Juan, pescador

 


Juan, pescador

 

 

Uno de mis grandes hobbies es pescar: pasar largas horas esperando el jalonazo en mi sedal y sentir la fuerza del animal al extremo de mi cuerda, ya sea con un señuelo o con la carnada de un anzuelo. La sensación es única: percibir el empuje del animal, su lucha por la vida, verlo saltar y poder identificar, por su forma de tirar o por sus saltos, qué especie es la que está peleando. Si se trata de un animal grande, la batalla se vuelve titánica; medir la capacidad de mi caña, el grosor de mi sedal, la resistencia de mi carrete y la técnica para recoger desempeñan un papel crucial. En esos momentos de pura adrenalina, pienso: “Ojalá esté bien enganchado, que no se me suelte durante la pelea”. Tras minutos u horas de esfuerzo, lograr sacar un pez es un triunfo para quienes nos dedicamos a este arte de la pesca.

 



Con una sonrisa de júbilo y alegría, mostrar el recuerdo de la captura en una fotografía pone fin a tan apoteósico momento de excitación para un pescador. Pasar horas en absoluta meditación e interacción con el medio ambiente, compenetrado con la naturaleza hasta rozar el mimetismo, es parte de la experiencia. Son momentos de silencios profundos, interrumpidos solo por los sonidos del río o el canto de las aves, porque en esta actividad se habla poco cuando se está en plena acción.

 


Al finalizar la tarde, llega el momento de las tertulias entre pescadores, donde cada uno cuenta sus aventuras. Hablan del tamaño de los peces que han sacado —que van desde el largo de su antebrazo hasta la extensión completa de su brazo—, algunos exagerando sus hazañas y proezas, mientras otros simplemente escuchan. Los más experimentados relatan los ríos en los que han pescado y todas las aventuras y odiseas que han vivido.

 

Mis aventuras por el Vichada

 

De mis viajes al Vichada aprendí por qué lleva ese nombre el vecino departamento: hay mucho "vicho" (zancudos). Es una de las últimas fronteras naturales que aún se mantiene intacta, gracias a las difíciles condiciones de acceso, lo que lo convierte en un verdadero paraíso terrenal. Allí se pueden ver infinidad de animales en su estado salvaje; es un completo safari de fauna en estado natural, en uno de los rincones de la geografía colombiana.

 

Durante la temporada de sequía, que se da de noviembre a abril, se produce una concurrida visita de habitantes de muchas regiones del país y extranjeros que llegan al departamento del Vichada para cumplir su deseo de pescar el famoso tucunaré o pavón, endémico de los ríos Vichada y Tomo, dos de los emblemáticos ríos de la región.

 

Por lo general, son grupos de amigos pescadores que se asocian y llevan sus botes y camionetas 4x4. Suelen ser pensionados y entre los insumos que transportan incluyen combustible, comida (por lo general enlatados) y campings para dormir en la sabana junto a los ríos. Previamente, han contactado a algún lugareño que les servirá de guía en su aventura, encargado de preparar la comida y levantar el campamento en medio de la selva.

 

La mayoría de los visitantes toman la ruta Yopal – Paz de Ariporo - Caño Chiquito - Centro Gaitán - Pozos Cuervas hasta el puerto de La Hermosa, ubicado en la ribera del río Meta. Al cruzar el río, se encuentra el primer municipio de Vichada: La Primavera. Desde allí, algunos toman la ruta Uno hasta Puerto Carreño, mientras que otros se dirigen al centro de Vichada, donde pueden visitar el río Bita o el río Tomo, dependiendo del lugar al que deseen ir.

 

La primera vez que fui, me dirigí cerca de San Teodoro, un antiguo bastión del narcotráfico que en su momento fue un centro de acopio de base de coca. En la época de apogeo del narcotráfico, aterrizaban allí numerosas avionetas de los narcos que recogían la pasta de coca para distribuirla por el mundo. Desde San Teodoro hasta el punto donde llegamos había unos 80 km; la casa más cercana estaba a 60 km. Estábamos totalmente aislados de cualquier contacto con la civilización. Allí pasamos casi una semana y media dedicados a la pesca, junto con mi amigo Néstor Catuna, el doctor Víctor Manuel Angulo y nuestro guía Araldo, un amigo de la región.

