Y
otras cosas
Autor:
Juan Manuel Naranjo Vargas
Preámbulo
Con
el paso del tiempo, la vida nos enseña que cada experiencia trae consigo una enseñanza y
cada encuentro deja una huella. Perdemos la fuerza física, fortunas y objetos;
nos despedimos de amigos, amores y sueños que alguna vez parecieron eternos.
Sin embargo, también ganamos la riqueza intangible de la experiencia, la
resiliencia de aprender a soltar, y la sabiduría de entender que la existencia
es un delicado equilibrio entre lo efímero y lo eterno.
La
vida, como un río, nos arrastra entre remolinos de emociones: el júbilo de las
victorias, el duelo por las despedidas y la serenidad de los instantes
compartidos. En los pueblos remotos, donde la rutina se mezcla con la
incertidumbre, la intensidad de los sentimientos se vive al máximo. Allí, los amores prohibidos aparecen en el horizonte como estrellas fugases, mientras los
anhelos de un futuro mejor luchan por sobreponerse a los límites de la
realidad.
La
historia de nuestras vidas está tejida con encuentros y desencuentros, con
memorias que nos devuelven a las noches en las que las risas resonaron como
promesas, o a los amaneceres que nos sorprendieron llorando en soledad. Es en
estos momentos donde el amor, la nostalgia y la esperanza se entrelazan,
recordándonos que incluso en la pérdida es grande el aprendizaje.
En
estas páginas, exploraremos el latir de un corazón que se enfrenta a las
paradojas de la vida: el deseo de permanecer en lo conocido y el anhelo de
alcanzar lo desconocido; la felicidad compartida y el inevitable adiós. Es un
viaje por los territorios de lo cotidiano y lo extraordinario, donde los amores
perdidos y otras cosas conforman el mapa emocional que nos guía en esta
travesía llamada vida.
Esta
obra nos invita a recorrer un camino de emociones profundas, desde los abrazos
que contienen promesas hasta los silencios que hablan de despedidas. Nos lleva
a adentrarnos en el latir de pequeños pueblos donde la esperanza se mezcla con
el abandono, donde el amor se vive con la intensidad de quien sabe que el
tiempo es breve, y donde cada paso nos acerca más a la comprensión de lo que
significa estar vivos.
En
los rincones olvidados de la geografía, donde la vida cotidiana se enfrenta a
las adversidades de lo remoto, surgen historias que entrelazan los anhelos de
escapar con el arraigo de lo vivido. Allí, los amores nacen como flores
silvestres: libres e intensos, resistiendo a los vendavales del destino. Es en
estos escenarios donde los deseos de grandeza chocan con las durezas de la
realidad, y donde el deseo de trascender se enfrenta al peso de las raíces.
"De
amores perdidos y otras cosas" no solo es un relato de vivencias, sino una
exploración de las dualidades de la existencia. Nos recuerda que, aunque la
vida pueda ser una serie de partidas y llegadas, lo que queda en el corazón son
las memorias y los aprendizajes que nos acompañan. Es una invitación a valorar el
momento, a comprender lo complejo y, sobre todo, a vivir plenamente, aun
sabiendo que el cielo siempre será un anhelo distante.
DE
SAN JACINTO
A LAS NUBES
Y
DE LAS NUBES
AL
CIELO
Capítulo I
DE SAN JACINTO A LAS NUBES Y DE LAS NUBES AL CIELO
En la mañana del lunes 25 de
enero de 1999, llegué a San Jacinto, después de hora y media de vuelo desde
Villavicencio, en un viejo DC3 de carga que más bien parecía una chiva. La
pista donde aterrizó el avión no tenía pavimento, simplemente el suelo rojizo y
duro. Las personas esperaban que se apagara el avión para acercarse a recibir
sus encomiendas y a los pasajeros. Era la primera vez que me enfrentaba al
mundo, solo, en tan lejana e inhóspita región, lejos del calor de mi familia y
de los arrullos de mi novia.
Confundido entre mis recuerdos, con miedo al iniciar una
nueva vida, de repente alguien gritó:
—¿Quién es el doctor que viene de la capital?
Supe que era a mí a quien
buscaba. Era un joven menudito, flaco, de gafas, camisa suelta, pantalón
arremangado y chanclas, de mirada alegre y aspecto diferente al resto de
personas que se encontraban en el lugar.
Le dije:
—Soy yo, ¿qué hubo, mano? Mucho gusto, me llamo Mauricio,
soy el bacteriólogo del puesto de salud.
—¿Cómo te llamas?
—Guillermo Grosso Valencia.
—¿De dónde eres, compadre?
—De Yopal.
—¿De dónde?
—De Yopal, Casanare.
—¿Y qué vienes a hacer por aquí?
—Pues lo mismo que tú, me imagino, que estás haciendo: el
rural.
—¡Sí!
Caminando por la única, amplia y
polvorienta calle del pueblo, nos fuimos alejando del avión. Al llegar al
extremo de la calle, pude observar algo que parecía una casa abandonada, que
resultó ser el centro de salud donde pasaría los próximos doce meses. Me causó
frustración observar el abandono, pero en medio de mi desconcierto apareció el
bullicio de la gente. Era la recepción de bienvenida que me daba el médico, la
auxiliar de enfermería, la odontóloga, la enfermera jefa, el auxiliar de
bacteriología… Fue grato el recibimiento.
El médico me dijo:
—Bienvenido, compadre, mucho
gusto. Miguel Abadía, me puedes decir Miguelito. Mira, ella es Milena, la linda
del grupo, la odontóloga que va a ser tu compañera. Pero pilas, no te vayas a
enredar con ella, que es muy jodida y te puede joder la vida.
Ella soltó una carcajada, luego me presentó a la jefe:
—Esta es la excepción, ya la
puedes ver, pero como toda fea es buena gente, se llama Dora. Él es Francisco,
el auxiliar de Mauricio, el bacteriólogo que ya lo conoces. Es como medio
maricon, pero es muy buena gente. Y Josefa, la auxiliar de enfermería, mi
mocita, ¡tronco de culo que tiene! ¿No cierto, Guille?
—Sí, esta querida. Y por ser el nuevón del grupo, estás
cordialmente invitado a almorzar por parte de todos tus compañeros.
RECUERDO DE MIS DÍAS DE RURAL
Mi primer día de citas
odontológicas pude conocer a mi auxiliar Griselda Fonseca, mujer curtida por
los años, de apariencia agria pero agradable al trato. Esa misma mañana conocí
a la chica de facturación, joven, alegre, de sonrisa permanente. Y bueno, me encontré
con Milena nuevamente, que me llamó a su consultorio para comentarme cómo
funcionaba el área de odontología. Ella me explicaba mientras yo fijamente
ponía atención a sus comentarios hasta que me dijo:
—Fresco, no te pongas tenso, que
la movida es suave aquí, Guille. Ya tú verás. No le des mucha confianza a estas
viejas, si no te la montan, en especial Irama, la china de facturación.
Fue un respiro contar con los
consejos de Milena, de escuchar su dulce voz, el movimiento de sus carnosos y
llamativos labios, la ternura de su mirada, sus grandes y hermosos ojos color
miel, su cabello rizado y rubio que le llegaba hasta la cintura. Me alejé de su
consultorio, adormecido por su belleza, hasta que me encontré con Irama, quien
me dijo:
—Bienvenido, doctor, estoy para
servirle en lo que usted necesite. Espero contar con su amistad. No tenemos
paciente sino hasta en una hora. Si quiere, le puedo dar un recorrido por el
centro de salud.
De pronto, Griselda interrumpió:
—Niña, no seas intensa con el
doctor, que él debe tener novia.
Irama le contestó:
—¿Acaso no puedo ser amable con
nuestro nuevo jefe?
Yo le respondí:
—Bueno, la acompañé a conocer y a
ubicarme en el centro de salud. Las instalaciones son muy viejas.
—Como Griselda respondió: —Irama,
pero son las mejores del pueblo y no hay más.
