DESPLAZADOS
Transcurridos
unos días después de la muerte de Miguel, la familia de Amalia, en cabeza de
don Francisco Linares, llegó a visitarme a la clínica. Era raro; pensé que el
viejo estaba enfermo, pero, como siempre lo veía como un roble, me sorprendió.
Venía acompañado de sus dos hijos: Emilia y Aniceto. El viejo, en tono pausado,
se dirigió a mí, sabiendo el dolor que estaba viviendo y las angustias por la
muerte de mi amigo.
Me
dijo: "Mijo, yo lo he estado pensando. Esto está muy terrible aquí. Es
mejor que nos vayamos mientras se calman las aguas. La plata se puede hacer en
cualquier momento; la vida es una sola como para perderla en esta guerra
absurda. Mis hijos y yo hemos decidido irnos para la capital un tiempo. A mí no
me agrada el clima de allá, pero las circunstancias no dan para más, y no me
puedo ir sin ustedes, que son una parte de mi alma".
Lo
escuché atentamente. Al principio le puse uno que otro "pero", y tomé
la decisión de abandonar junto a Amalia San Jacinto. Nos fuimos a vivir a
Bogotá. Los primeros días me la pasaba escuchando al viejo, jugando parqués,
dominó y ajedrez, hasta que empecé a hartarme de las tertulias de don
Francisco, ya que me parecía que repetía las mismas historias.
Fui
un desplazado más en Colombia. Por unos meses sentí la frustración y la
impotencia que experimenta cualquier desplazado. Sentí que vivía en un país
donde el gobierno no garantiza lo mínimo, que es vivir en paz; que los
violentos son más fuertes que el Estado; que aquí lo único que manda es la
anarquía de los violentos; que la vida no vale nada y que soy una simple ficha
dentro de este conflicto sin sentido.
Vivíamos
con las comodidades de una familia pudiente, pero era un desplazado con toda mi
familia. Lo único que queríamos era vivir en paz y trabajar para construir
país, pero la guerra ya me había marcado con el asesinato de mi mejor amigo,
víctima de las extorsiones. Ahora me tocaba pagar escoltas para que
garantizaran mi seguridad y poder sobrevivir.
La
vida en la ciudad se volvió monótona. Empecé a salir temprano de la casa e
iniciaba largas caminatas desde Pablo Sexto hasta Unicentro y regresaba a casa.
Amalia no decía nada. Ella sabía la cruz de mi dolor, simplemente me abrazaba y
me consentía. Cuando me llegaban esas olas depresivas y de llanto, ella me
pedía que le hablara, que le expresara mi dolor, y por último me sugirió que
fuera al psicólogo. Le hice caso y empecé mis terapias.
La
doctora Clementina fue mi psicóloga durante tres meses. Con ella hice la
catarsis de mi dolor y el duelo por mi pérdida. Dentro de las recomendaciones
que me dio la doctora estaban hacer deporte, socializar con otras personas y
realizar actividades que me gustaran.
Aproveché
ese tiempo para aumentar mi colección de libros en la biblioteca. Amalia
también era apasionada por la lectura, y nos gustaba mucho releer clásicos de
la literatura colombiana como La
vorágine, Cien
años de soledad, María
y Mientras llueve.
Amalia
se impresionaba de mi manera de devorar libros y me decía: "¿Tú cómo
haces?". Yo le respondía: "Es algo innato". Entonces le conté
mis vivencias de niño y mis primeros encuentros con las letras. Mi amor por la
lectura fue una casualidad; nació de lo prohibido. Cuando era niño, mi madre me
daba un peso para mis onces, los cuales ahorraba juiciosamente para ir por las
tardes donde el viejo José, quien tenía una casona vieja cerca al parque
principal.
En
la parte de afuera colocaba una banca larga de madera junto a la pared que daba
a la calle. Allí colgaba cuentos de Memín,
Kalimán, Águila solitaria, Condorito y otros que no
recuerdo. En total eran seis cuentos cuyo alquiler costaba tres pesos.
Para
esa época, la oferta de diversión era mínima. Las viviendas con televisión eran
pocas, y los programas infantiles escasos. Así que nos entreteníamos jugando en
la calle, practicando yermis,
la lleva,
pistoleros, y en la temporada seca pasábamos casi todo el día en el río. En
invierno, la poca diversión que nos quedaba era la lectura de cuentos.
Dado
que no me alcanzaba para alquilar los seis cuentos, tenía que hacer una lectura
rápida y apresurada para que don José no se diera cuenta de que había leído
cuatro cuentos adicionales, además de los dos a los que tenía derecho. Todo
gracias a la complicidad de mis traviesos amigos, que me apoyaban en mi
lectura. Así pasé muchos años evadiendo mi responsabilidad económica con don
José.
Mi
madre no me podía ver donde don José porque, de inmediato, lo amenazaba con
denunciarlo por alquilar revistas obscenas y corruptoras de menores. De paso,
me amenazaba con darme una gran paliza si me volvía a ver leyendo esas
"porquerías".
Lo
que ella no sabía era que estaba formando en mí el gusto y la pasión por la
lectura. De manera autodidacta, aprendí a leer rápido, sin cursos ni técnicas.
Simplemente, de manera asombrosa, devoraba páginas tras páginas de cualquier
libro que me interesara.
Cuando cumplí los nueve años, se dio una exposición
de La vorágine con su versión original, de puño y letra de José Eustasio
Rivera.