 

Desde que amanecía hasta que terminaba la tarde, recorríamos el río en nuestro bote: algunos días río abajo, otro río arriba. El río es bastante caudaloso y profundo, por lo que nos desplazábamos a altas velocidades. Al caer la noche, regresábamos al punto de partida antes de que oscureciera, debido al riesgo de chocar con alguna raíz de árbol en el agua.

 

Durante los días que estuvimos allí, hubo jornadas en las que cada uno pescó entre 70 y 80 peces por día. Los tamaños variaban según las especies, pero la pesca era realmente buena. Bastaba con tirar el anzuelo para sacar un pez casi de inmediato; no había que esperar mucho para obtener una respuesta. La abundancia de pescado era impresionante.

 

Acampamos junto a un árbol de monte, a unos trescientos metros de un pequeño caño que conectaba con el río Tomo. Estábamos lejos de cualquier contacto con la civilización. Llevábamos un botiquín de primeros auxilios y suero antiofídico por si ocurría algún accidente con una serpiente venenosa, pero, por fortuna, no nos encontramos con ningún animal de ese tipo. Para comunicarnos por teléfono con nuestras familias, debíamos ir a un punto ubicado a 20 km donde había señal telefónica. Allí, perdidos de cualquier rastro de civilización, solo teníamos el contacto con la naturaleza: los ruidos de los animales en la noche y los amaneceres llenos de cantos de innumerables aves.

 

Era normal ver dantas atravesando el río mientras pescábamos. Por las noches, un puma viejo merodeaba los alrededores y nos hacía compañía. Desde el amanecer hasta el anochecer, la presencia de zancudos era constante y abrumadora. En mi primer viaje no llevé un gorro con malla protectora, y los primeros días terminé con la cara inflamada por las picaduras de zancudos, jejenes y cuanto bicho me encontraba.

 

Llegar al lugar donde estuvimos no es fácil, pues no hay carreteras, solo caminos sobre la sabana que únicamente conocen los lugareños. Una persona que no esté familiarizada con la zona podría perderse con facilidad.

Tras una semana y media, regresamos a La Primavera, donde pernoctamos una noche. Al día siguiente, continuamos nuestro camino hasta Yopal.

En mi segunda oportunidad, fui a Vichada, al centro de Vichada, a la finca de mi amigo José Luis Riaño, muy cerca de la base militar de Marandúa. Es un recorrido extremadamente largo, de 904 km entre ida y vuelta, lo que equivale a dos días de viaje para pasar una semana pescando en la finca de José Luis. Conseguí un amigo que tenía una camioneta 4x4, acondicionamos un remolque y comenzamos nuestro viaje desde Yopal. Salimos muy temprano rumbo a Paz de Ariporo, pasamos por el puerto de La Hermosa, llegamos a La Primavera, en Vichada, y seguimos como si fuéramos hacia Puerto Carreño. Luego nos desviamos y nos internamos por el centro de Vichada hasta casi llegar a la base de Marandúa. Finalmente, llegamos a la finca de José Luis, donde pasamos alrededor de una semana. Llevamos nuestro bote con un motor Yamaha 20 fuera de borda.

 

Contratamos a un operador para el motor que conociera el río y nos sirviera de guía. Pescamos, pero no fue tan abundante como cuando estuve en el río Tomo. Fueron días de tertulia, de compartir con mi pariente Pedro, de escucharle uno que otro cuento, y de disfrutar con el amigo que nos llevó en su camioneta hasta ese hermoso paraje de la geografía nacional.

 

Después de una semana, emprendimos el regreso, pero tuvimos un imprevisto: se nos rompió el tiro que conectaba el tráiler del bote con la camioneta. Nos tocó esforzarnos para llegar a La Primavera, donde logramos que lo repararan. Luego continuamos nuestro recorrido hasta la finca Patio Bonito, de mi amigo Eduardo Velásquez, ubicada entre Pozos Cuervas y el puerto de La Hermosa. Es un excelente sitio para la pesca y finalmente retornar a Yopal.

 

 

 

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