Pude observar que hacía muchos
años que por allí no corría una gota de pintura y mucho menos cemento por los
huecos del piso. El deterioro que observé fue el de un hospital de guerra, con
amplios ventanales, puertas envejecidas, carteleras a punto de caer con afiches
de promoción de la salud de los años de "upa". A pesar de las
condiciones, la gente se sentía feliz en su abandono. En medio de estos
momentos de meditación, Irama me interrumpió diciéndome:
—Cierto, ¿qué es bonito?
Yo le dije:
—Sí, claro.
Me invitó a tomar un tinto a la
cafetería. Llegamos, y me saludaron de manera respetuosa y efusiva las chicas
de la cafetería. Me dijeron:
—¿Qué se le ofrece, doctor?
Les dije:
—Dos tintos.
—¿Algo más?
—No, gracias.
Me alejé a una de las mesas con
mi auxiliar de facturación.
Ella empezó a contarme de las
condiciones del clima, que de pronto me sentaría duro, que allí llovía de abril
a noviembre y hacía verano de diciembre a marzo. Le comenté que de donde yo
venía también era así el clima.
—Qué bueno, porque no ibas a
sufrir, ya estás acostumbrado al clima —me dijo.
Me agregó:
—Doctor, tiene que tener cuidado
con sus comentarios en cuanto a la guerrilla o las autodefensas, porque aquí
hay de esos grupos y vienen seguido a llevarse al doctor Miguel y a la jefe.
—Lo otro que debe tener cuidado
son las muchachas del pueblo, que en cuanto se enteren de su llegada, van a
hacer cola para que usted las atienda, pero mucho cuidado, que lo único que
quieren es que usted las preñe para poder salir de este moridero. Pero bueno,
doctor, usted no se me vaya a enrollar con la doctora Milena, que tiene muy
mala fama aquí, entre nos. Por ahí dicen que tuvo su romance con el alcalde,
que en sus días de compensatorios se iban para Villao, comentan que tiene o
tenía amores con el notario, pero son simples rumores. Miguel la molesta, pero
ella no le para bolas, y él mismo dice: "Esta es una mujer que no la
amansa nadie".
—Bueno, mi doctor, ya es hora de
ir a atender pacientes. Mi primer paciente fue un humilde campesino que no
tenía todos los dientes de la sonrisa, que jamás en su vida había visitado un
consultorio odontológico. Con el temor de su primera cita, le pregunté qué le
pasaba, me dijo que quería que le sacara una muela que le estaba doliendo, y
así fue. Ese día, al finalizar la tarde, me fui para la casa médica, que estaba
en una de las esquinas del lote del centro de salud, rodeada de maleza, con
seis alcobas, sala, comedor, cocina. Se contaban con algunas comodidades, como
el aire acondicionado, televisión y nevera. Allí, cada cual tenía su cuarto con
baño privado y closet. Me encontré con Miguel, Dora, Milena y Mauricio en la
sala.
Miguel me dijo:
—¡Qué tal el día! ¿Cómo te fue
con las viejas y los pacientes?
Le dije:
—Bien.
Luego me preguntó:
—¿Si quería ver televisión?
Le dije que sí, me aclaró que
solo contábamos con un solo canal de televisión, borroso y a medias, pero algo
se veía.
Luego, las chicas preguntaron si
tenía novia, Mauricio que de dónde era y otros apartes de mi vida personal y
académica, preguntaron por Bogotá, que cómo estaba la ciudad. Fue placentera la
tertulia esa noche.
LAS COLEGIALAS
Dicho y hecho. Transcurrida una
semana, por fin encontré mi agenda ocupada toda la tarde. Me pareció curioso;
Griselda e Irama se sonreían. Yo no entendía por qué. Simplemente empecé a
notar que todos mis pacientes eran mujeres jóvenes que cursaban grado décimo o
once en el colegio femenino de las Carmelitas. Recordé el comentario de Irama
sobre las muchachas del pueblo. Esa semana me la pasé todas las tardes
atendiendo a las jóvenes del colegio, recibiendo invitaciones a tomar té helado
o algo frío, según ellas. Me dejaron algunas sus números de teléfono o la
dirección donde vivían, por si quería pasar por allí a visitarlas o invitarlas
a rumbear. Me pareció simpático y, a la vez, pintoresco.
La mayoría de las chicas eran de
piel canela, delgadas, con bellas sonrisas, ojos grandes y negros, de estatura
mediana y cuerpos contorneados. La mayoría de sus familias eran muy humildes.
El recorrido de las adolescentes
en el centro de salud incluía odontología, medicina y laboratorio. Luego de
algunas semanas, algunos de estos hombres caerían seducidos por sus encantos,
por la soledad o por el mal de vereda.
Miguel, el don Juan del centro de
salud, solía tener varios romances al mismo tiempo con las colegialas. A todas
les prometía amor eterno y que, tan pronto terminara su año de servicio social
obligatorio, las llevaría a la capital. Eso sí, bajo una promesa: no contarle a
ninguna de sus amigas sobre su noviazgo. Más temprano que tarde, se comentaban
entre ellas su romance con el médico, lo que terminaba en una pelea de
adolescentes en el corredor o en la sala de espera de los pacientes de
medicina.
La directora del centro de salud
no hacía ningún comentario sobre los bochornosos espectáculos de lucha libre de
las colegialas, por miedo a perder al único médico del pueblo. Las muchachas
aspiraban a conquistar a alguno de los profesionales del centro de salud para
soñar con salir de San Jacinto. Muchas renegaban del pueblo, que solo tenía
cantinas en cada esquina, donde los empleados de las palmeras se divertían jugando
billar, tejo o simplemente hablando del prójimo. Lo que aspiraban era irse para
Villavicencio o Bogotá, conocer el mundo y las grandes ciudades, porque ser
mujer de un jornalero del palmar ni de vainas; escasamente hacen lo del diario.
Eso es para aguantar hambre.
Pero la realidad era otra. Muy
poquitas lograban continuar sus estudios. Las que lograban salir del pueblo
eran porque sus familias eran acaudaladas, por lo general hijas de
comerciantes, agricultores y ganaderos. Las demás tendrían que conformarse con
un jornalero del palmar o andar de mano en mano, como dicen por acá, de amores
con los ingenieros del palmar, los doctores del centro de salud o como mocita
de un paramilitar. Las expectativas no eran muchas o terminaban en un
prostíbulo en Villavicencio.
Otras muchachas, por iniciativa
propia, tomaban la aventura de salir del pequeño pueblo en busca de un mejor
futuro en una de las grandes ciudades. Algunas lo lograban con mucho esfuerzo.
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MI RUTINA
Desde mi llegada, los días han
sido tranquilos. Atiendo entre treinta y cuarenta pacientes a la semana, lo
cual es muy baja la consulta. Carezco de instrumental adecuado y suficiente, lo
mismo que de insumos. Hay días que me siento subutilizado. Lo único que me
queda es esperar el fin de semana para recibir alguna invitación por parte del
alcalde o algún miembro de la comunidad a un asado o fiesta veredal, donde
seremos bien recibidos con comida y bebida, en la mayoría de los casos gratis.
Los viernes en la noche salíamos
en grupo para el bar "LAS TAPAS". El grupo era encabezado por Miguel,
que como buen costeño era bullanguero. Allí nos esperaba Borman, el dueño del
bar de mayor reconocimiento de San Jacinto, frecuentado por funcionarios de la
alcaldía, juzgado, notaría y la alta sociedad del pueblo. Contaba con excelente
música, desde electrónica hasta llanera, era un crossover. Siempre me ha
gustado la música pop, así que me dirigí al computador, seleccioné la música, y
muchas de esas canciones me hacían recordar los bares cerca de la universidad,
a mi novia, que desde mi llegada solo era un vago recuerdo.
Nunca me ha gustado el licor, así
que pedí al mesero una cerveza mientras seguía mi rutina de seleccionar
canciones. De pronto, una suave voz me dijo: "Dale click a esa, sí, a mí
también me gusta". Le respondí: "Déjame ver qué has escogido".