Para esa época, mi pueblo no contaba con energía
eléctrica, y las noches eran cubiertas por penumbras de oscuridad. En el
auditorio del Sena permanecía expuesta la obra del gran escritor. Uno de los
vigilantes, que era un gran amigo de la casa, accedió a mi ruego de dejarme
leer el original de la novela.
Durante nueve noches me sumergí en las caudalosas y
violentas aguas de La vorágine, en ese mundo de llano y selva, hasta
devorarme la obra y quedar fascinado con la historia.
A los once años, visité la casa de una de mis
hermanas, que vivía en Bogotá. Allí encontré el célebre libro de Mario Puzo, El
padrino. Me impactó y me dejó perplejo la historia.
A las pocas semanas de haberle contado mi historia
con la lectura, una tarde cualquiera Amalia me dijo:
—Te tengo una sorpresa que te va a encantar.
—Muestra a ver, mujer —le respondí.
Sacó un paquete y me dijo:
—Destápalo.
Inicié a destaparlo mientras le preguntaba qué era.
—Destápalo —repitió.
Cuando lo abrí, vi una colección de historietas de
las mismas que leía cuando era niño. Me conmovió. La abracé y le dije:
—Gracias, amor.
En los meses que vivimos en
Bogotá, seguíamos conectados con San Jacinto por teléfono e internet,
especialmente con la clínica. En esos momentos éramos víctimas de extorsiones
agresivas por parte de Manba, quien ahora nos veía como sus enemigos. Por
momentos preguntaba por Tatiana a los médicos que la atendían, para saber cómo
iba su embarazo. Ellos me comentaban que era un embarazo normal.
En ese tiempo, la relación con
Amalia vivía su mejor momento. Nos conocimos más; le conté detalles y anécdotas
de mi vida, de mis vivencias de niño. Le relataba cómo eran mis temporadas de
vacaciones. Mi madre me dejaba ir, después de salir de la escuela, a la finca
de los dueños de la casa donde vivíamos. Estaba a unos cuarenta y cinco
kilómetros de Yopal, y junto a la casa pasaba un pequeño caño de aguas
cristalinas. Allí pasaba las tardes con los dos hijos del dueño de la casa y
los tres hijos de los encargados.
Todo era felicidad para mí, hasta
cuando, casi a las cuatro de la tarde, uno de los hijos del encargado, con voz
grave, decía:
—Juan, ya viene la bola de
fuego.
De inmediato salía espantado
del agua rumbo a la casa. Durante mi recorrido del caño a la casa podía divisar
un pequeño punto rojizo en el horizonte llanero. Eso me aterraba y me hacía
correr con urgencia hacia la casa. Una vez allí, me encerraba en uno de los
cuartos de adobe, con puertas y ventanas de madera. Cerraba todo con trancas,
por miedo a que llegara la bola de fuego y me matara, como decía la leyenda,
que mataba a todos los que se llamaban Juan. Como mi nombre completo es Juan
Guillermo, con el tiempo solo quedó como Guillermo.
Después de encerrarme en la
habitación, llegaban los hijos de los encargados junto a mis dos amigos. En
coro cantaban:
—¡Juan, llegó la bola de
fuego, te va a matar!
En mi desespero me envolvía en
una cobija. Por momentos me arrimaba a la ventana, y, por los espacios que
quedaban entre los muros y la madera, podía ver la bola de fuego cerca al
tranquero. Allí permanecía algunos minutos. Era una bola inmensa, de unos tres
metros de alto por dos de ancho. Luego seguía camino hacia Yopal hasta
desaparecer en el horizonte. Ya después, cuando se alejaba, salía sollozante.
Después de unos minutos volvía a mis juegos y travesuras, hasta esperar el
siguiente día para vivir la misma experiencia.
Recordé que crecí y estudié en
una humilde escuela de Yopal, donde nacen muchos y se crían pocos. Ese tal vez
sería el dicho de la escuela donde hice mi primaria. Era una institución
ubicada en un barrio deprimido de Yopal, donde la mayoría de los niños
provenían de hogares de bajos recursos. Entre ellos me incluyo, pero, al final,
todos éramos niños que no le dábamos importancia a nada, simplemente vivíamos el
día a día y disfrutábamos de las cosas sencillas de la vida.
En el año 1983, me
matricularon en la escuela Lucila Piragauta. Allí repetí el segundo grado que
había perdido en la Marco Fidel Suárez. Ya había perdido primero y lo había
repetido. Nos habíamos cambiado de barrio. Antes vivíamos junto al antiguo
aeropuerto de Yopal, pero luego nos mudamos al barrio Provivienda. La escuela
más cercana que teníamos en esa época era la del barrio 20 de Julio: la Lucila
Piragauta.
La escuela tenía un bloque
central con tres aulas, una batería de baños, un tanque inmenso donde nos
lavábamos la cabeza y luego bebíamos de esa misma agua. En un potrero había un
marco de madera que hacía las veces de cancha de fútbol, además de una cancha
de básquet. Durante el tiempo que cursé mi primaria, construyeron el
restaurante escolar y un bloque con dos salones en la parte baja, cerca de
donde hoy queda el coliseo. La escuela no tenía encerramiento; podíamos entrar
por cualquier lado.
Mi primera profesora era de
apellido Rodríguez. Después, su hermano, Pablo Rodríguez, también fue docente
mío. Cuando terminé mi primaria, en 1986, pocos niños continuaron la secundaria
en el Braulio González.
