De amores perdidos y otras cosas capitulo I

 

 







                                     

 

                                

 De amores perdidos

                 Y

        otras cosas

                                      

 

                                           Autor: Juan Manuel Naranjo Vargas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Preámbulo

Con el paso del tiempo, la vida nos enseña que cada experiencia trae consigo una enseñanza y cada encuentro deja una huella. Perdemos la fuerza física, fortunas y objetos; nos despedimos de amigos, amores y sueños que alguna vez parecieron eternos. Sin embargo, también ganamos la riqueza intangible de la experiencia, la resiliencia de aprender a soltar, y la sabiduría de entender que la existencia es un delicado equilibrio entre lo efímero y lo eterno.

La vida, como un río, nos arrastra entre remolinos de emociones: el júbilo de las victorias, el duelo por las despedidas y la serenidad de los instantes compartidos. En los pueblos remotos, donde la rutina se mezcla con la incertidumbre, la intensidad de los sentimientos se vive al máximo. Allí, los amores prohibidos aparecen en el horizonte como estrellas fugases, mientras los anhelos de un futuro mejor luchan por sobreponerse a los límites de la realidad.

La historia de nuestras vidas está tejida con encuentros y desencuentros, con memorias que nos devuelven a las noches en las que las risas resonaron como promesas, o a los amaneceres que nos sorprendieron llorando en soledad. Es en estos momentos donde el amor, la nostalgia y la esperanza se entrelazan, recordándonos que incluso en la pérdida es grande el aprendizaje.

En estas páginas, exploraremos el latir de un corazón que se enfrenta a las paradojas de la vida: el deseo de permanecer en lo conocido y el anhelo de alcanzar lo desconocido; la felicidad compartida y el inevitable adiós. Es un viaje por los territorios de lo cotidiano y lo extraordinario, donde los amores perdidos y otras cosas conforman el mapa emocional que nos guía en esta travesía llamada vida.

Esta obra nos invita a recorrer un camino de emociones profundas, desde los abrazos que contienen promesas hasta los silencios que hablan de despedidas. Nos lleva a adentrarnos en el latir de pequeños pueblos donde la esperanza se mezcla con el abandono, donde el amor se vive con la intensidad de quien sabe que el tiempo es breve, y donde cada paso nos acerca más a la comprensión de lo que significa estar vivos.

En los rincones olvidados de la geografía, donde la vida cotidiana se enfrenta a las adversidades de lo remoto, surgen historias que entrelazan los anhelos de escapar con el arraigo de lo vivido. Allí, los amores nacen como flores silvestres: libres e intensos, resistiendo a los vendavales del destino. Es en estos escenarios donde los deseos de grandeza chocan con las durezas de la realidad, y donde el deseo de trascender se enfrenta al peso de las raíces.

"De amores perdidos y otras cosas" no solo es un relato de vivencias, sino una exploración de las dualidades de la existencia. Nos recuerda que, aunque la vida pueda ser una serie de partidas y llegadas, lo que queda en el corazón son las memorias y los aprendizajes que nos acompañan. Es una invitación a valorar el momento, a comprender lo complejo y, sobre todo, a vivir plenamente, aun sabiendo que el cielo siempre será un anhelo distante.

 

    

             DE SAN JACINTO

 

                A LAS NUBES

                           Y

       

             DE LAS NUBES

 

                 AL CIELO

 

 

 

 

 

 Capítulo I

DE SAN JACINTO A LAS NUBES Y DE LAS NUBES AL CIELO

En la mañana del lunes 25 de enero de 1999, llegué a San Jacinto, después de hora y media de vuelo desde Villavicencio, en un viejo DC3 de carga que más bien parecía una chiva. La pista donde aterrizó el avión no tenía pavimento, simplemente el suelo rojizo y duro. Las personas esperaban que se apagara el avión para acercarse a recibir sus encomiendas y a los pasajeros. Era la primera vez que me enfrentaba al mundo, solo, en tan lejana e inhóspita región, lejos del calor de mi familia y de los arrullos de mi novia.

Confundido entre mis recuerdos, con miedo al iniciar una nueva vida, de repente alguien gritó:

—¿Quién es el doctor que viene de la capital?

Supe que era a mí a quien buscaba. Era un joven menudito, flaco, de gafas, camisa suelta, pantalón arremangado y chanclas, de mirada alegre y aspecto diferente al resto de personas que se encontraban en el lugar.

Le dije:

—Soy yo, ¿qué hubo, mano? Mucho gusto, me llamo Mauricio, soy el bacteriólogo del puesto de salud.

—¿Cómo te llamas?

—Guillermo Grosso Valencia.

—¿De dónde eres, compadre?

—De Yopal.

—¿De dónde?

—De Yopal, Casanare.

—¿Y qué vienes a hacer por aquí?

—Pues lo mismo que tú, me imagino, que estás haciendo: el rural.

—¡Sí!

Caminando por la única, amplia y polvorienta calle del pueblo, nos fuimos alejando del avión. Al llegar al extremo de la calle, pude observar algo que parecía una casa abandonada, que resultó ser el centro de salud donde pasaría los próximos doce meses. Me causó frustración observar el abandono, pero en medio de mi desconcierto apareció el bullicio de la gente. Era la recepción de bienvenida que me daba el médico, la auxiliar de enfermería, la odontóloga, la enfermera jefa, el auxiliar de bacteriología… Fue grato el recibimiento.

El médico me dijo:

—Bienvenido, compadre, mucho gusto. Miguel Abadía, me puedes decir Miguelito. Mira, ella es Milena, la linda del grupo, la odontóloga que va a ser tu compañera. Pero pilas, no te vayas a enredar con ella, que es muy jodida y te puede joder la vida.

Ella soltó una carcajada, luego me presentó a la jefe:

—Esta es la excepción, ya la puedes ver, pero como toda fea es buena gente, se llama Dora. Él es Francisco, el auxiliar de Mauricio, el bacteriólogo que ya lo conoces. Es como medio maricon, pero es muy buena gente. Y Josefa, la auxiliar de enfermería, mi mocita, ¡tronco de culo que tiene! ¿No cierto, Guille?

—Sí, esta querida. Y por ser el nuevón del grupo, estás cordialmente invitado a almorzar por parte de todos tus compañeros.

RECUERDO DE MIS DÍAS DE RURAL

Mi primer día de citas odontológicas pude conocer a mi auxiliar Griselda Fonseca, mujer curtida por los años, de apariencia agria pero agradable al trato. Esa misma mañana conocí a la chica de facturación, joven, alegre, de sonrisa permanente. Y bueno, me encontré con Milena nuevamente, que me llamó a su consultorio para comentarme cómo funcionaba el área de odontología. Ella me explicaba mientras yo fijamente ponía atención a sus comentarios hasta que me dijo:

—Fresco, no te pongas tenso, que la movida es suave aquí, Guille. Ya tú verás. No le des mucha confianza a estas viejas, si no te la montan, en especial Irama, la china de facturación.

Fue un respiro contar con los consejos de Milena, de escuchar su dulce voz, el movimiento de sus carnosos y llamativos labios, la ternura de su mirada, sus grandes y hermosos ojos color miel, su cabello rizado y rubio que le llegaba hasta la cintura. Me alejé de su consultorio, adormecido por su belleza, hasta que me encontré con Irama, quien me dijo:

—Bienvenido, doctor, estoy para servirle en lo que usted necesite. Espero contar con su amistad. No tenemos paciente sino hasta en una hora. Si quiere, le puedo dar un recorrido por el centro de salud.

De pronto, Griselda interrumpió:

—Niña, no seas intensa con el doctor, que él debe tener novia.

Irama le contestó:

—¿Acaso no puedo ser amable con nuestro nuevo jefe?