Miró de arriba abajo y dijo: "Está súper, me gusta. ¿Me invitas a una
cerveza?". La sentí diferente; desde mi llegada hasta ese día, Milena
había sido distante. A veces hablábamos cosas puramente técnicas y laborales.
Llegué a pensar que no le despertaba ningún interés.
Pero esa noche, la luna y los
astros se alinearon de tal manera que mi vida, desde ese día, estaría ligada a
ella. Esa noche reímos hasta de lo más estúpido. Sentí que la conocía hacía
mucho tiempo. Después de unas horas de estar en el bar, nos fuimos en la moto
de los técnicos de salud, abandonando al grupo. Me invitó al mirador, que
estaba ubicado al final de la meseta del pueblo. Desde allí se podía observar
el paisaje de sabana y el choque con la selva. A pesar de que la noche estaba
iluminada por la luna, el lugar era hermoso, con unos kioscos de palma y sillas
de concreto.
Esa noche la cobijé con mis
brazos. Yo pensaba que ella estaba ebria, pero no. Me contó sobre su vida,
sobre sus padres, que era hija única, que siempre había soñado con internarse
en un pueblo lejano, lejos de las comodidades de la ciudad, vivir la aventura
que da la selva y gozársela para, algún día, salir corriendo. "Mi sueño es
vivir en Estados Unidos", le dije. "Estás lejos", respondió.
"He estado ahorrando para irme. Tan pronto reúna el dinero, me iré, legal
o ilegal, el hecho es que quiero vivir ese sueño."
Después de unas horas de sentir
el frío de la madrugada, de besarnos y fundirnos en abrazos, regresamos a la
casa médica. Me invitó a su alcoba y me dijo: "Vamos a dormir juntos, pero
esta noche no pasará nada, prométemelo". Le respondí que sí. Dormimos lo
que quedaba de la noche.
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A medida que fueron pasando los
días, mi relación con Milena se fue estrechando más. Ya no nos llamábamos por
nuestros nombres, sino que los abreviábamos de forma cariñosa. Las
conversaciones se volvieron extensas, filosóficas e intelectuales, llenas de
carcajadas por todas las estupideces banales y superficiales que decíamos.
Perdimos la seriedad y se volvieron divertidas.
Durábamos hasta altas horas de la
noche, ella en su pijama color rosa, con pantalón largo y conejos estampados, y
yo con mis pantalonetas y camiseta. Así pasaron los días, entre cortejos y
coqueteos. La noche se convirtió en cómplice de unos amantes apasionados y
enamorados que, durante el día, se comportaban como desconocidos. El sofá de la
sala principal se convirtió en testigo de nuestro idilio.
Los demás ya casi no permanecían
en la casa hospitalaria o pasaban directo a sus habitaciones, cansados de sus
rutinas. Miguel y Mauricio hacían de las suyas en el pueblo, tomando y gozando
con las colegialas. Nos dábamos cuenta de sus aventuras por los susurros y
gemidos de pasión provenientes de sus habitaciones.
La complicidad se compartía al
otro día con una sonrisa burlona y algún llamado al orden por parte de Dora.
Los días transcurrían lentamente y eran mucho más lentos cuando no se contaba
con material médico odontológico en el centro de salud, porque no se podían
atender pacientes o se les pedía que los compraran en la farmacia del pueblo.
La única diversión entre el grupo
de profesionales y técnicos era jugar cartas y parques. Cuando se volvía a
contar con materiales, las filas eran monumentales en el centro de salud, pero
no pasaban más de una semana y volvía todo a la normalidad.
Con el inicio de la temporada de
lluvias, llegó la noticia de las brigadas de salud sobre el río Guayabero. La
directora del centro de salud nos comunicó que esa semana llegaría un nuevo
médico que iría para las brigadas y que uno de los dos odontólogos lo
acompañaría.
Me causó sorpresa la noticia, el
hecho de alejarme de mi Mile. En la noche, nos arrunchamos en el sofá de la
sala, tratamos de evitar el tema, pero era inevitable decidir quién iría. Yo
pensaba anticiparme y decirle que iría, teniendo en cuenta las condiciones
hostiles del área rural por la presencia de grupos al margen de la ley, el
clima y otros factores. Me iría a la brigada con el nuevo médico. Estaba
enredado entre mis pensamientos y en cómo le decía, cuando ella me soltó el
bombazo de que ella iría.
Quedé atónito ante tal decisión
inesperada. Traté de convencerla con todos mis argumentos, pero me fue
imposible hacerla desistir.
El recorrido por el río Guayabero
duraría máximo tres meses y mínimo un mes, dependiendo de las condiciones de
orden público, clima y otras eventualidades. El objetivo de la brigada es
brindarle atención en salud a las comunidades indígenas y campesinas apostadas
a las orillas del río. El grupo estaría liderado por el médico, odontólogo,
enfermera jefe, vacunador, auxiliar de odontología y auxiliar de enfermería.
El primer lunes de abril, en la
mañana, aterrizó en el primer y único vuelo de la semana el DC3 proveniente de
Villavicencio, donde llegó el médico. Todos estábamos preparados para recibir a
un hombre, pero cuando Mauricio preguntaba: “¡Vengo por el doctor!” entre la
muchedumbre en la pista, esperando que descendieran los pasajeros del viejo
avión, apareció una mujer menudita, delgada, de busto prominente, joven, con
aspecto de hippie, de mochila al hombro, pañoleta en la cabeza, camiseta
floreada y tatuaje multicolor que iniciaba en la parte alta del brazo y
terminaba en la muñeca.
Era un evento la llegada de un
nuevo miembro en el centro de salud, así que hubo fiesta y francachela. Andrea
resultó una persona extrovertida, alegre y muy divertida; nos contó todos los
avances de la vida moderna en la gran ciudad. Fue una gran sorpresa la llegada
de Andrea porque todos esperábamos a un hombre.
Al siguiente día, la directora
nos convocó a una reunión en su oficina para definir el grupo de la brigada y
ultimar detalles. Rebeca Linares, la directora, era oriunda de San Jacinto,
hija de un acaudalado ganadero. Ella se caracterizaba por ser una mujer sin
carácter, sin capacidad para tomar decisiones y, en especial, con los
profesionales del centro de salud, por miedo a perderlos. Era muy difícil que
alguien cuerdo tomara la decisión de irse a ese apartado rincón de la
humanidad, dominado por las inclemencias. Ella me preguntó si iría a la
brigada, y Milena la interrumpió diciendo: “No iré yo”. Miguel se ofreció a ir
para contar con la presencia de un hombre más. En la reunión se definió el
personal y los temas logísticos: alimentación, combustible y suministros
médicos. Se fijó como fecha de salida el diez de abril. La reunión se dio por
terminada, después de media hora.
Esa noche, después de compartir
un buen rato con el grupo en la sala de la casa médica, y en especial
escuchando a Andrea, nos dispusimos a irnos a la cama dándonos el saludo de
buenas noches, cuando Milena, con un guiño, me llamó a su habitación.
Llegó el día de salida de la
brigada. Fuimos todos los profesionales del centro de salud, a las cinco de la
mañana, a acompañar al grupo de compañeros que se disponían a partir por un mes
por el río Guayabero. Estuvimos en el puerto hasta que perdimos de vista la
embarcación en el horizonte.
Con un sentimiento de tristeza,
regresé al puesto de salud, pensando en ella, si estaría un mes, dos o tres. La
consulta estuvo durante todo el día llena, sin tiempo de hablar con los demás.
En la noche, cuando regresamos a la casa médica, se sintió el vacío de Milena,
como de Guillermo. Me sentí huérfano de cariño, sin ganas de hablar con Andrea,
que veía televisión en compañía de Dora. Mauricio, como de costumbre, se
encontraba tomando en el pueblo, haciendo de las suyas con las colegialas y
bebiendo en el bar Las Tapas, que era su oficina, en compañía de su fiel
auxiliar y compañero de parranda, Francisco.