De mis recuerdos en la
escuela, tengo muy presente el día que explotó el volcán Nevado del Ruiz. Ese
día la escuela amaneció cubierta de una ceniza blanca, y nosotros pateábamos el
pasto diciendo:
—¡Maná, maná, maná!
Teníamos dos descansos: uno de
media hora y otro de una hora. En ellos, nos dedicábamos a jugar fútbol. El
curso estaba dividido en dos equipos, que mantenían una constante rivalidad por
ver quién ganaba el partido.
Muchos de mis compañeros,
después de culminar la primaria, se dedicaron a trabajar para ayudar en sus
hogares. Otros tomaron caminos delictivos y murieron muy jóvenes.
Amalia siempre me escuchaba
pacientemente cuando le contaba estas historias, y solía decirme:
—Tú pareces mi abuelo con
tanto cuento.
Para esos días, la familia de
Amalia insistentemente nos pedía un heredero. Sin embargo, por más que lo intentáramos,
Amalia no lograba quedar embarazada. Por eso, decidimos recurrir a una cita con
el ginecólogo.
Estuvimos donde el médico,
quien nos ordenó exámenes tanto para ella como para mí, con el fin de
determinar si alguno de los dos tenía problemas de fertilidad. Con cierto
nerviosismo esperamos los resultados y volvimos donde el especialista en
fertilidad. Los resultados de Amalia arrojaron que tenía problemas en las
trompas de Falopio, lo cual le impedía quedar en embarazo. En mi caso, no se
encontró ningún inconveniente.
Ella me sonrió al salir del
consultorio, pero luego empezó a llorar. La consolé abrazándola contra mi pecho
y diciéndole lo mucho que la amaba, que no me importaba esa situación y que,
con hijos o sin ellos, íbamos a seguir amándonos.
Ese día no compartimos con el
resto de su familia, que vivía en el mismo edificio que nosotros, cerca de la
avenida 63 y el parque Simón Bolívar. Esa tarde, Amalia me pidió que la
acompañara a caminar por el parque. Allí dimos vueltas alrededor de los lagos y
llevamos maíz para alimentar a los gansos que nadaban. Ese día hablamos de
todo, en especial de la gran frustración que le causaba no poder ser madre.
Le dije que siempre íbamos a
estar juntos, que, si no podíamos tener hijos, los adoptaríamos o recurriríamos
a un vientre en alquiler. Le recordé que teníamos muchas opciones.
Llevábamos
alrededor de cuatro meses y medio en Bogotá cuando, una mañana de martes,
recibimos la noticia de la muerte de Manba. Fue un respiro para la familia, y
de inmediato tomamos la decisión de regresar a San Jacinto. Ese mismo día
hicimos maletas y decidimos retornar en el último vuelo disponible. Por
seguridad, contratamos un equipo de escoltas para garantizar nuestra protección
personal.
Muy
temprano al día siguiente, fui a la clínica a visitar la zona de
hospitalización. Aproveché para dar una ronda y observar cómo estaba
funcionando todo. Los funcionarios me saludaban efusivamente por mi retorno.
Durante el recorrido, me encontré con el médico de turno, quien, muy alegre, me
dijo:
—Su
recomendada parió ayer. Nos tocó hacerle cesárea.
Fue
toda una sorpresa para mí. Acudí de inmediato a su habitación en el área de
pensión. Al ingresar, la vi dormida junto a un hermoso bebé, gordo y colorado.
No me atreví a despertarla, así que me retiré feliz de haberlos visto.
Regresé
al apartamento y le conté la noticia a Amalia, quien se mostró triste al
enterarse. Le dije que íbamos a ser los padrinos, a lo cual ella asintió con un
movimiento de cabeza.
Esa
misma tarde decidimos visitar a Tatiana. Compramos regalos para el recién
nacido, y Amalia adquirió un arreglo floral de girasoles. Al llegar a la
habitación, encontramos un gran bullicio generado por sus amigas Violeta y
Diana Ángel, quienes, apenas llegamos, quedaron en silencio. Tatiana nos saludó
con un "doctor" y "doctora".
Amalia
se acercó al bebé y dijo:
—Está
muy lindo tu nene.
Tatiana
respondió:
—Gracias.
Las
chicas se mostraban un poco tímidas, incluso intimidadas con nuestra presencia.
Amalia entregó el ramo de flores y los presentes que llevábamos para el niño.
Luego le pidió a Tatiana permiso para alzarlo. Ella aceptó.
Amalia
lo tomó en brazos, lo cobijó y lo arrulló. El bebé se despertó e intentó buscar
sus senos. Enternecida, Amalia lo levantó, lo besó y lo arrulló para que no
llorara. Luego me pidió que lo alzara.
—Soy
muy nervioso para alzar niños tan pequeños —le dije, pero finalmente acepté.
Mientras
tenía al bebé en mis brazos, Violeta comentó algo que me dejó atónito:
—Pero
el niño se parece más al padrino que al papá.
Amalia
añadió:
—Tienes
toda la razón.
Sorprendido
y sonrojado, solté una carcajada nerviosa y respondí:
—Los
niños recién nacidos no se parecen a nadie.
Tatiana
intervino, molesta:
—Deja
de hablar bobadas, Violeta.
