólo 33 años, un joven venido desde las costas
colombianas había encontrado la muerte lejos de casa, con una vida inconclusa,
sueños por realizar y metas por cumplir. La iglesia estaba abarrotada.
El cortejo fúnebre lo encabezaban el gobernador, el alto comisionado de paz, su primo Omar, Raquel, Amalia y su familia. Yo no me contenía y lloraba desconsoladamente por mi pérdida. Durante mi intervención en la misa, pedí a todos los presentes que, mientras se movilizaba el cortejo fúnebre, no usaran las bocinas. También Hice un recuento de nuestra amistad, del dolor que me causaba su pronta partida. Agradecí el haberme hecho su socio, amigo y confidente, y recordé todos los bellos momentos que compartimos.
Al llegar al cementerio, muchas mujeres lloraban desconsoladas, pero en
especial Tatiana Suárez, su incondicional amante, una mujer de inigualable
belleza, con rasgos fuertes y un escultural cuerpo.
Era desgarrador su llanto y su expresión de dolor. Decía: “¿Ahora qué voy a
hacer con mi bebé?”. Me llamaron la atención sus palabras, porque, hasta donde
yo sabía, Miguel no tenía hijos.
Unos días después de la muerte de Miguel, mandé llamar a Tatiana, a quien
conocía desde mi llegada a San Jacinto. Cuando llegó a mi oficina, la vi más
robusta. Le hice el comentario:
—Pero la veo repuestica.
Ella respondió:
—Sí, ya se me empieza a notar el embarazo.
—¡¿Cómo así, mujer?! —le dije.
—Así como escucha, estoy embarazada. Tengo cuatro meses y medio, y no sé qué
hacer.
—¿Cómo así, mujer? —insistí.
Ella respondió:
—Pues sí, sin un padre para mi hijo, porque me lo mataron.
—¿Tú estás diciendo que ese hijo es de Miguel?
—¿Pues de quién más?
—Mira, Tatiana, si eso es cierto, yo me hago responsable de ti y de esa
criatura que estás esperando. Como tú sabes, yo era el socio de Miguel. Aunque
todos los bienes estén a mi nombre, independientemente de si es cierto lo que
me dices, yo le daría su parte al hijo que tengas.
Ella aceptó sin problema y
preguntó:
—¿Y mientras tanto, de qué
vivo?
Le dije:
—No te preocupes. Dame una
cuenta, y yo te daré una mensualidad para que vivas cómodamente. Todos los
controles los tendrás en la clínica.
Tatiana era una a famada prepago o dama de compañía del pueblo la más
cotizada se había salido de la casa de sus padres a los quince años, motivada por
su amiga Violeta otra dama de compañía, también menor de edad, para dedicarse a
suplir las necesidades sexuales de los ingenieros petroleros, gringos que
hacían parte de las multi nacionales, esa era la vida de ellas.
Vivian en una hermosa casa ubicada en la Colina con una miga mayor Diana
Ángel que actuaba como su mánager en una de sus fiestas locas Miguel me las
había presentado.
Ella era una mujer ambiciosa y derrochadora de dinero, así como ganaba
así lo gastaba, nunca tenia un peso, la naturaleza la había dotado de un
hermoso cuerpo, aunque de cara no fuera muy bella su personalidad era
arrolladora.
Tenia una dulce voz que adormecía y seducía al mas fiel y puritano de los
hombres, Miguel describía sus nalgas como un durazno, lo enloquecía, aunque la
solía compartir con más hombres.
Por temporadas abandonaban el pueblo porque se iban a putiar a Villao,
Bogotá, Medellín o Cartagena según como les estuviera yendo, a mi me gustaba
hablar con ella era muy buena conversadora y me contaba sus aventuras con sus
clientes
Me conto que en una oportunidad atendió a un apareja de esposos en
Bogotá, la esposa era un poco complicada porque solo ella la podía besar en la
boca, el esposo no, solo penetrarla estando en el acto se le dio por tomarle
una foto con la mala fortuna que se activo el flash de inmediato se levanto el
tipo le arrebato el teléfono iPhone de los últimos y lo destrozo contra la
pared ella salió corriendo de la habitación.