Las lluvias llegaron con una
fuerte intensidad; parecía que se hubiese roto una fuente en el cielo y no
paraba de llover durante todo el día y la noche. Se detenía un día y volvía con
mayor intensidad. Las lluvias hicieron que la consulta se redujera
considerablemente. Con tanto tiempo libre, nos dedicamos a jugar parques y
cartas durante el día. Los días eran lentos, oscuros y fríos.
Pasó casi un mes para recibir las
primeras noticias de la brigada de salud, por parte de la Armada Nacional, que
los había encontrado varados en la ribera del río, cerca de Puerto Concordia, y
los había remolcado hasta allí, a espera de solucionar los problemas mecánicos.
Los militares entregaron las cartas que enviaron a la directora del puesto de
salud. La directora me hizo entrega de una de ellas, que venía a mi nombre.
RELATOS DE LA BRIGADA DE SALUD
SOBRE EL RÍO GUAYABERO
Milena me describía su aventura
sobre el río Guayabero como la niña que la llevan por primera vez al zoológico.
Ella se sentía en un safari por la Orinoquia, describiéndome un sin número de
aves, monos, fieras salvajes y caimanes que observaba desde la embarcación que
los transportaba, la cual estaba acondicionada como unidad móvil de salud
fluvial, que había sido donada y acondicionada por una embajada para atender la
población ribereña, indígenas y colonos.
Los primeros días llegaron a
caseríos indígenas ubicados a seis horas de San Jacinto, donde brindaron
atención médica y odontológica, suministraron medicamentos y vacunaron algunos
niños de la comunidad.
En esta primera parte, duraron
ocho días debido a las crecientes del río. Luego, continuaron su recorrido hacia
Matelarga, un pequeño caserío poblado por colonos oriundos de diferentes
regiones del país. La comunidad los esperaba ansiosos porque los servicios de
salud rara vez llegan a estos lugares. Después de días de solo comer pescado,
cambiaron el menú por gallina. Allí conoció a Pedro Jalisco, el dueño del Home
Center de la selva. Podías comprar desde un motor fuera de borda, una puntilla,
hasta un fusil AK47, R15 y munición. Un completo mercader, hombre de amplia
sonrisa, buen humor, calidez y amplias atenciones con el grupo de salud.
Durante los días que estuvo la brigada, hizo presencia la guerrilla de las
FARC, del Frente Cuarenta y Cuatro. Nos solicitaron que nos presentáramos,
pidieron documentos y solicitaron atención para sus tropas. En la noche, fueron
invitados a una fiesta organizada por el comandante Manba, quien llamaba la
atención por su cicatriz en el arco superciliar derecho y párpado caído. La
imagen de un hombre cruel, que intimida con su mirada, aterró al grupo de
salud, que tomó como una orden su invitación.
El grupo de salud llegó a la
fiesta sobre las ocho de la noche. Fue recibido por Pedro Jalisco, con su
amabilidad y cortesía, quien les ofreció whisky y hielo en medio de la selva, y
los llevó a la mesa principal donde estaba Mamba, que solo permitió la
presencia en la mesa de Miguel y Milena. La fiesta estaba amenizada por un
grupo de música popular que cantaba corridos prohibidos dedicados a Mamba y sus
cabecillas, y al final terminó con un grupo vallenato. Al regresar a la
embarcación, notó que Leticia, su auxiliar, que compartía cuarto, no estaba y
llegó al amanecer.
Rumbo a Puerto Concordia, durante
este recorrido, sufrió una avería mecánica la embarcación y duró un día
esperando el auxilio de la Armada Nacional, que los remolcó a la base fluvial
para prestarle asistencia mecánica.
De sus primeras cartas hasta su
regreso, nunca me demostró sentimientos de dolor por nuestra ausencia. Sentí
como si hubiese sido algo pasajero o fugaz, sin importancia nuestra relación, o
quizás no le importaba.
Segunda carta del río
Guayabero
El punto más distante contemplado
a visitar por la brigada era Puerto Cachicamo, donde había presencia tanto de
guerrilla como de autodefensas. Después de un mes y diez días, llegaron al
lugar superando dificultades técnicas y climáticas. Durante el recorrido, se
podía observar que en los asentamientos de colonos la presencia de hombres era
de diez a uno en relación con las mujeres.
La moneda y la economía giraban
en torno a la base de coca. Los días eran calurosos y el bochorno de la humedad
era alto. Mientras la embarcación se desplazaba por el río, el grupo de salud
se entretenía jugando cartas o parques. La tripulación de la embarcación
mantenía cierta distancia con el grupo de salud, en especial con el médico y la
odontóloga, a quienes se dirigían con mucho respeto y admiración.
El indio Canai, muy conocido en
la región y apreciado por la comunidad, llevaba 20 años trabajando como
vacunador. Era un hombre de baja estatura, de piel morena, servicial y siempre
atento a colaborar con las tres mujeres del grupo. La auxiliar de enfermería,
Aminta, era su primera experiencia por el río. Nació en San Jacinto, pero se
crió en Villavicencio; siempre se mostraba temerosa e insegura. Miguel la vivía
molestando a su manera para relajarla. La situación sobre el río era
intimidante, desde el aullido de los monos, los cantos de chenchenas, paujiles
y guacharacas, hasta la presencia de grupos armados. Por otro lado, Leticia, la
auxiliar de odontología, manifestaba que esto era lo que más disfrutaba de
trabajar en salud: servirle a los más necesitados. Se veía muy feliz
describiendo cada uno de los lugares donde había vivido de niña, y
constantemente charlaba con los miembros de la tripulación de la embarcación.
El indio Canai se refería a ella
como una mujer de ropas ligeras, que se acostaba con el primer hombre que le
gustaba, que era amante de Manba y había sido mujer de Pedro Jalisco. Ella
físicamente no parecía ser de la región, por su piel blanca, ojos verdes
claros, nariz perfilada, rasgos finos, delgada y de baja estatura. Con las
referencias del indio Canai sobre Leticia, Miguel desde el primer día la
evitaba, aunque ella actuaba con melosería con él.
Al llegar a Puerto Cachicamo, el
recibimiento fue con pólvora y música de las cantinas del caserío, y con la
respectiva fiesta de las autoridades locales, la autodefensa. La sensación en
el ambiente era algo hostil, ya que pocos meses antes habían desplazado a la
guerrilla del lugar. El comandante lo apodaban "El Gringo" por su aspecto:
alto, rubio, de ojos azules; parecía más un explorador europeo que un
paramilitar.
Ese día solo se atendieron
miembros de la autodefensa, la mayoría con malaria. La bodega estaba atestada
de quinina y cloroquina. La mayoría de los pacientes llegaban moribundos, con
una palidez sepulcral que aterraba, pero mientras unos morían, otros bailaban,
cantaban y tomaban. Miguel atendía con Aminta en un pabellón de guerra hecho
por los paramilitares a los enfermos de malaria y pedía ayuda a Milena y al
resto del grupo. Algunos de los pacientes morirían allí, durante los días que
estuvo la brigada de salud. Miguel solo le entregaba los medicamentos al
enfermero de los paramilitares y la fórmula para cada paciente. Visitaba en las
mañanas las matas de monte alrededor del caserío, donde en hamacas agonizaban
algunos jóvenes o esperaban sobrevivir a la enfermedad con el tratamiento del
doctor.
La mayoría del grupo de salud
manifestaba su temor a enfermar por la zancudada presente en el lugar, que era
mayor que en los otros lugares visitados. Miguel recomendó usar, todo el
tiempo, ropas largas impregnadas de repelente y evitar salir de noche de la
embarcación. Sin embargo, Leticia salía a tomarse unas cervezas o unos
amarillitos con el comandante El Gringo y regresaba a la madrugada. La brigada
estuvo diez días allí y luego inició su retorno a San Jacinto, con su
respectiva parada en cada uno de los puntos visitados.