Diana
Ángel, con una sonrisa burlona, miraba a Tatiana. Amalia dijo:
—Voy
a pasar por pediatría a dar una ronda. Nos vemos luego, amor. Felicitaciones,
Tatiana. Está muy lindo tu bebé.
Después de que Amalia se fue,
Diana Ángel se aseguró de que estuviera lejos y preguntó:
—¿Lo van a negar?
Tatiana, furiosa, le
respondió:
—¡Boba, respete! Ese bebé es
de Miguel, y para eso le vamos a hacer una prueba de ADN.
Diana Ángel, al ver la
molestia de su amiga, guardó silencio. Yo intervine y dije:
—Si hay que hacerle la prueba
de ADN, habrá que pedir la exhumación al juez para obtener la autorización.
—Ese pedacito no me gusta
—dijo Tatiana—, pero hay que hacerlo.
Después de despedirme de
ellas, regresé a casa.
Esa noche, cuando estábamos en
el apartamento, Amalia me dijo:
—Ese niño se parece mucho a
ti. Espero que no sea tuyo.
Le respondí:
—¿Tú crees que, si fuera mío,
no te lo habría contado? Te dije que me hice cargo de ella con la condición de
hacerle una prueba de ADN al cuerpo de Miguel, para corroborar que es su hijo.
Amalia quedó pensativa, pero
no dijo más al respecto.
LA PRUEBA DE ADN
Ya sabiendo que había nacido
el niño, le pedí el favor al abogado de la clínica de iniciar la representación
de Tatiana para solicitar la pensión de Miguel y poder traspasarle algunos
bienes como heredero de Miguel. Los trámites se aceleraron por la amistad que
tenía con los jueces que tomaron la decisión de exhumar a Miguel. Inicialmente,
Omar, su primo, se opuso, pero finalmente la ley se impuso, y se logró tomar la
prueba del cuerpo de Miguel. También se tomó la contramuestra del niño para
confirmar su paternidad. Después de un mes, llegaron los resultados. Fui con el
abogado al juzgado a recibirlos; allí, el juez hizo lectura de los resultados
frente al abogado de la clínica, Tatiana y yo.
Los resultados me dejaron
sorprendido al escuchar al juez que había un 99,5% de incompatibilidad genética
entre las dos muestras analizadas. A lo que Tatiana respondió: "No
entiendo, ¿eso qué quiere decir?" El juez le dijo: "Eso significa que
el niño no es del asesinado alcalde." La cara de Tatiana se transformó y
dijo: "No puede ser, eso debe ser la mano de Omar, que con el poder que
tiene hizo cambiar los resultados." El juez no dijo nada y le dio una
copia de los resultados a Tatiana.
Salí del juzgado rumbo a la
clínica. Al llegar a mi despacho, ingresó Tatiana detrás de mí y me dijo:
"Guille, mira, yo creo que el padre eres tú." Quedé mudo con la
afirmación de ella. Me dijo: "Le voy a solicitar al juez que se le haga
una prueba de ADN a usted." Inmediatamente, le pedí que no era necesario,
que la siguiente semana iríamos a Bogotá a una clínica genética para corroborar
la afirmación. Me dijo: "Mira cómo se parece a ti, hasta tu mujer se dio
cuenta el día que fue a visitarnos." Ese día me sentí acorralado por
Tatiana, con quien había estado en una sola oportunidad y no tenía claras las
fechas.
Pero recordé que había estado
en Bogotá hacía como diez u once meses, y por casualidad me había encontrado
en el avión con Tatiana. Ese día había tomado el último vuelo que salía de San
Jacinto a Bogotá, y por cuestiones climáticas, el vuelo se retrasó, saliendo
sobre las nueve de la noche. En la capital, el avión hizo un sobrevuelo de más
de una hora. Ya casi a medianoche, vi sola a Tatiana. Me dijo que la amiga para
donde venía no le contestaba y no tenía dónde quedarse. Yo, muy amablemente, me
ofrecí a acercarla a donde fuera, pero ella me dijo que no tenía dónde pasar la
noche. A lo que pensé: ¿la llevo o no la llevo a mi apartamento? Finalmente, la
llevé.
Tan pronto como llegamos, ella
dijo: "¡Qué apartamento tan lindo!" Yo le dije: "Este es el
cuarto donde te puedes quedar." Le di una toalla y le dije: "Estoy
muy cansado, me voy a duchar, llamo a Amalia y a dormir. Por favor, no hagas
ruido, no quiero crearle suspicacias a Amalia."
Me duché, hablé con Amalia y
me acosté a dormir. Cuando, en medio de la noche, sentí el cuerpo de una mujer
y su boca besándome. Me desperté, le dije: "Tatiana, no puedo
responderte." Ella me dijo con un tono irónico: "¿Verdad?" Y continuó
besándome y acariciándome hasta que caí seducido por sus encantos. Pero le
dije: "¿Tienes preservativos?" Me dijo que sí. Luego de un apasionado
y ajetreado encuentro, nos dimos cuenta de que el condón se había roto. Dije:
"¡Ahí, jueputa!" Ella me dijo: "No te preocupes, yo me tomo la
pastilla del día después."
Muy temprano me levanté, con
los remordimientos por mi infidelidad con Tatiana. Sentí que había traicionado
a Miguel a mí esposa. Ella dormía, la desperté y le dije: "Te tienes que
ir, no tengo para dónde. Te pago un hotel." Ella aceptó.
Al recordar lo sucedido meses
antes, por fin pude digerir la posibilidad de que ese bebé fuera mío.