Yo le respondí:

—Bueno, la acompañé a conocer y a ubicarme en el centro de salud. Las instalaciones son muy viejas.

—Como Griselda respondió: —Irama, pero son las mejores del pueblo y no hay más.

Pude observar que hacía muchos años que por allí no corría una gota de pintura y mucho menos cemento por los huecos del piso. El deterioro que observé fue el de un hospital de guerra, con amplios ventanales, puertas envejecidas, carteleras a punto de caer con afiches de promoción de la salud de los años de "upa". A pesar de las condiciones, la gente se sentía feliz en su abandono. En medio de estos momentos de meditación, Irama me interrumpió diciéndome:

—Cierto, ¿qué es bonito?

Yo le dije:

—Sí, claro.

Me invitó a tomar un tinto a la cafetería. Llegamos, y me saludaron de manera respetuosa y efusiva las chicas de la cafetería. Me dijeron:

—¿Qué se le ofrece, doctor?

Les dije:

—Dos tintos.

—¿Algo más?

—No, gracias.

Me alejé a una de las mesas con mi auxiliar de facturación.

Ella empezó a contarme de las condiciones del clima, que de pronto me sentaría duro, que allí llovía de abril a noviembre y hacía verano de diciembre a marzo. Le comenté que de donde yo venía también era así el clima.

—Qué bueno, porque no ibas a sufrir, ya estás acostumbrado al clima —me dijo.

Me agregó:

—Doctor, tiene que tener cuidado con sus comentarios en cuanto a la guerrilla o las autodefensas, porque aquí hay de esos grupos y vienen seguido a llevarse al doctor Miguel y a la jefe.

—Lo otro que debe tener cuidado son las muchachas del pueblo, que en cuanto se enteren de su llegada, van a hacer cola para que usted las atienda, pero mucho cuidado, que lo único que quieren es que usted las preñe para poder salir de este moridero. Pero bueno, doctor, usted no se me vaya a enrollar con la doctora Milena, que tiene muy mala fama aquí, entre nos. Por ahí dicen que tuvo su romance con el alcalde, que en sus días de compensatorios se iban para Villao, comentan que tiene o tenía amores con el notario, pero son simples rumores. Miguel la molesta, pero ella no le para bolas, y él mismo dice: "Esta es una mujer que no la amansa nadie".

—Bueno, mi doctor, ya es hora de ir a atender pacientes. Mi primer paciente fue un humilde campesino que no tenía todos los dientes de la sonrisa, que jamás en su vida había visitado un consultorio odontológico. Con el temor de su primera cita, le pregunté qué le pasaba, me dijo que quería que le sacara una muela que le estaba doliendo, y así fue. Ese día, al finalizar la tarde, me fui para la casa médica, que estaba en una de las esquinas del lote del centro de salud, rodeada de maleza, con seis alcobas, sala, comedor, cocina. Se contaban con algunas comodidades, como el aire acondicionado, televisión y nevera. Allí, cada cual tenía su cuarto con baño privado y closet. Me encontré con Miguel, Dora, Milena y Mauricio en la sala.

Miguel me dijo:

—¡Qué tal el día! ¿Cómo te fue con las viejas y los pacientes?

Le dije:

—Bien.

Luego me preguntó:

—¿Si quería ver televisión?

Le dije que sí, me aclaró que solo contábamos con un solo canal de televisión, borroso y a medias, pero algo se veía.

Luego, las chicas preguntaron si tenía novia, Mauricio que de dónde era y otros apartes de mi vida personal y académica, preguntaron por Bogotá, que cómo estaba la ciudad. Fue placentera la tertulia esa noche.

LAS COLEGIALAS

Dicho y hecho. Transcurrida una semana, por fin encontré mi agenda ocupada toda la tarde. Me pareció curioso; Griselda e Irama se sonreían. Yo no entendía por qué. Simplemente empecé a notar que todos mis pacientes eran mujeres jóvenes que cursaban grado décimo o once en el colegio femenino de las Carmelitas. Recordé el comentario de Irama sobre las muchachas del pueblo. Esa semana me la pasé todas las tardes atendiendo a las jóvenes del colegio, recibiendo invitaciones a tomar té helado o algo frío, según ellas. Me dejaron algunas sus números de teléfono o la dirección donde vivían, por si quería pasar por allí a visitarlas o invitarlas a rumbear. Me pareció simpático y, a la vez, pintoresco.

La mayoría de las chicas eran de piel canela, delgadas, con bellas sonrisas, ojos grandes y negros, de estatura mediana y cuerpos contorneados. La mayoría de sus familias eran muy humildes.

El recorrido de las adolescentes en el centro de salud incluía odontología, medicina y laboratorio. Luego de algunas semanas, algunos de estos hombres caerían seducidos por sus encantos, por la soledad o por el mal de vereda.

Miguel, el don Juan del centro de salud, solía tener varios romances al mismo tiempo con las colegialas. A todas les prometía amor eterno y que, tan pronto terminara su año de servicio social obligatorio, las llevaría a la capital. Eso sí, bajo una promesa: no contarle a ninguna de sus amigas sobre su noviazgo. Más temprano que tarde, se comentaban entre ellas su romance con el médico, lo que terminaba en una pelea de adolescentes en el corredor o en la sala de espera de los pacientes de medicina.

La directora del centro de salud no hacía ningún comentario sobre los bochornosos espectáculos de lucha libre de las colegialas, por miedo a perder al único médico del pueblo. Las muchachas aspiraban a conquistar a alguno de los profesionales del centro de salud para soñar con salir de San Jacinto. Muchas renegaban del pueblo, que solo tenía cantinas en cada esquina, donde los empleados de las palmeras se divertían jugando billar, tejo o simplemente hablando del prójimo. Lo que aspiraban era irse para Villavicencio o Bogotá, conocer el mundo y las grandes ciudades, porque ser mujer de un jornalero del palmar ni de vainas; escasamente hacen lo del diario. Eso es para aguantar hambre.

Pero la realidad era otra. Muy poquitas lograban continuar sus estudios. Las que lograban salir del pueblo eran porque sus familias eran acaudaladas, por lo general hijas de comerciantes, agricultores y ganaderos. Las demás tendrían que conformarse con un jornalero del palmar o andar de mano en mano, como dicen por acá, de amores con los ingenieros del palmar, los doctores del centro de salud o como mocita de un paramilitar. Las expectativas no eran muchas o terminaban en un prostíbulo en Villavicencio.

Otras muchachas, por iniciativa propia, tomaban la aventura de salir del pequeño pueblo en busca de un mejor futuro en una de las grandes ciudades. Algunas lo lograban con mucho esfuerzo.

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MI RUTINA

Desde mi llegada, los días han sido tranquilos. Atiendo entre treinta y cuarenta pacientes a la semana, lo cual es muy baja la consulta. Carezco de instrumental adecuado y suficiente, lo mismo que de insumos. Hay días que me siento subutilizado. Lo único que me queda es esperar el fin de semana para recibir alguna invitación por parte del alcalde o algún miembro de la comunidad a un asado o fiesta veredal, donde seremos bien recibidos con comida y bebida, en la mayoría de los casos gratis.

Los viernes en la noche salíamos en grupo para el bar "LAS TAPAS". El grupo era encabezado por Miguel, que como buen costeño era bullanguero. Allí nos esperaba Borman, el dueño del bar de mayor reconocimiento de San Jacinto, frecuentado por funcionarios de la alcaldía, juzgado, notaría y la alta sociedad del pueblo. Contaba con excelente música, desde electrónica hasta llanera, era un crossover. Siempre me ha gustado la música pop, así que me dirigí al computador, seleccioné la música, y muchas de esas canciones me hacían recordar los bares cerca de la universidad, a mi novia, que desde mi llegada solo era un vago recuerdo.