Carta #3
De nuevo en Puerto Concordia,
allí representaba la institucionalidad. Había presencia de la Armada, un
helipuerto, lanchas rápidas artilladas (pirañas), billares y cantinas, soldados
con chalecos antibalas apostados en cada esquina, protegidos por trincheras.
También se veía la presencia de comunidades indígenas, numerosas, deambulando
por el pueblo en busca de dulces y globos inflables en la unidad móvil fluvial
de salud. Los colonos, gente en busca de oportunidades, sumidos en la pobreza,
pero con la esperanza de encontrar fortuna con la coca.
Allí, la atención de pacientes
fue tranquila, sin las angustias de lidiar con la muerte ni con el miedo de
contraer la enfermedad. La mayoría de los pacientes eran indígenas, algunos
colonos y miembros de la Armada Nacional.
Leticia, como siempre parrandera,
sugirió que saliéramos a tomar algo a la cantina "El Portal", que
allí ponían buena música. Miguel, que era un hombre parrandero, actuaba con
prudencia. Inicialmente dijo que no, pero finalmente aceptó, pero con la
condición de que todos fuéramos. El sitio estaba lleno de miembros de la Armada
y algunos colonos, dueños de cocinas cocaleras. Como siempre, Leticia llamaba
la atención hasta que llegó a nuestra mesa el comandante de la Armada en
Concordia, el capitán Farinas, quien se presentó e invitó a bailar a Leticia.
Solo la volvimos a ver al otro día. Durante la madrugada, el grupo de salud
regresó a la unidad móvil fluvial.
Después de diez días en
Concordia, continuamos nuestro regreso con una parada en Matelarga, donde la
situación era algo tensa por la presencia de Manba.
DOS MESES Y DOS DÍAS SOBRE EL
RÍO GUAYABERO
Fueron dos días de trayecto en el
buque, que se desplazaba lentamente a contracorriente para llegar a Matelarga.
Al llegar, solo nos salieron a recibir colonos e indígenas. No se sintió la
presencia de la guerrilla. Ese día volvió a aparecer Pedro Jalisco, con la
cordialidad y buena vibra que irradiaba. Invitó a todo el grupo del buque de
salud a almorzar, y fue un alivio cambiar el menú, porque el pescado ya nos
tenía cansados. Nos ofreció un suculento sancocho de gallina, cuyas presas
parecían de pavo, cerveza fría y televisión satelital. Todas las comodidades de
la vida moderna en medio de la selva.
Matelarga era una inmensa isla en
medio del río Guayabero, con un pequeño caserío del mismo nombre, que
funcionaba como centro de provisiones para la guerra. Multi Center, la
ferretería de Jalisco, sorprendía, porque ni en San Jacinto había una con igual
surtido. La arquitectura de la fachada en madera se asemejaba a una tienda de
camino de una película gringa. Llamaba la atención. Él simplemente decía:
"Soy un inversionista que cree en la región". Cuando tomó confianza,
empezó a hablar de su experiencia en el mundo, del tiempo que vivió en el
exterior. Sus modales y su expresión corporal denotaban una alta formación
educativa. Leticia mostraba desinterés por la conversación que sostenía con
Miguel y Milena. Ella decía: "Él y sus embustes. Es un encantador de
serpientes, negocia con todos y es amigo de todo el mundo".
Para el quinto día, nos
disponíamos a partir cuando apareció Manba con su tropa y dijo que el grupo de
salud se iba cuando él lo dijera. Miguel, de manera respetuosa, le explicó los
argumentos de la partida, pero no lo permitieron, así que ahora estábamos
sujetos a las órdenes de Manba.
El grupo se dispuso a seguir
atendiendo en Matelarga a miembros de la guerrilla. La mayoría pasaban al
médico por enfermedades generales y odontología. El día fue extenuante debido
al gran número de insurgentes atendidos, la mayoría jóvenes adolescentes y unas
pocas chicas, todos muy silenciosos. Algunos con uniforme militar, otros de civil,
pero con fusil. Matelarga era un paraíso de tranquilidad para ellos, porque ni
la Armada ni la autodefensa se atrevían a llegar allí. Era un punto de control
estratégico de la guerrilla para sus negocios de narcotráfico. La moneda allí
era la pasta de coca y los dólares americanos.
Esa noche, Manba invitó a una
fiesta al grupo de la brigada de salud. La mayoría de los invitados eran
miembros de la insurgencia y, por supuesto, Pedro Jalisco. La fiesta la
hicieron en un gran caney comunitario, y la música era vallenato y música
popular o de despecho. A Manba no se le conocía una buena cara y, desde que
llegó, se le notaba más mal encarado que de costumbre.
Al llegar a la fiesta, Manba
invitó a bailar a Milena, luego bailó con Aminta y, por último, con Leticia. Al
terminar de bailar, la llevó a un rancho junto al caney. La luz era tenue, pero
los demás se podían dar cuenta de que discutían. Sin embargo, al final él se
fue.
La fiesta continuó y el grupo de
salud se mantuvo allí. Milena y Aminta le preguntaron a Leticia si las cosas
estaban bien, si no era peligroso por la discusión que había tenido con Manba.
Ella dijo que no, "perro que ladra no muerde". Pedro Jalisco dijo que
eran arrebatos de Manba, que ya se le pasaría. La fiesta transcurrió. Todos se
relajaron, el trago abundaba. Miguel bailaba con Leticia y Aminta, mientras
Pedro Jalisco hablaba y cortejaba a Milena. Bailaban por momentos. El resto de
los participantes tomaba cerveza y disfrutaba de la fiesta. Como a las dos de
la mañana, apareció Manba de manera violenta con varios de sus hombres e
irrumpió en la mesa de salud, cogiendo del cabello a Leticia. Él le decía:
"Usted es una perra", sacó la pistola que portaba en el cinto. Ella
se fue hacia atrás, soltándose el moño de su cabellera y golpeando su cabeza
contra la pared del rancho que pegaba con el caney. En ese momento, sonó el
estruendo de un tiro de nueve milímetros que se incrustó en la frente de
Leticia.
El impacto hizo que su cabeza
golpeara nuevamente contra la pared y su cuerpo rebotó, cayendo sobre las
piernas de Milena. Todo el mundo salió corriendo, excepto Milena, que quedó
petrificada con el cuerpo inmóvil de Leticia en sus piernas, y la sangre que le
salía por la boca, nariz y la frente recorría por las piernas de Milena y caía
al piso.
La mayoría de los participantes
de la fiesta salieron corriendo a una platanera, incluidos los de salud, y
fueron regresando. Milena demoró unos minutos en entrar en llanto. Regresó
Miguel, le tomó el pulso a Leticia, la retiró de las piernas de Milena, le
cerró los ojos y la puso sobre el piso. Solicitó que trajeran una sábana para
cubrirla. Miguel mantenía la calma, con los ojos humedecidos en lágrimas. Los
demás miembros de la brigada de salud lloraban. Tomaron la decisión de ir al
buque y traer una camilla para llevar el cuerpo al buque mientras tomaban una
decisión.
El grupo entró en crisis por lo
acontecido. Los miembros de la tripulación hablaban de partir tan pronto rayara
el sol, pero discutían sobre el tiempo que se demorarían en llegar a San
Jacinto. De pronto, volvió a aparecer Pedro Jalisco, quien ofreció una lancha rápida
con dos motores para llevar el cuerpo de Leticia a Milena y Miguel. Cuando
amaneció, la guerrilla había desaparecido.
Bajaron del buque el cuerpo
inerte de Leticia, cubierto en una sábana blanca manchada por su sangre, que
las moscas pisoteaban. Milena y Aminta no paraban de llorar. A las seis de la
mañana, ya estaba lista la lancha rápida para partir a San Jacinto. Se estimó
que en doce horas estarían allí, dijo el operador de la lancha rápida de Pedro
Jalisco. Durante el recorrido, el golpeteo de la lancha era fuerte. La brisa
sacudía el cabello de las mujeres y movía la sábana que cubría el rostro de
Leticia. Miguel se apresuró a atar la sábana para evitar que se siguiera viendo
el rostro de Leticia.