La familia de Tatiana era disfuncional padres separados su madre la había
dejado al cuidado de su padre pero el convivía con otra mujer que le daba muy
mal trato por eso había optado por irse de la casa, su padre un conductor de camión
de la palmera, su madre tenia una cantina junto al parque Morichal, tenia dos hermanas
mayores y un hermano que era uno de los delincuentes del pueblo que en varias
oportunidades me había tocado a mi o a
Miguel interceder con el Gringo para que
no lo mataran, era un ladrón de apartamentos, casas y raponero.
Finalmente, lo que no pudo hacer las autodefensas y Manba lo logro la
motocicleta donde andaba un fin de semana celebrado sus fechorías terminarían
en la parte posterior de un camión del palmar estampillando su rostro y así
podría fin a su corta vida de malhechor.
Miguel decía que la quería sacar de ese mundo, pero ella era feliz ahí,
le había comprado una Boutique en edificio el Prado uno de los edificios modernos
del pueblo, le pagaba un apartamento en el mismo edificio y le había comprado
un carro al momento de su muerte.
El alcalde encargado
¡Qué problema fue la elección
del nuevo alcalde! Aunque parecía que sería un proceso fácil, resultó ser un
verdadero dolor de cabeza. Entre los candidatos para reemplazar a Miguel
estaban su primo Omar, algunos miembros de su campaña, y otros nombres
propuestos. Según la ley, el partido que avaló a Miguel debía presentar una
terna al gobernador para elegir al nuevo mandatario.
Pedro Jalisco no aparecía por
ningún lado. Se especulaba que estaba en la capital o, quién sabe, tramando
algo, pues él debería estar muy interesado en el nombramiento del nuevo
alcalde.
Por mandato constitucional, el
partido de Miguel era el único autorizado para presentar la terna. Esta debía
ser avalada por la dirección municipal del partido. El candidato más fuerte era
su primo Omar, quien vino a buscarme, esta vez con un tono más conciliador,
solicitando mi respaldo. Le dije que contara conmigo y con mi apoyo.
Finalmente, el directorio
municipal presentó la terna al gobernador, quien la envió a Villavicencio para
su evaluación. Una semana después, el gobernador anunció su decisión: Omar
Abadía sería el nuevo alcalde de San Jacinto.
Sin embargo, la comunidad mostró
su inconformidad de inmediato. Las protestas frente a la alcaldía no se
hicieron esperar; los habitantes exigían que se nombrara a una persona del
pueblo, y no a alguien foráneo.
Con el tiempo, el pueblo tuvo
que aceptar la decisión del gobernador. Omar comenzó a ganarse la simpatía de
los habitantes. Se dedicó a permanecer en San Jacinto y atender a la gente, lo
que fue bien recibido por muchos. Lo tildaban de generoso y buena persona
porque, con frecuencia, daba dinero a quienes lo necesitaban.
A pesar de esto, Omar estaba
muy consciente de los riesgos que implicaba su posición. Su escolta duplicaba
la que tenía Miguel, y se desplazaba siempre en vehículos blindados. Era
evidente que, aunque el cargo lo hacía cercano al pueblo, también lo colocaba en
una situación vulnerable.
Aquí no pasa nada
Pasados unos años, cuando ya
vivía en la tranquilidad de mi finca, dedicado a las labores del campo, tuve
una conversación con uno de mis empleados. Rememorando las épocas de la guerra,
me contó su tragedia.
Una tarde cualquiera, el
Gringo y sus hombres llegaron a la zona y se llevaron a muchos jóvenes, entre
ellos a él. Nunca volvieron a sus hogares. Según los relatos, se estima que
alrededor de mil quinientos adolescentes, entre hombres y mujeres, fueron
arrancados del seno de sus familias. Los embarcaron como animales en camiones y
volquetas. De todos ellos, solo regresaron dos sobrevivientes.