Para poder ir a Bogotá, me
tocó inventar un severo cuento con Amalia, que supuestamente iba a cobrar unos
dineros a unas EPS y que ella debía quedarse al frente de la clínica, porque
veía cierto desorden. La semana siguiente, viajé a la capital en un vuelo
diferente al de Tatiana. Tan pronto llegué, la llamé y quedamos de encontrarnos
en la clínica genética en Teusaquillo a las 9 a.m. Llegué a la cita, ella
estaba allí con el niño. Previamente habíamos sacado la cita, iniciaron con el
procedimiento y me dijeron que en un mes tendríamos los resultados.
Ese día me quedé viendo
fijamente al niño, quien con una sonrisa tierna me sonreía. Me sentía más
nervioso que el día que me iba a casar, aunque en el fondo sabía que ese bebé,
por el parecido, era mío. Simplemente quería que la ciencia me lo confirmara.
Sentía que había traicionado a Miguel, a Amalia… era una verdad que no se podía
ocultar, que tarde o temprano se iba a saber.
REENCUENTRO CON PEDRO JALISCO
Con mi cabeza hecha un caos
por las circunstancias que vivía, recibí una llamada. Era Pedro Jalisco, que
por fin aparecía o resucitaba. Me puso una cita en Bogotá. Acudí a la cita en un
lujoso hotel en el norte de la ciudad. Allí, en uno de los salones principales
reservados para reuniones, una bella dama me hizo seguir y me dijo: "El
ingeniero está por venir." Ingresé, y de pronto apareció Jalisco con una
gabardina negra. Como él era un hombre alto y corpulento, le hacía ver mucho
más grande de lo que era.
Apareció como siempre, con su
amabilidad y su elocuencia. Tan pronto lo tuve al frente y se sentó, le dije:
"Usted es un hijo de puta, un mal parido, una mala persona. ¡Hiciste matar
a Miguel!" Me dijo: "Tú no sabes cómo fueron las cosas."
Me dijo: "Sé del dolor y
la rabia que tienes, pero lastimosamente las cosas fueron así. A mí también me
dolió profundamente la muerte de Miguel, pero tú sabes cómo era Manba de
impredecible. Yo ese día no asistí porque muy temprano me había llamado Manba
para cancelar la reunión. Lo mismo había hecho con el obispo y el defensor del
pueblo, por lo cual deduje que era una trampa para Miguel. Intenté comunicarme
con él, pero ya era tarde, ya había salido para la cita. Si yo hubiese ido,
también habría corrido con la misma suerte. Así que no me puedes culpar a mí de
lo sucedido. La vida nos jugó una mala pasada con el viejo Miguel. Dios lo
tenga en su santa gloria."
La reunión fue larga, de
muchos altibajos. Finalmente, me contó que Omar estaba pensando seriamente en
solicitar su parte que le había pedido al Gringo, dentro de los acuerdos que
tenían como alcalde, para recuperar la participación de Miguel en la clínica.
Sin embargo, él le había dicho: "Pilas, hermano, que yo soy también socio
de esa clínica."
Me contó que le había
solicitado al Gringo que, aunque tuviera que matarte, se recuperara esa plata,
aunque lo que él realmente quería era quedarse con la clínica. Le dije:
"La clínica no es solo mía, sino tuya también. Tenemos que solucionar ese
problema de una vez por todas, ya que estamos los dos."
"No sé si tú has revisado
la composición accionaria de la clínica", le dije. "No,
yo lo único que me he dedicado es a sacarla adelante, y tú más que nadie lo
sabes." "Claro", me dijo Jalisco, "y te felicito, la has
hecho una de las grandes empresas, sino la más poderosa de San Jacinto."
Llamó a uno de sus asistentes
y le solicitó un portafolio. De allí sacó la matrícula mercantil, en la que
decía que los tres socios fundadores eran Pedro Jalisco, Miguel Abadía y
Guillermo Grosso, y que la composición accionaria estaba dividida 50% para
Pedro Jalisco y el otro 50% dividido en partes iguales entre Miguel Abadía y
Guillermo Grosso. La venta de la parte de Abadía a Amalia había sido ficticia,
por lo cual la parte de Miguel seguía viva.
Me dijo: "Mira,
Guillermo, yo te dejo mi parte, y tú solucionas el problema con Omar. Yo voy a
mediar para solucionarlo. ¿Estás en capacidad de comprarle la parte de
él?" Le dije que sí. Luego añadió: "Aquí traje un documento donde le
vendo mi participación a usted, Guillermo Grosso, por la suma de diez mil
millones. No me vas a dar ni un peso."
Ese mismo día fuimos y
registramos los documentos en la Notaría y en la Cámara de Comercio, donde los
únicos dueños de la clínica ahora éramos Amalia Estrada Linares y Guillermo
Grosso Valencia.
En ese momento sabía que
estaba haciendo un pacto con el demonio, que no sabía a dónde me llevaría esa
supuesta donación de Jalisco. Yo sabía que tanta bondad por parte de Jalisco no
venía sola. Ese día duramos hasta tarde de la noche, hablando de todo un poco.
Me dijo que se quería casar, y le pregunté: "¿Quién es la
desafortunada?" En tono de chiste, me dijo: "Emilia Linares."