Al final de la tarde llegaron a
San Jacinto. La noticia ya se conocía allí de la muerte de uno de los miembros
de la brigada de salud. Al llegar al puerto, estábamos todos los funcionarios
del centro de salud acongojados y tristes por la noticia. También hacía
presencia el alcalde, la policía, la fiscalía y los de la funeraria, quienes
llevaron el cuerpo al anfiteatro municipal para el levantamiento y autopsia.
Milena, tan pronto como llegó, se
abalanzó sobre mí, abrazándome fuerte y atacando a llorar. Miguel también
lloraba, y los demás miembros del centro de salud también lo hacían.
Regresamos a la casa esa noche
nos reunimos en la sala para rodear a Miguel y Milena, sin preguntas;
simplemente nos abrazamos. Después de unas horas de susurros y de darnos ánimo
unos a otros, nos fuimos a dormir. Milena me pidió que la dejara quedar en mi
habitación.
Al día siguiente, el centro de
salud estaba decorado con cintas moradas en señal de luto. La bandera de
Colombia a la entrada estaba a media asta. Se alistaban los preparativos para
el entierro, que contaría con la participación de la comunidad de San Jacinto y
las autoridades eclesiásticas, civiles y militares.
Al final de la tarde se
desarrollaron las exequias con una multitudinaria participación de la
comunidad, rechazando el atroz asesinato de la funcionaria de salud, que perdió
la vida en ejercicio de su labor.
Pasaron varios días para que
regresara la normalidad al centro de salud. Durante los días de duelo, todos
estuvimos afectados, en especial quienes vivieron el evento.
La directora nos citó a todos a
una reunión para manifestarnos su pesar y dolor por la pérdida de Leticia, y
para comunicarnos que, por lo que restaba del año, se cancelarían las brigadas
fluviales hasta tanto no se garantizara el respeto a la misión médica por parte
de los grupos al margen de la ley.
La vida en el centro de salud
regresó a su normalidad. Mauricio, Miguel y Francisco seguían su vida de
Casanovas en el centro de salud y en el pueblo. Constantemente me invitaban a
sus carnavales de fin de semana, pero les huía.
Mi relación con Milena era muy
discreta dentro de la institución, pero apasionada en la casa médica. Salíamos
en las noches a comer hamburguesas o helados y nos íbamos caminando, tanto de
ida como de regreso al hospital. Ella estaba por completar su octavo mes de
servicio social obligatorio. Estaba contando sus días para regresar a Bogotá e
irse a cumplir su sueño americano de vivir en Nueva York. Yo simplemente la
escuchaba; poco hablaba de su familia y le molestaba que le preguntara por
ellos.
Un día, después de ir al bar Las
Tapas, nos prestaron una moto del hospital y fuimos por segunda vez al mirador
de la meseta. Allí, sin estar yo preguntando, me contó que su padre era un
coronel de la policía activo, que su madre vivía con él en Cartagena, pero él
tenía una amante desde hacía mucho tiempo. Su madre lo sabía, pero lo aceptaba.
Sin embargo, ella lo había mandado a la mierda cuando se enteró. No hablaba con
su mamá por lo estúpida que le parecía aceptar esa situación y no dejarlo. Me
contó que hacía ocho meses no hablaba con ellos.
Esa noche me dijo que no me
ilusionara con ella porque pronto se iría, que, si quería, consiguiera otra
persona, que este no era su mundo ni el mundo donde ella quisiera realizarse.
Al siguiente día, nos volvió a
convocar a reunión Rebeca Linares, la directora del centro de salud, para
comentarnos de nuevas brigadas de salud por tierra a un caserío llamado El
Madroño, de influencia cocalera, rodeado de plantaciones de palma de aceite y
donde la compañía petrolera acababa de descubrir un pozo petrolero. Había una
carretera recientemente construida por la multinacional.
Nos presentó al jefe de
relaciones con la comunidad de la multinacional, quien manifestó el interés de
colaborar con la logística y la intención de construir en el poblado un centro
de salud moderno, con la intención de pasar de un centro de salud a hospital el
de San Jacinto, como aporte a la comunidad.
La brigada iniciaría la próxima
semana; la petrolera pondría camionetas e insumos. Simplemente era solicitar el
pedido, y el próximo lunes estaría listo para partir hacia el caserío El
Madroño. Después de la presentación del ejecutivo de la multinacional, se fue.
La directora nos dijo que quienes se querían ofrecer para la brigada. Milena
fue la primera en ofrecerse; Miguel dijo que él ya había estado en la anterior,
que lo justo era que fuera Andrea. Yo me ofrecí, pero Milena dijo: "Déjame
ir, que a mí me gusta".
Se conformó el grupo que iría una
vez al mes por una semana. Esta vez el grupo fue acompañado de la logística de
la petrolera y la Armada Nacional. Durante una semana estuve perdido de mis
ricitos de oro de ojos color miel. Al regresar, me contó, alarmada, que se
había encontrado en El Madroño con Pedro Jalisco, quien era el dueño de la
posada donde dormían los funcionarios de la petrolera y el grupo de la brigada,
y la mayoría de los vehículos alquilados de la petrolera eran de él. Pero en el
caserío, el negocio fuerte era la coca. Me contó que varios pacientes le
ofrecieron, como medio de pago, pasta de coca por los tratamientos
odontológicos extras, por fuera de horarios de la brigada. Pedro Jalisco se
ofreció a comprársela y se la pagaba en dólares. Ella me contaba feliz que su
sueño estaba cada día más cerca.
Ella continuó con su rutina de
brigadas en El Madroño. Yo seguía con mi consulta en el centro de salud, que
día a día incrementaba por el boom petrolero. La petrolera había iniciado
trabajos en el lote del centro de salud para construir un hospital moderno en
ocho meses.
Los fines de semana se volvieron
mis reencuentros con Milena. La casa médica estaba solitaria; el único día
ruidoso era el sábado hasta el mediodía, cuando terminaban sus labores los
maestros que construían el nuevo hospital de San Jacinto. Ella me relataba su
rutina en El Madroño y cómo cambiaba el entorno con la presencia de la
petrolera. Se veía progreso, mucha gente haciendo negocios, abriendo
restaurantes, posadas, prostíbulos y cantinas que abundaban.
La presencia de la guerrilla se
había hecho más fuerte en El Madroño, y en cercanías a San Jacinto lo
controlaban las autodefensas. La situación era tensa. La Armada solo se
dedicaba a hacer patrullajes en el pueblo y sobre el río Guayabero.
El último mes de Milena le pedí
que renunciara a su sueño, que se casara conmigo, que dejara de pensar en una
vida de aventurera y pensara en un minuto en lo que sentíamos el uno por el
otro. Que no era solo sexo. Más que amantes, éramos un par de enamorados de la
vida y de las pequeñas cosas que nos ofrecía la vida en San Jacinto. Como
siempre, su respuesta fue un rotundo ¡no! definitivo, que me dejó devastado. Me
dijo que yo sabía las reglas desde el principio, que este no era su mundo, que
su sueño americano no se lo arrebataba nadie, que por qué no me iba con ella,
que eso sí era una buena idea, en lugar de quedarme en ese pueblo. Por un
instante lo pensé, finalmente le dije que no. Entonces, me dijo que las reglas
estaban claras, dio media vuelta y se dirigió a su alcoba con un gesto de
molestia. Decidí no seguirla y me dirigí a mi cuarto con la moral baja y sin ánimos,
sintiendo que la perdía.