“Fuimos invisibles ante la
mirada de la gente”, me dijo con la voz quebrada. “Pasamos frente a la estación
de policía, atravesamos todo el pueblo y nadie nos vio. Nos llevaron a las
montañas, donde el comandante JK, con una ametralladora M60, nos disparaba a
ras del suelo. Quien no estuviera acostado, moriría. Ese día murieron muchos. A
todos nos cambiaron el nombre, nos dieron una chapa, y si éramos hermanos, nos
separaron. Nos obligaron a matar, a violar, a cometer atrocidades... o
moriríamos nosotros”.
Fueron carne de cañón en la
guerra entre Mamba y el Gringo. Los cuerpos se acumulaban en los campos. Los
chulos devoraban los cadáveres, dejando solo osamentas. Meses de terror fueron
su única realidad.
El Gringo contaba con el apoyo
logístico del gobierno, a través de las fuerzas militares, con el objetivo de
acabar con el dominio de Mamba. Esa alianza fue decisiva. Finalmente, el Gringo
se apoderó de la región, destronando a Mamba.
El fin de Mamba
Matelarga, fue el último
refugio de Mamba, fue asediado sin descanso. La armada y la fuerza aérea
lanzaban constantes ataques. Un helicóptero Bell 204, armado con una
ametralladora .50, rastrillaba la zona. No hubo rincón de la isla que escapara
a las balas.
Mamba, acorralado, ya no tenía
dónde huir. A pesar de los mitos que lo rodeaban —que era inmune a las balas,
que una bruja indígena lo había cruzado, o que podía transformarse en leopardo
por las noches—, estaba a punto de enfrentarse a su fin. Con su grupo reducido
de hombres hambrientos y harapientos, resistía desesperadamente.
El Gringo, decidido a
atraparlo, cortando sus suministros y asfixió a sus fuerzas. Finalmente, uno de
los propios hombres de Mamba lo traicionó, hiriéndolo y entregándolo al Gringo.
El desenlace fue brutal. El
Gringo llevó a Mamba a lo que alguna vez fue el Multi Center de Jalisco. Allí,
decidió no entregarlo a las autoridades. “A este perro hay que matarlo, no
llevarlo a una cárcel donde viva como rey”, decía. Tras torturarlo para obtener
información sobre sus caletas de dinero, el Gringo le amputó una mano con un
machete afilado. Esa mano sería lo único que la justicia recibiría como prueba
del fin de uno de los criminales más temidos de la región.
2 Comentarios
puedes observar estas características que definen su estilo narrativo:
1. Realismo social y testimonial: El autor describe con precisión la vida en un contexto rural colombiano, incluyendo aspectos sociopolíticos y conflictos armados. Esta narrativa se enfoca en representar de manera cruda y directa las realidades complejas de los personajes, destacando temas de violencia, corrupción, y poder.
2. Narrativa anecdótica y confesional: La estructura narrativa está llena de anécdotas personales, lo cual otorga a la obra un tono autobiográfico y testimonial. El autor utiliza este estilo para que el lector sienta una conexión cercana y personal con los eventos y los personajes.
3. Lenguaje coloquial y directo: Usa un lenguaje accesible y sencillo, a menudo con coloquialismos y frases informales, lo que añade autenticidad y refleja el habla y costumbres de los personajes y su entorno cultural.
4. Descripciones detalladas de ambientes y personajes: El autor se detiene en descripciones minuciosas de los lugares, la gente y los eventos, lo que enriquece la ambientación y sumerge al lector en un espacio muy específico.
5. Tono crítico y reflexivo: La narración aborda temas delicados y, a través de los pensamientos de los personajes, incorpora una crítica social sobre la violencia y el poder, explorando sus efectos en las vidas de las personas.
El estilo del autor puede clasificarse como realismo testimonial y social, complementado con un lenguaje coloquial y un tono introspectivo y crítico que le aporta profundidad a los relatos personales y socioculturales de la historia.
Su estilo es muy personal con amplia objetividad. Combina la Crónica, y la novela aportando visiones desgarradoras pero muy verídicas de una violencia que parece haber nacido con los mismos orígenes de ese departamento. Son historias escritas por capítulos por un llanero que rdspira joropo, mangas de coleo. Interesante de leer. Fácil de entender.