Esa noche, cuando retorné al
apartamento, llamé a Amalia y le conté que ya éramos dueños del 75% de la
clínica. Le comenté de mi encuentro con Jalisco, los acuerdos que habíamos
hecho y las negociaciones que deberíamos entablar con Omar Abadía. Ella,
inicialmente, se puso feliz, pero luego mostró preocupación por todo lo que le
había comentado. La tranquilicé diciéndole que pronto solucionaríamos esos
problemas.
CON EL MUNDO PATAS ARRIBA
Así me sentía, con los
problemas sin solucionar con Omar Abadía, una pequeña crisis financiera en la
clínica y mi enredo con Tatiana, que me causaba un frío escalofriante al pensar
que Amalia se enterara, y mucho más, su familia.
Tatiana aprovechaba la
oportunidad para extorsionarme lo más que podía, con la amenaza de contarle a
Amalia. Pasé muchas noches de insomnio rogando que no fuera mío ese bebé, pero
en el fondo, yo sentía que sí. Fue un mes tortuoso hasta que finalmente llegó
el día.
Esa semana saqué la disculpa
de ir a Bogotá a hacer unos cobros de la clínica. Amalia no le prestó atención,
porque sabía de las dificultades económicas que pasaba la clínica.
Llegué muy temprano a la
clínica genética, esperando que llegara Tatiana para recibir el resultado. Ella
se retrasó diez minutos, lo que me generaba mayor angustia porque quería ver ya
el resultado. Cuando llegó, ingresamos a un consultorio donde el médico
genetista hizo lectura del resultado. Confirmó lo que ya todos sabíamos: que
era el padre del menor.
Hasta ese día no le había
prestado atención al nombre del niño, hasta que Tatiana lo llamó: "Mikol
Giovanni, mira a tu papá", y me lo pasó para que lo alzara.
En ese momento, mi mente
deambulaba en otra dimensión. Ella me dijo: "Despierta, acepta tu
realidad, que tú eres el padre de este hermoso niño". Me dije para mis
adentros: "A lo hecho, pecho. Hay que asumir esta responsabilidad."
Salimos de la clínica genética
y la invité a desayunar. Ese día me había ido solo a mi cita, sin conductor ni
escolta. Aturdido por mi nueva realidad de padre, le pregunté a Tatiana:
"¿Tú realmente estás dispuesta a asumir el rol de madre de este
pequeño?" A lo que me respondió: "Por supuesto, yo lo amo."
Le dije: "Te lo pregunto
por el tipo de vida que tú llevas: una vida loca de sexo, rumba y drogas."
Ella respondió: "Por supuesto que estoy dispuesta a renunciar a esa vida
para dedicarme a mi bebé."
Le dije: "Hoy mismo vamos
a registrar al niño, pero por nada en el mundo dejo que se llame Mikol
Giovanni." Ella me preguntó: "¿Pero por qué? Es un nombre
lindo." Le respondí: "Es de lo más ñero. ¿Y qué propones?" Para
ella, todo eran negocios.
Así que ese día registramos al
niño como Manolo Valencia Suárez. Le dije: "No me vas a chantajear más con
contarle a Amalia. Tan pronto llegue a San Jacinto, le contaré sobre el niño."
Ese día, me contó que quería
radicarse en Bogotá. Le pregunté qué pensaba hacer, y me dijo que quería hacer
un curso de estética para, luego, regresar a San Jacinto y montar un spa de
belleza. Después de un rato, me dijo: "¿Y el papito no quiere que lo
consienta?" Le respondí: "Tengo la cabeza hecha un ocho de cómo le
voy a contar esto a Amalia, además de los otros problemas que tenemos."
Ese día, retorné en el último
vuelo a San Jacinto, con la preocupación de decirle la verdad a Amalia y de perderla
para siempre, de generar un caos económico con un posible divorcio. Pensaba
absolutamente en todo, mientras el avión se mecía de lado a lado por la
turbulencia del clima.
Llegué esa noche al
apartamento. Amalia me dijo que me veía muy intranquilo, y le respondí que era
por todos los problemas. Ella me dijo que si no era por algo más. Le respondí
que no. Esa noche, no tuve el valor de contarle la verdad.
REUNIÓN CON ABADÍA
Fue en la mañana del día
siguiente a mi llegada de Bogotá cuando llegó con su abogado. Le dije que no
era necesario, que habláramos primero los dos, pero me respondió: "Hasta que aparecieron
las llaves." Le expliqué que esto era una sociedad y que yo simplemente
era el gerente; Miguel, tan solo, era dueño igual que yo del 25%, y el 50% de
Pedro Jalisco.
Le comenté que había hablado
con Jalisco y que existía la posibilidad de comprarle su participación dentro
de la clínica. Le dije que la clínica estaba valorada en veinte mil millones.
Me dijo que él tenía el dinero, pero le pregunté cómo justificaría una
transacción de semejante monto. Inicialmente le dije que estaba interesado,
pero que lo que me preocupaba era la materialización del negocio. Si hacíamos
el trato, necesitaba el dinero en efectivo.
Le expliqué que era difícil
legalizar tanto dinero en una sola transacción y que era necesario hacer una
reunión de abogados y contadores. También le dije que sería más fácil hacer el
negocio de nuestra parte hacia él, ya que teníamos cómo demostrarlo legalmente.
Omar se quedó pensando y dijo: "Lo voy a pensar." Le respondí:
"Piénsalo, porque legalizar veinte mil millones es mucho dinero y daría
pie para una investigación por parte de las autoridades."