Nunca me ha gustado el licor, así que pedí al mesero una cerveza mientras seguía mi rutina de seleccionar canciones. De pronto, una suave voz me dijo: "Dale click a esa, sí, a mí también me gusta". Le respondí: "Déjame ver qué has escogido". Miró de arriba abajo y dijo: "Está súper, me gusta. ¿Me invitas a una cerveza?". La sentí diferente; desde mi llegada hasta ese día, Milena había sido distante. A veces hablábamos cosas puramente técnicas y laborales. Llegué a pensar que no le despertaba ningún interés.

Pero esa noche, la luna y los astros se alinearon de tal manera que mi vida, desde ese día, estaría ligada a ella. Esa noche reímos hasta de lo más estúpido. Sentí que la conocía hacía mucho tiempo. Después de unas horas de estar en el bar, nos fuimos en la moto de los técnicos de salud, abandonando al grupo. Me invitó al mirador, que estaba ubicado al final de la meseta del pueblo. Desde allí se podía observar el paisaje de sabana y el choque con la selva. A pesar de que la noche estaba iluminada por la luna, el lugar era hermoso, con unos kioscos de palma y sillas de concreto.

Esa noche la cobijé con mis brazos. Yo pensaba que ella estaba ebria, pero no. Me contó sobre su vida, sobre sus padres, que era hija única, que siempre había soñado con internarse en un pueblo lejano, lejos de las comodidades de la ciudad, vivir la aventura que da la selva y gozársela para, algún día, salir corriendo. "Mi sueño es vivir en Estados Unidos", le dije. "Estás lejos", respondió. "He estado ahorrando para irme. Tan pronto reúna el dinero, me iré, legal o ilegal, el hecho es que quiero vivir ese sueño."

Después de unas horas de sentir el frío de la madrugada, de besarnos y fundirnos en abrazos, regresamos a la casa médica. Me invitó a su alcoba y me dijo: "Vamos a dormir juntos, pero esta noche no pasará nada, prométemelo". Le respondí que sí. Dormimos lo que quedaba de la noche.

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A medida que fueron pasando los días, mi relación con Milena se fue estrechando más. Ya no nos llamábamos por nuestros nombres, sino que los abreviábamos de forma cariñosa. Las conversaciones se volvieron extensas, filosóficas e intelectuales, llenas de carcajadas por todas las estupideces banales y superficiales que decíamos. Perdimos la seriedad y se volvieron divertidas.

Durábamos hasta altas horas de la noche, ella en su pijama color rosa, con pantalón largo y conejos estampados, y yo con mis pantalonetas y camiseta. Así pasaron los días, entre cortejos y coqueteos. La noche se convirtió en cómplice de unos amantes apasionados y enamorados que, durante el día, se comportaban como desconocidos. El sofá de la sala principal se convirtió en testigo de nuestro idilio.

Los demás ya casi no permanecían en la casa hospitalaria o pasaban directo a sus habitaciones, cansados de sus rutinas. Miguel y Mauricio hacían de las suyas en el pueblo, tomando y gozando con las colegialas. Nos dábamos cuenta de sus aventuras por los susurros y gemidos de pasión provenientes de sus habitaciones.

La complicidad se compartía al otro día con una sonrisa burlona y algún llamado al orden por parte de Dora. Los días transcurrían lentamente y eran mucho más lentos cuando no se contaba con material médico odontológico en el centro de salud, porque no se podían atender pacientes o se les pedía que los compraran en la farmacia del pueblo.

La única diversión entre el grupo de profesionales y técnicos era jugar cartas y parques. Cuando se volvía a contar con materiales, las filas eran monumentales en el centro de salud, pero no pasaban más de una semana y volvía todo a la normalidad.

Con el inicio de la temporada de lluvias, llegó la noticia de las brigadas de salud sobre el río Guayabero. La directora del centro de salud nos comunicó que esa semana llegaría un nuevo médico que iría para las brigadas y que uno de los dos odontólogos lo acompañaría.

Me causó sorpresa la noticia, el hecho de alejarme de mi Mile. En la noche, nos arrunchamos en el sofá de la sala, tratamos de evitar el tema, pero era inevitable decidir quién iría. Yo pensaba anticiparme y decirle que iría, teniendo en cuenta las condiciones hostiles del área rural por la presencia de grupos al margen de la ley, el clima y otros factores. Me iría a la brigada con el nuevo médico. Estaba enredado entre mis pensamientos y en cómo le decía, cuando ella me soltó el bombazo de que ella iría.

Quedé atónito ante tal decisión inesperada. Traté de convencerla con todos mis argumentos, pero me fue imposible hacerla desistir.

El recorrido por el río Guayabero duraría máximo tres meses y mínimo un mes, dependiendo de las condiciones de orden público, clima y otras eventualidades. El objetivo de la brigada es brindarle atención en salud a las comunidades indígenas y campesinas apostadas a las orillas del río. El grupo estaría liderado por el médico, odontólogo, enfermera jefe, vacunador, auxiliar de odontología y auxiliar de enfermería.

El primer lunes de abril, en la mañana, aterrizó en el primer y único vuelo de la semana el DC3 proveniente de Villavicencio, donde llegó el médico. Todos estábamos preparados para recibir a un hombre, pero cuando Mauricio preguntaba: “¡Vengo por el doctor!” entre la muchedumbre en la pista, esperando que descendieran los pasajeros del viejo avión, apareció una mujer menudita, delgada, de busto prominente, joven, con aspecto de hippie, de mochila al hombro, pañoleta en la cabeza, camiseta floreada y tatuaje multicolor que iniciaba en la parte alta del brazo y terminaba en la muñeca.

Era un evento la llegada de un nuevo miembro en el centro de salud, así que hubo fiesta y francachela. Andrea resultó una persona extrovertida, alegre y muy divertida; nos contó todos los avances de la vida moderna en la gran ciudad. Fue una gran sorpresa la llegada de Andrea porque todos esperábamos a un hombre.

Al siguiente día, la directora nos convocó a una reunión en su oficina para definir el grupo de la brigada y ultimar detalles. Rebeca Linares, la directora, era oriunda de San Jacinto, hija de un acaudalado ganadero. Ella se caracterizaba por ser una mujer sin carácter, sin capacidad para tomar decisiones y, en especial, con los profesionales del centro de salud, por miedo a perderlos. Era muy difícil que alguien cuerdo tomara la decisión de irse a ese apartado rincón de la humanidad, dominado por las inclemencias. Ella me preguntó si iría a la brigada, y Milena la interrumpió diciendo: “No iré yo”. Miguel se ofreció a ir para contar con la presencia de un hombre más. En la reunión se definió el personal y los temas logísticos: alimentación, combustible y suministros médicos. Se fijó como fecha de salida el diez de abril. La reunión se dio por terminada, después de media hora.

Esa noche, después de compartir un buen rato con el grupo en la sala de la casa médica, y en especial escuchando a Andrea, nos dispusimos a irnos a la cama dándonos el saludo de buenas noches, cuando Milena, con un guiño, me llamó a su habitación.

Llegó el día de salida de la brigada. Fuimos todos los profesionales del centro de salud, a las cinco de la mañana, a acompañar al grupo de compañeros que se disponían a partir por un mes por el río Guayabero. Estuvimos en el puerto hasta que perdimos de vista la embarcación en el horizonte.

Con un sentimiento de tristeza, regresé al puesto de salud, pensando en ella, si estaría un mes, dos o tres. La consulta estuvo durante todo el día llena, sin tiempo de hablar con los demás. En la noche, cuando regresamos a la casa médica, se sintió el vacío de Milena, como de Guillermo. Me sentí huérfano de cariño, sin ganas de hablar con Andrea, que veía televisión en compañía de Dora. Mauricio, como de costumbre, se encontraba tomando en el pueblo, haciendo de las suyas con las colegialas y bebiendo en el bar Las Tapas, que era su oficina, en compañía de su fiel auxiliar y compañero de parranda, Francisco.