La mañana siguiente nos
encontramos en el restaurante. Se quedó mirándome con una tierna expresión y me
hizo un guiño con su ceja invitándome a sentarme junto a ella. Estaba molesto,
pero una hermosa sonrisa bastó para desarmar mis resentimientos. Me agarró de
la mano, puso su cabeza sobre mi hombro y me dijo: "¿Cómo amaneció mi
gruñoncito? ¿Ya te pasó el mal genio?" Me senté junto a ella, apareció
Maura con su tono alborotado y dijo: "¿Cómo están mis tortolitos? ¿Qué
quieren de desayuno?" Nos tomó el pedido y se alejó mientras continuábamos
nuestra conversación.
Regresamos al hospital. Ella me
sugirió que habláramos con la directora, Rebeca Linares, y le propusiéramos que
lo que restaba del mes no se hiciera más atención odontológica en El Madroño
para poder compartir más tiempo. Hablamos con la directora; al principio no
quería, pero al final accedió.
Fueron los mejores y más felices
días de mi vida rural. Me dediqué a compartir mis días y noches con ella, a
sabiendas de que el desenlace iba a ser doloroso, hasta que llegó el desolador
día. Se organizó una fiesta de despedida con la participación de los
funcionarios del centro de salud, los directivos de la multinacional y amigos
de la alcaldía de San Jacinto, entre ellos el alcalde, y entre otros invitados que
me llamó la atención, estaba Pedro Jalisco. La fiesta se organizó en la
discoteca Las Tapas, fue un evento privado. Había conjunto vallenato y conjunto
de música norteña.
Fue todo un evento la despedida
de Milena. Ese día me di cuenta del aprecio que le tenían los directivos de la
multinacional petrolera y Pedro Jalisco, quien llegó a la fiesta con el
comandante de la policía y el de la armada, que venían de civil. Esa noche fue
la primera vez que vi a Pedro Jalisco, quien al presentarse me dijo: "¿Conque
tú eres el afortunado que se robó el corazón de esta hermosura me saludó con un
gran abrazo, con su tono fuerte al hablar y con una carcajada estruendosa? Me
pareció carismático y agradable. El whisky abundaba, y Miguel, Francisco y
Mauricio se sentían en el paraíso.
Rebeca Linares tomó la vocería
por el centro de salud, dio unas palabras de agradecimiento y le entregó una
placa de reconocimiento por su labor, valor y entrega con la institución. Los
mismo hicieron los petroleros y Pedro Jalisco. Por último, hablaron sus
compañeros, y fui el último en intervenir, expresándole mis mejores deseos en
su nueva aventura y contándole a los presentes mis infructuosos intentos de
hacerla desistir de su proyecto. Por último, habló ella. Se expresó muy bonito,
no era de discursos, pero ese día le fluyeron las palabras. Y me invitó a
seguirla en su aventura. Cuando terminó, una gruesa lágrima recorrió su
mejilla, se dirigió hacia mí, me abrazó y me dijo al oído que me amaba. Le
respondí: "Yo a ti." Esa noche le dediqué la canción de los amores
imposibles y eternos de Miguel Bosé: "Te amaré."
Regresamos a la madrugada a la
casa médica para dormir un rato, porque para lo que restaba del día estaba
programada una "mamona a la llanera" en la finca del alcalde. A las
11 a.m. apareció Pedro Jalisco, quien había quedado de recogernos para ir a la
finca del alcalde. Yo estaba listo, pero Milena y el resto de las mujeres no,
así que aproveché para conversar con Pedro Jalisco, quien se desbordaba en
elogios para Milena. Me dijo: "Esa mujer es una joya, tú sí tienes suerte,
pero la dejas ir." Le dije: "Ella es muy terca y eso es lo que ella
quiere vivir, y entre mis proyectos no está irme a vivir en el exterior."
Al fin estuvieron listas las chicas, nos fuimos en la camioneta de Jalisco, una
Toyota burbuja de vidrios oscuros que sobresalía por encima de los humildes
vehículos que se movilizaban por las calles polvorientas de San Jacinto.
La finca del alcalde era una
hermosa propiedad con piscina, sala de billar, mesa de ping-pong, un gran caney
donde estaban los mismos invitados de la noche anterior. El licor abundaba, me
ofrecían, pero trataba de tomar con moderación. La fiesta duró ese sábado, el
domingo y el lunes. El lunes llegaba el único vuelo de la semana, que posiblemente
traería al reemplazo de Milena y la llevaría de vuelta a Villao para continuar
su viaje a su natal Bogotá.
El lunes fuimos el grupo de
profesionales del centro de salud, y allí llegó Pedro Jalisco a despedirla. Ese
día fue melancólico y doloroso. Las chicas lloraban. Mauricio, Miguel y
Francisco estaban con los ojos llorosos. Miguel decía: "No joda, es que
uno les coge aprecio a los amigos."
Sobre las 10 a.m. llegó el viejo
DC3. Recordé el primer día cuando, con un alarido, Mauricio dijo: "¿Quién
es el doctor que viene para el centro de salud?" Mientras bajaban los
pasajeros del avión, esperamos a que terminaran de bajar y nadie respondió.
"Mierda", dijo Miguel, "no le consiguieron reemplazo a la
princesita."
Ella se subió al avión,
mandándonos besos y diciéndonos lo mucho que quería al grupo. Estuvimos en la
pista hasta que el avión despegó. Ese día sentí que una parte de mi vida se me
iba. Sentí un dolor que ese día le dije a Miguel, Mauricio y Francisco:
"Hoy sí les acepto un trago." "Por supuesto, compadre",
dijo el viejo Miguel. El resto del día pasó silencioso. Irama y Gricelda
respetaban mi silencio, que expresaba el dolor de mi pérdida. Esa noche me fui
con mis compañeros del centro de salud, tomé hasta perder la conciencia. No
supe cómo llegué al centro de salud. Lo último que recordaba era el bar Las
Tapas.
Me levanté al día siguiente con
una resaca terrible. Andrea me dio unos analgésicos y me inyectó porque me
sentía incapaz de ir a trabajar. Pero después de las atenciones de Andrea me
sentí mejor. Continué con mi rutina de atender pacientes. Al final de la tarde
me llamaron de la oficina de la directora, que tenía una llamada. Era Milena,
para comentarme que ya estaba en Bogotá, en casa de su madre. Me dijo que me
extrañaba mucho, que, si quería llamarla, escribiera el número de teléfono de
su casa, que iba a esperar mis llamadas a las 7 p.m. todas las noches, y se
despidió enviándome muchos besos. Continué mi jornada laboral, ansioso de que
llegara la noche para llamarla. En el tiempo que llevaba en San Jacinto jamás
me había preocupado por preguntar dónde quedaba un telecom, porque con mi
familia me comunicaba por cartas.
Fui al restaurante de Maura en la
noche a cenar y luego me desplacé al telecom. Le marqué, y de inmediato me
contestó: "Hola, cariño, soy tu bebé." Me causó risa. Me contó
detalles de su viaje en el DC3 y luego el viaje en bus de Villavo a Bogotá. El
volver a hablar con su madre después de casi un año de ausencia.
Me contó de las novedades en la
casa, que tenían un televisor moderno muy delgado, e internet, que había que
abrir una cuenta para poder acceder a un correo electrónico. "Ojalá
llegara pronto a San Jacinto para no perdernos el rastro para cuando llegara la
hora de partir para los Estados Unidos", me dijo. Me contó que la semana
siguiente iniciaría los trámites de su visa. Hablamos como dos horas. Me
preguntó por todos en el centro de salud, por el pueblo. Me dijo que se sentía
rara en la ciudad, que la mamá estaba furiosa por lo del viaje al exterior, y
que le faltaba contarle al papá que no estaba en la ciudad. Hablamos, y al
final quedamos de seguir hablando todas las noches a la misma hora.
La vida continuó con normalidad
en el centro de salud. Las obras avanzaban a pasos agigantados. Había cumplido
nueve meses de estar en San Jacinto. Miguel era el próximo en terminar su año
de servicio social obligatorio, pero le habían ofrecido seguir como médico de
planta, y él estaba interesado. El reemplazo de Milena nada que llegaba. La
consulta odontológica estaba muy pesada. La directora Rebeca Linares nos
convocó a su oficina. Pensábamos que era para brigadas al Madroño o sobre el
río Guayabero, pero en esta ocasión nos comentó que nos reunía para invitarnos
a la fiesta de grado de médico que su familia le ofrecía a su hija, Amalia Rosa
Estrada Linares, quien va a reemplazar al doctor Miguel. El grupo, en coro,
aceptamos la invitación.