Al final, volvimos a quedar en
nada, porque hacerle el favor de legalizar el dinero a Omar nos exponía a todos
y era muy riesgoso. Fijamos una nueva fecha de encuentro en la que nos íbamos a
reunir, basados en el análisis de contadores y abogados. Le pedí dos semanas.
Durante el tiempo que Omar
estuvo de alcalde, había hecho del presupuesto de San Jacinto un presupuesto de
bolsillo. Toda la contratación era para las empresas de Jalisco y el Gringo.
Ahora que Manba ya no estaba, se sentían los amos y señores. El dominio
territorial de la autodefensa era supremo.
El número de muertes había
disminuido considerablemente y se vivía una tranquilidad relativamente rara. Se
decía que el alcalde ahora era un hombre extremadamente rico, gracias al
presupuesto del municipio y las coimas que pedía a los contratistas. El pueblo
no decía nada, porque a todos los supuestos líderes sociales les daban su
mensualidad de dinero.
Los organismos de control del
estado eran invitados de piedra, porque hacían oídos sordos a los reclamos de
los ciudadanos que se atrevían a denunciar actos de corrupción, o simplemente
eran asesinados por la autodefensa o desplazados. Aquí no se podía hablar mal
del alcalde ni de su gestión, porque era peligroso.
Los periodistas soltaban, de
vez en cuando, algunas denuncias, pero eran silenciados con la mano bondadosa
del alcalde. Y si esto no les funcionaba, eran amenazados por el Gringo.
Los funcionarios de los
organismos de control vivían más pendientes de la participación que les diera
el alcalde a través de alguno de sus familiares, o que les vincularan a sus
familiares dentro de la administración. Las obras inconclusas abundaban en San
Jacinto, y el despilfarro era el pan de cada día.
Era normal ver a los
funcionarios de la rama judicial y de los organismos de control del estado en
carros de último modelo de alta gama, en lujosas mansiones y casas quintas a
las afueras de San Jacinto. Ellos eran ciegos y sordos ante los reclamos de la
comunidad por actos de corrupción.
MUTUAL SALUD DE SAN JACINTO
Era la principal EPS de la
región. Fue durante mucho tiempo la entidad encargada de manejar los recursos
del régimen subsidiado. Sin embargo, era un nido de corrupción y saqueo
constante por parte de los políticos de turno y de los grupos al margen de la
ley. Para nadie era un secreto que era la caja menor del Gringo, quien era el
amo y señor de las farmacias en el departamento. No había una sola farmacia que
no fuera de él.
Los precios a los que le
facturaba a la Mutual eran exorbitantes, costando dos o tres veces lo que
costaban en el comercio. Para la época, el sector bancario era muy fuerte en San
Jacinto, con los principales bancos del país presentes. Fue entonces cuando
recibí la invitación del Banco Nacional para la presentación de su gerente.
Asistí al evento con Amalia,
donde estaba toda la alta sociedad de San Jacinto, encabezada por su alcalde,
quien presentó a Moisés Laverde, el gerente del Banco Nacional, una persona
jovial y amable, como todos los gerentes de bancos. También estaba allí José
Romero, el gerente de la Mutual, con quien constantemente nos encontrábamos por
los negocios de la clínica. Ese día conocí al doctor Benavidez, un abogado
oriundo de San Jacinto y con fama de ser buen profesional. Me presentó a su
asistente personal, la doctora Ydalida, una mujer bajita de cabello rojizo,
carismática y muy agradable en el trato, algo simpática.
El doctor Benavidez era
abogado de la alcaldía y manejaba todos los procesos contractuales que allí se
adelantaban; era el personaje siniestro de la administración de Abadía. Esa
noche, al conversar con los asistentes, noté que había cierta amistad entre
Moisés, el doctor Benavidez, y José Romero, el gerente de la Mutual.
En San Jacinto, se había
vuelto costumbre que muchos foráneos se hicieran ricos de la noche a la mañana,
y yo no era la excepción. Pero estos personajes, desde su llegada hasta pasados
unos meses, estaban amasando fortunas. San Jacinto era una tierra próspera
donde los negocios florecían en cada esquina; era la tierra de las
oportunidades.
Como los negocios abundaban,
las necesidades de dinero circulante no las suplían completamente los bancos,
por lo que los comerciantes recurrían a prestamistas locales que, a intereses
exorbitantes, les prestaban dinero. Entre los nuevos prestamistas se encontraba
Ydalida, quien ahora le prestaba grandes sumas de dinero a contratistas de la
alcaldía, la gobernación y el comercio. Nadie sabía de dónde sacaba tanto
dinero esta mujer; algunos decían que era testaferro de Jalisco.
Un día Jalisco, me comentó que
necesitaba dinero porque tenía una iliquidez y no sabía a quién recurrir. Le
dije que le podía facilitar una suma significativa, pero me respondió que
necesitaba más. No sabía si acudir a Ydalida, ya que esa mujer le tenía
mareado, no entendía de dónde sacaba tanto dinero o a quién le estaba lavando.
Finalmente, tuvo que acudir
con ella, que en ese momento actuaba como un banco en San Jacinto. Los días
pasaban y cada vez más el poder de Ydalida crecía, hasta que empezaron a llegar
comentarios al Gringo, quien era muy suspicaz y malicioso. Él se encargó de
infiltrar a una contadora en el negocio de Ydalida para saber de dónde provenía
el dinero de esta próspera comerciante.