Las lluvias llegaron con una fuerte intensidad; parecía que se hubiese roto una fuente en el cielo y no paraba de llover durante todo el día y la noche. Se detenía un día y volvía con mayor intensidad. Las lluvias hicieron que la consulta se redujera considerablemente. Con tanto tiempo libre, nos dedicamos a jugar parques y cartas durante el día. Los días eran lentos, oscuros y fríos.

Pasó casi un mes para recibir las primeras noticias de la brigada de salud, por parte de la Armada Nacional, que los había encontrado varados en la ribera del río, cerca de Puerto Concordia, y los había remolcado hasta allí, a espera de solucionar los problemas mecánicos. Los militares entregaron las cartas que enviaron a la directora del puesto de salud. La directora me hizo entrega de una de ellas, que venía a mi nombre.

RELATOS DE LA BRIGADA DE SALUD SOBRE EL RÍO GUAYABERO

Milena me describía su aventura sobre el río Guayabero como la niña que la llevan por primera vez al zoológico. Ella se sentía en un safari por la Orinoquia, describiéndome un sin número de aves, monos, fieras salvajes y caimanes que observaba desde la embarcación que los transportaba, la cual estaba acondicionada como unidad móvil de salud fluvial, que había sido donada y acondicionada por una embajada para atender la población ribereña, indígenas y colonos.

Los primeros días llegaron a caseríos indígenas ubicados a seis horas de San Jacinto, donde brindaron atención médica y odontológica, suministraron medicamentos y vacunaron algunos niños de la comunidad.

En esta primera parte, duraron ocho días debido a las crecientes del río. Luego, continuaron su recorrido hacia Matelarga, un pequeño caserío poblado por colonos oriundos de diferentes regiones del país. La comunidad los esperaba ansiosos porque los servicios de salud rara vez llegan a estos lugares. Después de días de solo comer pescado, cambiaron el menú por gallina. Allí conoció a Pedro Jalisco, el dueño del Home Center de la selva. Podías comprar desde un motor fuera de borda, una puntilla, hasta un fusil AK47, R15 y munición. Un completo mercader, hombre de amplia sonrisa, buen humor, calidez y amplias atenciones con el grupo de salud. Durante los días que estuvo la brigada, hizo presencia la guerrilla de las FARC, del Frente Cuarenta y Cuatro. Nos solicitaron que nos presentáramos, pidieron documentos y solicitaron atención para sus tropas. En la noche, fueron invitados a una fiesta organizada por el comandante Manba, quien llamaba la atención por su cicatriz en el arco superciliar derecho y párpado caído. La imagen de un hombre cruel, que intimida con su mirada, aterró al grupo de salud, que tomó como una orden su invitación.

El grupo de salud llegó a la fiesta sobre las ocho de la noche. Fue recibido por Pedro Jalisco, con su amabilidad y cortesía, quien les ofreció whisky y hielo en medio de la selva, y los llevó a la mesa principal donde estaba Mamba, que solo permitió la presencia en la mesa de Miguel y Milena. La fiesta estaba amenizada por un grupo de música popular que cantaba corridos prohibidos dedicados a Mamba y sus cabecillas, y al final terminó con un grupo vallenato. Al regresar a la embarcación, notó que Leticia, su auxiliar, que compartía cuarto, no estaba y llegó al amanecer.

Rumbo a Puerto Concordia, durante este recorrido, sufrió una avería mecánica la embarcación y duró un día esperando el auxilio de la Armada Nacional, que los remolcó a la base fluvial para prestarle asistencia mecánica.

De sus primeras cartas hasta su regreso, nunca me demostró sentimientos de dolor por nuestra ausencia. Sentí como si hubiese sido algo pasajero o fugaz, sin importancia nuestra relación, o quizás no le importaba.

Segunda carta del río Guayabero

El punto más distante contemplado a visitar por la brigada era Puerto Cachicamo, donde había presencia tanto de guerrilla como de autodefensas. Después de un mes y diez días, llegaron al lugar superando dificultades técnicas y climáticas. Durante el recorrido, se podía observar que en los asentamientos de colonos la presencia de hombres era de diez a uno en relación con las mujeres.

La moneda y la economía giraban en torno a la base de coca. Los días eran calurosos y el bochorno de la humedad era alto. Mientras la embarcación se desplazaba por el río, el grupo de salud se entretenía jugando cartas o parques. La tripulación de la embarcación mantenía cierta distancia con el grupo de salud, en especial con el médico y la odontóloga, a quienes se dirigían con mucho respeto y admiración.

El indio Canai, muy conocido en la región y apreciado por la comunidad, llevaba 20 años trabajando como vacunador. Era un hombre de baja estatura, de piel morena, servicial y siempre atento a colaborar con las tres mujeres del grupo. La auxiliar de enfermería, Aminta, era su primera experiencia por el río. Nació en San Jacinto, pero se crió en Villavicencio; siempre se mostraba temerosa e insegura. Miguel la vivía molestando a su manera para relajarla. La situación sobre el río era intimidante, desde el aullido de los monos, los cantos de chenchenas, paujiles y guacharacas, hasta la presencia de grupos armados. Por otro lado, Leticia, la auxiliar de odontología, manifestaba que esto era lo que más disfrutaba de trabajar en salud: servirle a los más necesitados. Se veía muy feliz describiendo cada uno de los lugares donde había vivido de niña, y constantemente charlaba con los miembros de la tripulación de la embarcación.

El indio Canai se refería a ella como una mujer de ropas ligeras, que se acostaba con el primer hombre que le gustaba, que era amante de Manba y había sido mujer de Pedro Jalisco. Ella físicamente no parecía ser de la región, por su piel blanca, ojos verdes claros, nariz perfilada, rasgos finos, delgada y de baja estatura. Con las referencias del indio Canai sobre Leticia, Miguel desde el primer día la evitaba, aunque ella actuaba con melosería con él.

Al llegar a Puerto Cachicamo, el recibimiento fue con pólvora y música de las cantinas del caserío, y con la respectiva fiesta de las autoridades locales, la autodefensa. La sensación en el ambiente era algo hostil, ya que pocos meses antes habían desplazado a la guerrilla del lugar. El comandante lo apodaban "El Gringo" por su aspecto: alto, rubio, de ojos azules; parecía más un explorador europeo que un paramilitar.

Ese día solo se atendieron miembros de la autodefensa, la mayoría con malaria. La bodega estaba atestada de quinina y cloroquina. La mayoría de los pacientes llegaban moribundos, con una palidez sepulcral que aterraba, pero mientras unos morían, otros bailaban, cantaban y tomaban. Miguel atendía con Aminta en un pabellón de guerra hecho por los paramilitares a los enfermos de malaria y pedía ayuda a Milena y al resto del grupo. Algunos de los pacientes morirían allí, durante los días que estuvo la brigada de salud. Miguel solo le entregaba los medicamentos al enfermero de los paramilitares y la fórmula para cada paciente. Visitaba en las mañanas las matas de monte alrededor del caserío, donde en hamacas agonizaban algunos jóvenes o esperaban sobrevivir a la enfermedad con el tratamiento del doctor.

La mayoría del grupo de salud manifestaba su temor a enfermar por la zancudada presente en el lugar, que era mayor que en los otros lugares visitados. Miguel recomendó usar, todo el tiempo, ropas largas impregnadas de repelente y evitar salir de noche de la embarcación. Sin embargo, Leticia salía a tomarse unas cervezas o unos amarillitos con el comandante El Gringo y regresaba a la madrugada. La brigada estuvo diez días allí y luego inició su retorno a San Jacinto, con su respectiva parada en cada uno de los puntos visitados.