La fiesta fue un sábado en la
tarde, en la finca de campo de la familia Linares. Francisco Linares, el padre
de Rebeca Linares, era el terrateniente más grande de la región y famoso
ganadero. Federico Estrada, esposo de Rebeca, era el notario del pueblo. La
alta sociedad hacía presencia. Todos teníamos curiosidad por conocer a Amalia
Rosa, hasta que apareció una joven de cuerpo estilizado con un vestido ceñido
al cuerpo que delineaba su figura, de piel blanca, ojos oscuros, cabellera
negra y de hermosa sonrisa. Una mujer elegante y hermosa. Miguel dijo:
"Tronco de hembra". Todos quedamos impactados con su belleza. Ella se
acercó a donde estábamos, junto a la jefa Linares, quien nos presentó. Saludó a
todos los presentes. El viejo Francisco Linares, que era el patriarca de la
familia, hizo el brindis por la homenajeada e inició la fiesta.
El grupo del centro de salud nos
dedicamos a beber y a comer, mientras la homenajeada era cortejada por los
ingenieros de la petrolera. Pero la veíamos incómoda, hasta que Mauricio la
invitó a venir al grupo de los de salud. Entramos en confianza y empezamos a
bailar. Francisco, el auxiliar de Mauricio, le dijo: "Doctora, le toca que
vaya tomando confianza con sus compañeros. Son unas excelentes personas, la
doctora Andrea y los doctores, y todos solteros y jóvenes." Ella lo
escuchaba y sonreía. La fiesta duró hasta las seis de la mañana del domingo.
Nos fuimos para el hospital a pasar la borrachera.
El lunes estuve con una resaca
terrible, pero aun así atendí a mis pacientes, que cada día eran más. Y fuera
del trabajo, la morgue estaba disparada. La guerra no daba tregua. El pueblo y
las zonas rurales eran campos de batalla entre la autodefensa y la guerrilla.
Esa noche fui a llamar a Milena. Me contó que el jueves tenía la entrevista en
la embajada americana, que estaba muy nerviosa. La actualicé de los últimos
acontecimientos, y después de unas horas de hablar por teléfono, nos
despedimos.
Esa noche, durante mi recorrido
desde el telecom al hospital, por primera vez pensé en mi futuro, ahora que
volvía a ser soltero, y sabía que Milena, en poco tiempo, se iría de mi vida.
Tendría que buscar nuevos horizontes en el plano sentimental, y mi tiempo de
servicio social obligatorio se agotaba. Tendría que pensar si regresaba a
Yopal, me quedaba en San Jacinto o qué quería hacer al llegar a la casa
hospitalaria. Me sentía algo estresado por mi futuro, así que me fui a la cama
algo confundido."
Al día siguiente, me encontré con
Amalia Rosa en el pasillo del centro de salud. Me contó que venía a la
inducción para iniciar su año de servicio social obligatorio, que seríamos
compañeros. Le di la bienvenida y la llevé al área de odontología, donde todos
la conocían. Después de saludar a las auxiliares, se fue a la oficina de
dirección.
Ese día esperaba, como todos los
días, a Félix, un niño que vivía al otro lado del río, a unos diez kilómetros
del centro de salud. Luego de cruzar, tomaba una bicicleta que le prestaban sus
primos. Ese día, el niño no llegó a su cita de las 9 a.m., pero sí me llamó
Miguel a la sala de urgencias del centro de salud. Al llegar, con sorpresa, veo
a Félix en la camilla, con la cara llena de sangre. Miguel me dice: "Te llamo
para que lo valores porque me dice que tú lo atiendes, compadre." Al
observarlo lentamente, veo que tiene fractura de tabique, los labios
reventados. Al abrir su boca, observo que ha perdido todos los dientes de la
sonrisa. Me da rabia, pero al mismo tiempo, pesar por el niño. Le dimos
analgésicos, sedantes y lo pasamos a mi consultorio. Retiré los pedazos de
coronas de los dientes fracturados y le realizamos una pulpectomía de los
dientes que podían servir para rehabilitar. Lo enviamos en la moto del celador
a casa de sus primos.
Ese día, los pacientes
protestaban porque no los atendía. Solo pude atender a los que estaban en la
agenda de la tarde. Fue un día extenuante; estaba muy cansado. Me fui para la
casa médica, donde me esperaba Miguel. Me dijo: "¿Me acompañas a una
reunión? Tengo una propuesta." Le dije que estaba muy cansado. Me
respondió: "¡Güevón, son negocios! Ya vas a terminar el rural y tienes que
buscar horizontes. Acompáñame."
Finalmente acepté, pero le puse
de condición que no fuera de tomata. Me dijo: "Voy sin Francisco."
Llegamos a las Tapas, y me dijo: "Tomemos una mientras llega el
inversionista." Le pregunté: "¿Pero ¿cuál es el negocio?" Me
dijo: "¿Te acuerdas de Pedro Jalisco? Quiere montar una clínica privada y
me propuso a mí, y me dijo que, si quería, te invitara en la sociedad. A si,
compadre, por plata no te preocupes, que él la pone. Nosotros administramos y
somos socios en partes iguales. ¿Qué te parece?" "¡Excelente, Miguel,
¡gracias por tenerme en cuenta! Tú eres mi amigo, compadre, y te aprecio."
Estábamos hablando cuando
apareció Pedro Jalisco. "Entonces, mis doctores, Miguel, ¿le contaste de
los planes al Dr.?", dijo Pedro. "Sí", respondió Miguel.
"Pues bienvenido a nuestro proyecto." Llamó al mesero y dijo: "Hay
que celebrarlo con altura. Es un gran negocio lo que vamos a hacer, así que
pidamos whisky. Mañana en la mañana nos reuniremos, revisaremos papeles, el
lote donde vamos a construir y dónde vamos a funcionar mientras se termina la
construcción."
Después de un rato, cambiamos de
tema. Me preguntó por Milena. Le comenté lo último que habíamos hablado. Me
dijo que el negocio de la clínica se lo había propuesto a ella y me pidió el
favor de que te incluyera en el proyecto. "Creo que es el momento de que
seamos buenos amigos, ahora que vamos a ser socios", dijo Pedro. "Mi
Dr., no me digas doctor, dígame, Guillermo, o Gille, y cuenta conmigo."
"Pedro, el fin de semana tengo una fiesta en una pequeña villa que compré
cerca al pueblo y la voy a inaugurar. Así que están invitados." "Pues
cuente con nosotros", dijo Miguel.
Luego de dos horas de
conversaciones de negocios, aparecieron unas amigas de Miguel que se sentaron
en la mesa. Al amanecer, Pedro Jalisco y Miguel se fueron con sus amigas. La
chica que bailaba conmigo se quedó y me dijo: "¿No me vas a llevar a la
casa médica?" Le dije que no, y le respondí: "La llevaré a su
casa." Me dijo: "¿Eres maricón?" Le respondí: "No es eso,
es que no siento nada por ti."
Amanecí con una resaca terrible.
Fui a trabajar por pura obligación. La consulta estaba llena; las auxiliares de
enfermería preguntaban por el doctor Miguel, ya que era su última semana.
La siguiente ingresaba Amalia,
quien estaba en el proceso de inducción con Andrea, una mujer trabajadora,
comprometida con la institución y que gozaba del aprecio de la comunidad. Pero
lo que le faltaba en estatura, le sobraba en temperamento cuando le sacaban el
mal genio.
La semana transcurrió sin
novedades. Estaba un poco agotado por la sobrecarga laboral, con la cabeza
llena de fantasías por el proyecto de la clínica. Mi tiempo en el centro de
salud se agotaba
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