Además de ser contratista y
relacionista pública, gozaba de buenas amistades con funcionarios del orden
nacional. Cada día, el Gringo la vigilaba más de cerca sin levantar sospechas, hasta que
finalmente citó, un sábado por la mañana, al doctor Benavidez en El Madroño. Él
acudió con su hermano Ramoncito, a quien todos en San Jacinto conocían y
apreciaban.
El doctor Benavidez llegó
convencido de que la cita era para tratar temas de contratación de la
administración, y llevaba su portafolio junto con una nueva asistente. Cuando
llegó al lugar, estaba todo acordonado con la seguridad del Gringo, quien era
el amo y señor de una vasta región de los llanos y la selva.
En ese momento, el sitio
estaba lleno de políticos, comerciantes y allegados del Gringo, a quienes fue
despachando uno a uno hasta quedar solo con el doctor Benavidez. Le dijo:
"Lo cité para preguntarle unas cuantas verdades." Él era bien
zalamero, pero el tono del Gringo cambió. "Mi primera pregunta: ¿qué ha
pasado con la plata de la Mutual?", le preguntó. El doctor Benavidez,
nervioso, contestó: "Yo no puedo responderle, porque no soy el
gerente."
"¡No se me haga el
guevón! Usted sabe de qué le estoy hablando", le respondió el Gringo, y su
rostro palideció. "Tráiganme aquí a Ramoncito", ordenó. El doctor
Benavidez trató de negar todo, pero el Gringo, cambiando el tono, le mostró su
pistola, apuntó hacia Ramoncito y disparó, hiriéndolo en la frente. Ramoncito cayó
en medio del kiosco donde se estaba llevando a cabo la reunión.
El doctor Benavidez,
aterrorizado, llorando, sabía que sus minutos de vida se estaban acabando. El
Gringo volvió a preguntar sobre la plata de la Mutual, y el doctor, entre
sollozos, respondió: "La plata la maneja Ydalida y el gerente del Banco
Nacional." El Gringo insistió: "¿Quién tiene toda la plata de la
Mutual?" "La plata está distribuida en el comercio y contratistas, y
Omar también hace parte de la sociedad", le respondió el doctor.
"¿Quiénes son los socios
de este robo?", preguntó el Gringo. El doctor Benavidez contestó:
"Moisés, el gerente del Banco Nacional, José, el gerente de la Mutual,
Omar, el alcalde, e Ydalida."
Después de esta confesión, el
doctor Benavidez rogó por su vida, nombró a su familia y ofreció recuperar todo
el dinero. Pero el Gringo, sin compasión, le disparó dos veces en la cabeza.
Dio instrucciones a sus hombres para que fueran a buscar a Ydalida, Moisés y
José, y que él mismo se encargaria del
alcalde, al que consideraba un "fariseo".
Les ordenó que limpiaran el
kiosco y arrojaran los cuerpos sobre la vía a Villavicencio, para que todo el
mundo supiera que con el Gringo no se juega. "A mí no me vienen a ver la
cara de guevón", les dijo.
El domingo por la mañana, la noticia de la muerte del doctor
Benavidez y su hermano Ramoncito ya era una noticia que estremecía al pueblo.
La gente comentaba que el doctor Benavidez sí era muy torcido pero el que si había
pagado los platos rotos era el pobre Ramoncito. Los miembros de la autodefensa
buscaban a los dos gerentes del banco y la mutual y a Ydalida, pero no
aparecían por ningún lado; parecía como si se los hubiera tragado la tierra.
El Gringo, enfurecido con
José, el gerente de la Mutual, secuestró a su padre y dos de sus hermanos,
exigiendo que si no aparecían en 24 horas, morirían. Finalmente, José nunca
apareció y su padre y dos hermanos fueron asesinados.
De Ydalida nunca más se supo,
y de Moisés se decía que ahora hacía parte de un frente de las Farc. A José,
simplemente, se lo tragó la tierra.
De la plata, una gran parte fue a parar a manos del Gringo,
y la mayoría de los deudores se hicieron de la vista gorda, ya que nunca se les
pudo cobrar. El Gringo, nunca pudo acceder al listado general de acreedores.
A los dos años, la Mutual se
liquidó por insolvencia económica y se transformó en una EPS regional. La
empresa se convirtió en una nueva EPS llena de deudas, con una capitalización a
medias que permitió que el hospital regional sobreviviera, y la clínica de
Oriente rescatara partes de sus deudas y tuviera un respiro financiero.
En varias ocasiones, el Gringo
citó a reuniones a Omar, pero este no asistió a ninguna. Incrementó su escolta.
Pedro Jalisco me llamó y me dijo que no hiciera ninguna negociación con Omar
respecto a la clínica, porque ya no tenía el respaldo del Gringo, quien ahora
lo quería matar a cualquier costo, reclamando los recursos robados de la
Mutual.
La situación se volvió aún más
complicada debido a los asesinatos del doctor Benavidez y su hermano, la muerte
de los hermanos Romero y el padre del gerente de la Mutual, el escándalo del
desfalco de la Mutual, y los rumores que circulaban en el pueblo sobre el origen
de los recursos de Ydalida. Como en todo pueblo pequeño, los comentarios no
cesaban.
Los entierros de los hermanos
Benavidez y los hermanos Romero y su padre fueron multitudinarios. En ninguno de esos
entierros asistió el alcalde, quien pagaba escondites para evitar que un
sicario le disparara.
0 Comentarios