 

Carta #3

De nuevo en Puerto Concordia, allí representaba la institucionalidad. Había presencia de la Armada, un helipuerto, lanchas rápidas artilladas (pirañas), billares y cantinas, soldados con chalecos antibalas apostados en cada esquina, protegidos por trincheras. También se veía la presencia de comunidades indígenas, numerosas, deambulando por el pueblo en busca de dulces y globos inflables en la unidad móvil fluvial de salud. Los colonos, gente en busca de oportunidades, sumidos en la pobreza, pero con la esperanza de encontrar fortuna con la coca.

Allí, la atención de pacientes fue tranquila, sin las angustias de lidiar con la muerte ni con el miedo de contraer la enfermedad. La mayoría de los pacientes eran indígenas, algunos colonos y miembros de la Armada Nacional.

Leticia, como siempre parrandera, sugirió que saliéramos a tomar algo a la cantina "El Portal", que allí ponían buena música. Miguel, que era un hombre parrandero, actuaba con prudencia. Inicialmente dijo que no, pero finalmente aceptó, pero con la condición de que todos fuéramos. El sitio estaba lleno de miembros de la Armada y algunos colonos, dueños de cocinas cocaleras. Como siempre, Leticia llamaba la atención hasta que llegó a nuestra mesa el comandante de la Armada en Concordia, el capitán Farinas, quien se presentó e invitó a bailar a Leticia. Solo la volvimos a ver al otro día. Durante la madrugada, el grupo de salud regresó a la unidad móvil fluvial.

Después de diez días en Concordia, continuamos nuestro regreso con una parada en Matelarga, donde la situación era algo tensa por la presencia de Manba.

DOS MESES Y DOS DÍAS SOBRE EL RÍO GUAYABERO

Fueron dos días de trayecto en el buque, que se desplazaba lentamente a contracorriente para llegar a Matelarga. Al llegar, solo nos salieron a recibir colonos e indígenas. No se sintió la presencia de la guerrilla. Ese día volvió a aparecer Pedro Jalisco, con la cordialidad y buena vibra que irradiaba. Invitó a todo el grupo del buque de salud a almorzar, y fue un alivio cambiar el menú, porque el pescado ya nos tenía cansados. Nos ofreció un suculento sancocho de gallina, cuyas presas parecían de pavo, cerveza fría y televisión satelital. Todas las comodidades de la vida moderna en medio de la selva.

Matelarga era una inmensa isla en medio del río Guayabero, con un pequeño caserío del mismo nombre, que funcionaba como centro de provisiones para la guerra. Multi Center, la ferretería de Jalisco, sorprendía, porque ni en San Jacinto había una con igual surtido. La arquitectura de la fachada en madera se asemejaba a una tienda de camino de una película gringa. Llamaba la atención. Él simplemente decía: "Soy un inversionista que cree en la región". Cuando tomó confianza, empezó a hablar de su experiencia en el mundo, del tiempo que vivió en el exterior. Sus modales y su expresión corporal denotaban una alta formación educativa. Leticia mostraba desinterés por la conversación que sostenía con Miguel y Milena. Ella decía: "Él y sus embustes. Es un encantador de serpientes, negocia con todos y es amigo de todo el mundo".

Para el quinto día, nos disponíamos a partir cuando apareció Manba con su tropa y dijo que el grupo de salud se iba cuando él lo dijera. Miguel, de manera respetuosa, le explicó los argumentos de la partida, pero no lo permitieron, así que ahora estábamos sujetos a las órdenes de Manba.

El grupo se dispuso a seguir atendiendo en Matelarga a miembros de la guerrilla. La mayoría pasaban al médico por enfermedades generales y odontología. El día fue extenuante debido al gran número de insurgentes atendidos, la mayoría jóvenes adolescentes y unas pocas chicas, todos muy silenciosos. Algunos con uniforme militar, otros de civil, pero con fusil. Matelarga era un paraíso de tranquilidad para ellos, porque ni la Armada ni la autodefensa se atrevían a llegar allí. Era un punto de control estratégico de la guerrilla para sus negocios de narcotráfico. La moneda allí era la pasta de coca y los dólares americanos.

Esa noche, Manba invitó a una fiesta al grupo de la brigada de salud. La mayoría de los invitados eran miembros de la insurgencia y, por supuesto, Pedro Jalisco. La fiesta la hicieron en un gran caney comunitario, y la música era vallenato y música popular o de despecho. A Manba no se le conocía una buena cara y, desde que llegó, se le notaba más mal encarado que de costumbre.

Al llegar a la fiesta, Manba invitó a bailar a Milena, luego bailó con Aminta y, por último, con Leticia. Al terminar de bailar, la llevó a un rancho junto al caney. La luz era tenue, pero los demás se podían dar cuenta de que discutían. Sin embargo, al final él se fue.

La fiesta continuó y el grupo de salud se mantuvo allí. Milena y Aminta le preguntaron a Leticia si las cosas estaban bien, si no era peligroso por la discusión que había tenido con Manba. Ella dijo que no, "perro que ladra no muerde". Pedro Jalisco dijo que eran arrebatos de Manba, que ya se le pasaría. La fiesta transcurrió. Todos se relajaron, el trago abundaba. Miguel bailaba con Leticia y Aminta, mientras Pedro Jalisco hablaba y cortejaba a Milena. Bailaban por momentos. El resto de los participantes tomaba cerveza y disfrutaba de la fiesta. Como a las dos de la mañana, apareció Manba de manera violenta con varios de sus hombres e irrumpió en la mesa de salud, cogiendo del cabello a Leticia. Él le decía: "Usted es una perra", sacó la pistola que portaba en el cinto. Ella se fue hacia atrás, soltándose el moño de su cabellera y golpeando su cabeza contra la pared del rancho que pegaba con el caney. En ese momento, sonó el estruendo de un tiro de nueve milímetros que se incrustó en la frente de Leticia.

El impacto hizo que su cabeza golpeara nuevamente contra la pared y su cuerpo rebotó, cayendo sobre las piernas de Milena. Todo el mundo salió corriendo, excepto Milena, que quedó petrificada con el cuerpo inmóvil de Leticia en sus piernas, y la sangre que le salía por la boca, nariz y la frente recorría por las piernas de Milena y caía al piso.

La mayoría de los participantes de la fiesta salieron corriendo a una platanera, incluidos los de salud, y fueron regresando. Milena demoró unos minutos en entrar en llanto. Regresó Miguel, le tomó el pulso a Leticia, la retiró de las piernas de Milena, le cerró los ojos y la puso sobre el piso. Solicitó que trajeran una sábana para cubrirla. Miguel mantenía la calma, con los ojos humedecidos en lágrimas. Los demás miembros de la brigada de salud lloraban. Tomaron la decisión de ir al buque y traer una camilla para llevar el cuerpo al buque mientras tomaban una decisión.

El grupo entró en crisis por lo acontecido. Los miembros de la tripulación hablaban de partir tan pronto rayara el sol, pero discutían sobre el tiempo que se demorarían en llegar a San Jacinto. De pronto, volvió a aparecer Pedro Jalisco, quien ofreció una lancha rápida con dos motores para llevar el cuerpo de Leticia a Milena y Miguel. Cuando amaneció, la guerrilla había desaparecido.

Bajaron del buque el cuerpo inerte de Leticia, cubierto en una sábana blanca manchada por su sangre, que las moscas pisoteaban. Milena y Aminta no paraban de llorar. A las seis de la mañana, ya estaba lista la lancha rápida para partir a San Jacinto. Se estimó que en doce horas estarían allí, dijo el operador de la lancha rápida de Pedro Jalisco. Durante el recorrido, el golpeteo de la lancha era fuerte. La brisa sacudía el cabello de las mujeres y movía la sábana que cubría el rostro de Leticia. Miguel se apresuró a atar la sábana para evitar que se siguiera viendo el rostro de Leticia.

Al final de la tarde llegaron a San Jacinto. La noticia ya se conocía allí de la muerte de uno de los miembros de la brigada de salud. Al llegar al puerto, estábamos todos los funcionarios del centro de salud acongojados y tristes por la noticia. También hacía presencia el alcalde, la policía, la fiscalía y los de la funeraria, quienes llevaron el cuerpo al anfiteatro municipal para el levantamiento y autopsia.

Milena, tan pronto como llegó, se abalanzó sobre mí, abrazándome fuerte y atacando a llorar. Miguel también lloraba, y los demás miembros del centro de salud también lo hacían.

Regresamos a la casa esa noche nos reunimos en la sala para rodear a Miguel y Milena, sin preguntas; simplemente nos abrazamos. Después de unas horas de susurros y de darnos ánimo unos a otros, nos fuimos a dormir. Milena me pidió que la dejara quedar en mi habitación.

Al día siguiente, el centro de salud estaba decorado con cintas moradas en señal de luto. La bandera de Colombia a la entrada estaba a media asta. Se alistaban los preparativos para el entierro, que contaría con la participación de la comunidad de San Jacinto y las autoridades eclesiásticas, civiles y militares.

Al final de la tarde se desarrollaron las exequias con una multitudinaria participación de la comunidad, rechazando el atroz asesinato de la funcionaria de salud, que perdió la vida en ejercicio de su labor.

Pasaron varios días para que regresara la normalidad al centro de salud. Durante los días de duelo, todos estuvimos afectados, en especial quienes vivieron el evento.

La directora nos citó a todos a una reunión para manifestarnos su pesar y dolor por la pérdida de Leticia, y para comunicarnos que, por lo que restaba del año, se cancelarían las brigadas fluviales hasta tanto no se garantizara el respeto a la misión médica por parte de los grupos al margen de la ley.

La vida en el centro de salud regresó a su normalidad. Mauricio, Miguel y Francisco seguían su vida de Casanovas en el centro de salud y en el pueblo. Constantemente me invitaban a sus carnavales de fin de semana, pero les huía.

Mi relación con Milena era muy discreta dentro de la institución, pero apasionada en la casa médica. Salíamos en las noches a comer hamburguesas o helados y nos íbamos caminando, tanto de ida como de regreso al hospital. Ella estaba por completar su octavo mes de servicio social obligatorio. Estaba contando sus días para regresar a Bogotá e irse a cumplir su sueño americano de vivir en Nueva York. Yo simplemente la escuchaba; poco hablaba de su familia y le molestaba que le preguntara por ellos.

Un día, después de ir al bar Las Tapas, nos prestaron una moto del hospital y fuimos por segunda vez al mirador de la meseta. Allí, sin estar yo preguntando, me contó que su padre era un coronel de la policía activo, que su madre vivía con él en Cartagena, pero él tenía una amante desde hacía mucho tiempo. Su madre lo sabía, pero lo aceptaba. Sin embargo, ella lo había mandado a la mierda cuando se enteró. No hablaba con su mamá por lo estúpida que le parecía aceptar esa situación y no dejarlo. Me contó que hacía ocho meses no hablaba con ellos.

Esa noche me dijo que no me ilusionara con ella porque pronto se iría, que, si quería, consiguiera otra persona, que este no era su mundo ni el mundo donde ella quisiera realizarse.

Al siguiente día, nos volvió a convocar a reunión Rebeca Linares, la directora del centro de salud, para comentarnos de nuevas brigadas de salud por tierra a un caserío llamado El Madroño, de influencia cocalera, rodeado de plantaciones de palma de aceite y donde la compañía petrolera acababa de descubrir un pozo petrolero. Había una carretera recientemente construida por la multinacional.

Nos presentó al jefe de relaciones con la comunidad de la multinacional, quien manifestó el interés de colaborar con la logística y la intención de construir en el poblado un centro de salud moderno, con la intención de pasar de un centro de salud a hospital el de San Jacinto, como aporte a la comunidad.

La brigada iniciaría la próxima semana; la petrolera pondría camionetas e insumos. Simplemente era solicitar el pedido, y el próximo lunes estaría listo para partir hacia el caserío El Madroño. Después de la presentación del ejecutivo de la multinacional, se fue. La directora nos dijo que quienes se querían ofrecer para la brigada. Milena fue la primera en ofrecerse; Miguel dijo que él ya había estado en la anterior, que lo justo era que fuera Andrea. Yo me ofrecí, pero Milena dijo: "Déjame ir, que a mí me gusta".

Se conformó el grupo que iría una vez al mes por una semana. Esta vez el grupo fue acompañado de la logística de la petrolera y la Armada Nacional. Durante una semana estuve perdido de mis ricitos de oro de ojos color miel. Al regresar, me contó, alarmada, que se había encontrado en El Madroño con Pedro Jalisco, quien era el dueño de la posada donde dormían los funcionarios de la petrolera y el grupo de la brigada, y la mayoría de los vehículos alquilados de la petrolera eran de él. Pero en el caserío, el negocio fuerte era la coca. Me contó que varios pacientes le ofrecieron, como medio de pago, pasta de coca por los tratamientos odontológicos extras, por fuera de horarios de la brigada. Pedro Jalisco se ofreció a comprársela y se la pagaba en dólares. Ella me contaba feliz que su sueño estaba cada día más cerca.

Ella continuó con su rutina de brigadas en El Madroño. Yo seguía con mi consulta en el centro de salud, que día a día incrementaba por el boom petrolero. La petrolera había iniciado trabajos en el lote del centro de salud para construir un hospital moderno en ocho meses.

Los fines de semana se volvieron mis reencuentros con Milena. La casa médica estaba solitaria; el único día ruidoso era el sábado hasta el mediodía, cuando terminaban sus labores los maestros que construían el nuevo hospital de San Jacinto. Ella me relataba su rutina en El Madroño y cómo cambiaba el entorno con la presencia de la petrolera. Se veía progreso, mucha gente haciendo negocios, abriendo restaurantes, posadas, prostíbulos y cantinas que abundaban.

La presencia de la guerrilla se había hecho más fuerte en El Madroño, y en cercanías a San Jacinto lo controlaban las autodefensas. La situación era tensa. La Armada solo se dedicaba a hacer patrullajes en el pueblo y sobre el río Guayabero.

El último mes de Milena le pedí que renunciara a su sueño, que se casara conmigo, que dejara de pensar en una vida de aventurera y pensara en un minuto en lo que sentíamos el uno por el otro. Que no era solo sexo. Más que amantes, éramos un par de enamorados de la vida y de las pequeñas cosas que nos ofrecía la vida en San Jacinto. Como siempre, su respuesta fue un rotundo ¡no! definitivo, que me dejó devastado. Me dijo que yo sabía las reglas desde el principio, que este no era su mundo, que su sueño americano no se lo arrebataba nadie, que por qué no me iba con ella, que eso sí era una buena idea, en lugar de quedarme en ese pueblo. Por un instante lo pensé, finalmente le dije que no. Entonces, me dijo que las reglas estaban claras, dio media vuelta y se dirigió a su alcoba con un gesto de molestia. Decidí no seguirla y me dirigí a mi cuarto con la moral baja y sin ánimos, sintiendo que la perdía.

La mañana siguiente nos encontramos en el restaurante. Se quedó mirándome con una tierna expresión y me hizo un guiño con su ceja invitándome a sentarme junto a ella. Estaba molesto, pero una hermosa sonrisa bastó para desarmar mis resentimientos. Me agarró de la mano, puso su cabeza sobre mi hombro y me dijo: "¿Cómo amaneció mi gruñoncito? ¿Ya te pasó el mal genio?" Me senté junto a ella, apareció Maura con su tono alborotado y dijo: "¿Cómo están mis tortolitos? ¿Qué quieren de desayuno?" Nos tomó el pedido y se alejó mientras continuábamos nuestra conversación.

Regresamos al hospital. Ella me sugirió que habláramos con la directora, Rebeca Linares, y le propusiéramos que lo que restaba del mes no se hiciera más atención odontológica en El Madroño para poder compartir más tiempo. Hablamos con la directora; al principio no quería, pero al final accedió.

Fueron los mejores y más felices días de mi vida rural. Me dediqué a compartir mis días y noches con ella, a sabiendas de que el desenlace iba a ser doloroso, hasta que llegó el desolador día. Se organizó una fiesta de despedida con la participación de los funcionarios del centro de salud, los directivos de la multinacional y amigos de la alcaldía de San Jacinto, entre ellos el alcalde, y entre otros invitados que me llamó la atención, estaba Pedro Jalisco. La fiesta se organizó en la discoteca Las Tapas, fue un evento privado. Había conjunto vallenato y conjunto de música norteña.

Fue todo un evento la despedida de Milena. Ese día me di cuenta del aprecio que le tenían los directivos de la multinacional petrolera y Pedro Jalisco, quien llegó a la fiesta con el comandante de la policía y el de la armada, que venían de civil. Esa noche fue la primera vez que vi a Pedro Jalisco, quien al presentarse me dijo: "¿Conque tú eres el afortunado que se robó el corazón de esta hermosura me saludó con un gran abrazo, con su tono fuerte al hablar y con una carcajada estruendosa? Me pareció carismático y agradable. El whisky abundaba, y Miguel, Francisco y Mauricio se sentían en el paraíso.

Rebeca Linares tomó la vocería por el centro de salud, dio unas palabras de agradecimiento y le entregó una placa de reconocimiento por su labor, valor y entrega con la institución. Los mismo hicieron los petroleros y Pedro Jalisco. Por último, hablaron sus compañeros, y fui el último en intervenir, expresándole mis mejores deseos en su nueva aventura y contándole a los presentes mis infructuosos intentos de hacerla desistir de su proyecto. Por último, habló ella. Se expresó muy bonito, no era de discursos, pero ese día le fluyeron las palabras. Y me invitó a seguirla en su aventura. Cuando terminó, una gruesa lágrima recorrió su mejilla, se dirigió hacia mí, me abrazó y me dijo al oído que me amaba. Le respondí: "Yo a ti." Esa noche le dediqué la canción de los amores imposibles y eternos de Miguel Bosé: "Te amaré."

Regresamos a la madrugada a la casa médica para dormir un rato, porque para lo que restaba del día estaba programada una "mamona a la llanera" en la finca del alcalde. A las 11 a.m. apareció Pedro Jalisco, quien había quedado de recogernos para ir a la finca del alcalde. Yo estaba listo, pero Milena y el resto de las mujeres no, así que aproveché para conversar con Pedro Jalisco, quien se desbordaba en elogios para Milena. Me dijo: "Esa mujer es una joya, tú sí tienes suerte, pero la dejas ir." Le dije: "Ella es muy terca y eso es lo que ella quiere vivir, y entre mis proyectos no está irme a vivir en el exterior." Al fin estuvieron listas las chicas, nos fuimos en la camioneta de Jalisco, una Toyota burbuja de vidrios oscuros que sobresalía por encima de los humildes vehículos que se movilizaban por las calles polvorientas de San Jacinto.

La finca del alcalde era una hermosa propiedad con piscina, sala de billar, mesa de ping-pong, un gran caney donde estaban los mismos invitados de la noche anterior. El licor abundaba, me ofrecían, pero trataba de tomar con moderación. La fiesta duró ese sábado, el domingo y el lunes. El lunes llegaba el único vuelo de la semana, que posiblemente traería al reemplazo de Milena y la llevaría de vuelta a Villao para continuar su viaje a su natal Bogotá.

El lunes fuimos el grupo de profesionales del centro de salud, y allí llegó Pedro Jalisco a despedirla. Ese día fue melancólico y doloroso. Las chicas lloraban. Mauricio, Miguel y Francisco estaban con los ojos llorosos. Miguel decía: "No joda, es que uno les coge aprecio a los amigos."

Sobre las 10 a.m. llegó el viejo DC3. Recordé el primer día cuando, con un alarido, Mauricio dijo: "¿Quién es el doctor que viene para el centro de salud?" Mientras bajaban los pasajeros del avión, esperamos a que terminaran de bajar y nadie respondió. "Mierda", dijo Miguel, "no le consiguieron reemplazo a la princesita."

Ella se subió al avión, mandándonos besos y diciéndonos lo mucho que quería al grupo. Estuvimos en la pista hasta que el avión despegó. Ese día sentí que una parte de mi vida se me iba. Sentí un dolor que ese día le dije a Miguel, Mauricio y Francisco: "Hoy sí les acepto un trago." "Por supuesto, compadre", dijo el viejo Miguel. El resto del día pasó silencioso. Irama y Gricelda respetaban mi silencio, que expresaba el dolor de mi pérdida. Esa noche me fui con mis compañeros del centro de salud, tomé hasta perder la conciencia. No supe cómo llegué al centro de salud. Lo último que recordaba era el bar Las Tapas.

Me levanté al día siguiente con una resaca terrible. Andrea me dio unos analgésicos y me inyectó porque me sentía incapaz de ir a trabajar. Pero después de las atenciones de Andrea me sentí mejor. Continué con mi rutina de atender pacientes. Al final de la tarde me llamaron de la oficina de la directora, que tenía una llamada. Era Milena, para comentarme que ya estaba en Bogotá, en casa de su madre. Me dijo que me extrañaba mucho, que, si quería llamarla, escribiera el número de teléfono de su casa, que iba a esperar mis llamadas a las 7 p.m. todas las noches, y se despidió enviándome muchos besos. Continué mi jornada laboral, ansioso de que llegara la noche para llamarla. En el tiempo que llevaba en San Jacinto jamás me había preocupado por preguntar dónde quedaba un telecom, porque con mi familia me comunicaba por cartas.

Fui al restaurante de Maura en la noche a cenar y luego me desplacé al telecom. Le marqué, y de inmediato me contestó: "Hola, cariño, soy tu bebé." Me causó risa. Me contó detalles de su viaje en el DC3 y luego el viaje en bus de Villavo a Bogotá. El volver a hablar con su madre después de casi un año de ausencia.

Me contó de las novedades en la casa, que tenían un televisor moderno muy delgado, e internet, que había que abrir una cuenta para poder acceder a un correo electrónico. "Ojalá llegara pronto a San Jacinto para no perdernos el rastro para cuando llegara la hora de partir para los Estados Unidos", me dijo. Me contó que la semana siguiente iniciaría los trámites de su visa. Hablamos como dos horas. Me preguntó por todos en el centro de salud, por el pueblo. Me dijo que se sentía rara en la ciudad, que la mamá estaba furiosa por lo del viaje al exterior, y que le faltaba contarle al papá que no estaba en la ciudad. Hablamos, y al final quedamos de seguir hablando todas las noches a la misma hora.

La vida continuó con normalidad en el centro de salud. Las obras avanzaban a pasos agigantados. Había cumplido nueve meses de estar en San Jacinto. Miguel era el próximo en terminar su año de servicio social obligatorio, pero le habían ofrecido seguir como médico de planta, y él estaba interesado. El reemplazo de Milena nada que llegaba. La consulta odontológica estaba muy pesada. La directora Rebeca Linares nos convocó a su oficina. Pensábamos que era para brigadas al Madroño o sobre el río Guayabero, pero en esta ocasión nos comentó que nos reunía para invitarnos a la fiesta de grado de médico que su familia le ofrecía a su hija, Amalia Rosa Estrada Linares, quien va a reemplazar al doctor Miguel. El grupo, en coro, aceptamos la invitación.

La fiesta fue un sábado en la tarde, en la finca de campo de la familia Linares. Francisco Linares, el padre de Rebeca Linares, era el terrateniente más grande de la región y famoso ganadero. Federico Estrada, esposo de Rebeca, era el notario del pueblo. La alta sociedad hacía presencia. Todos teníamos curiosidad por conocer a Amalia Rosa, hasta que apareció una joven de cuerpo estilizado con un vestido ceñido al cuerpo que delineaba su figura, de piel blanca, ojos oscuros, cabellera negra y de hermosa sonrisa. Una mujer elegante y hermosa. Miguel dijo: "Tronco de hembra". Todos quedamos impactados con su belleza. Ella se acercó a donde estábamos, junto a la jefa Linares, quien nos presentó. Saludó a todos los presentes. El viejo Francisco Linares, que era el patriarca de la familia, hizo el brindis por la homenajeada e inició la fiesta.

El grupo del centro de salud nos dedicamos a beber y a comer, mientras la homenajeada era cortejada por los ingenieros de la petrolera. Pero la veíamos incómoda, hasta que Mauricio la invitó a venir al grupo de los de salud. Entramos en confianza y empezamos a bailar. Francisco, el auxiliar de Mauricio, le dijo: "Doctora, le toca que vaya tomando confianza con sus compañeros. Son unas excelentes personas, la doctora Andrea y los doctores, y todos solteros y jóvenes." Ella lo escuchaba y sonreía. La fiesta duró hasta las seis de la mañana del domingo. Nos fuimos para el hospital a pasar la borrachera.

El lunes estuve con una resaca terrible, pero aun así atendí a mis pacientes, que cada día eran más. Y fuera del trabajo, la morgue estaba disparada. La guerra no daba tregua. El pueblo y las zonas rurales eran campos de batalla entre la autodefensa y la guerrilla. Esa noche fui a llamar a Milena. Me contó que el jueves tenía la entrevista en la embajada americana, que estaba muy nerviosa. La actualicé de los últimos acontecimientos, y después de unas horas de hablar por teléfono, nos despedimos.

Esa noche, durante mi recorrido desde el telecom al hospital, por primera vez pensé en mi futuro, ahora que volvía a ser soltero, y sabía que Milena, en poco tiempo, se iría de mi vida. Tendría que buscar nuevos horizontes en el plano sentimental, y mi tiempo de servicio social obligatorio se agotaba. Tendría que pensar si regresaba a Yopal, me quedaba en San Jacinto o qué quería hacer al llegar a la casa hospitalaria. Me sentía algo estresado por mi futuro, así que me fui a la cama algo confundido."

Al día siguiente, me encontré con Amalia Rosa en el pasillo del centro de salud. Me contó que venía a la inducción para iniciar su año de servicio social obligatorio, que seríamos compañeros. Le di la bienvenida y la llevé al área de odontología, donde todos la conocían. Después de saludar a las auxiliares, se fue a la oficina de dirección.

Ese día esperaba, como todos los días, a Félix, un niño que vivía al otro lado del río, a unos diez kilómetros del centro de salud. Luego de cruzar, tomaba una bicicleta que le prestaban sus primos. Ese día, el niño no llegó a su cita de las 9 a.m., pero sí me llamó Miguel a la sala de urgencias del centro de salud. Al llegar, con sorpresa, veo a Félix en la camilla, con la cara llena de sangre. Miguel me dice: "Te llamo para que lo valores porque me dice que tú lo atiendes, compadre." Al observarlo lentamente, veo que tiene fractura de tabique, los labios reventados. Al abrir su boca, observo que ha perdido todos los dientes de la sonrisa. Me da rabia, pero al mismo tiempo, pesar por el niño. Le dimos analgésicos, sedantes y lo pasamos a mi consultorio. Retiré los pedazos de coronas de los dientes fracturados y le realizamos una pulpectomía de los dientes que podían servir para rehabilitar. Lo enviamos en la moto del celador a casa de sus primos.

Ese día, los pacientes protestaban porque no los atendía. Solo pude atender a los que estaban en la agenda de la tarde. Fue un día extenuante; estaba muy cansado. Me fui para la casa médica, donde me esperaba Miguel. Me dijo: "¿Me acompañas a una reunión? Tengo una propuesta." Le dije que estaba muy cansado. Me respondió: "¡Güevón, son negocios! Ya vas a terminar el rural y tienes que buscar horizontes. Acompáñame."

Finalmente acepté, pero le puse de condición que no fuera de tomata. Me dijo: "Voy sin Francisco." Llegamos a las Tapas, y me dijo: "Tomemos una mientras llega el inversionista." Le pregunté: "¿Pero ¿cuál es el negocio?" Me dijo: "¿Te acuerdas de Pedro Jalisco? Quiere montar una clínica privada y me propuso a mí, y me dijo que, si quería, te invitara en la sociedad. A si, compadre, por plata no te preocupes, que él la pone. Nosotros administramos y somos socios en partes iguales. ¿Qué te parece?" "¡Excelente, Miguel, ¡gracias por tenerme en cuenta! Tú eres mi amigo, compadre, y te aprecio."

Estábamos hablando cuando apareció Pedro Jalisco. "Entonces, mis doctores, Miguel, ¿le contaste de los planes al Dr.?", dijo Pedro. "Sí", respondió Miguel. "Pues bienvenido a nuestro proyecto." Llamó al mesero y dijo: "Hay que celebrarlo con altura. Es un gran negocio lo que vamos a hacer, así que pidamos whisky. Mañana en la mañana nos reuniremos, revisaremos papeles, el lote donde vamos a construir y dónde vamos a funcionar mientras se termina la construcción."

Después de un rato, cambiamos de tema. Me preguntó por Milena. Le comenté lo último que habíamos hablado. Me dijo que el negocio de la clínica se lo había propuesto a ella y me pidió el favor de que te incluyera en el proyecto. "Creo que es el momento de que seamos buenos amigos, ahora que vamos a ser socios", dijo Pedro. "Mi Dr., no me digas doctor, dígame, Guillermo, o Gille, y cuenta conmigo." "Pedro, el fin de semana tengo una fiesta en una pequeña villa que compré cerca al pueblo y la voy a inaugurar. Así que están invitados." "Pues cuente con nosotros", dijo Miguel.

Luego de dos horas de conversaciones de negocios, aparecieron unas amigas de Miguel que se sentaron en la mesa. Al amanecer, Pedro Jalisco y Miguel se fueron con sus amigas. La chica que bailaba conmigo se quedó y me dijo: "¿No me vas a llevar a la casa médica?" Le dije que no, y le respondí: "La llevaré a su casa." Me dijo: "¿Eres maricón?" Le respondí: "No es eso, es que no siento nada por ti."

Amanecí con una resaca terrible. Fui a trabajar por pura obligación. La consulta estaba llena; las auxiliares de enfermería preguntaban por el doctor Miguel, ya que era su última semana.

La siguiente ingresaba Amalia, quien estaba en el proceso de inducción con Andrea, una mujer trabajadora, comprometida con la institución y que gozaba del aprecio de la comunidad. Pero lo que le faltaba en estatura, le sobraba en temperamento cuando le sacaban el mal genio.

La semana transcurrió sin novedades. Estaba un poco agotado por la sobrecarga laboral, con la cabeza llena de fantasías por el proyecto de la clínica. Mi tiempo en el centro de salud se agotaba

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